Read Los Días del Venado Online
Authors: Liliana Bodoc
—Deberías volver a Beleram con los heridos —dijo Dulkancellin.
—Tú eres quien debería hacerlo —respondió Kupuka.
El Brujo de la Tierra parecía imprescindible en ambos lados.
—Puedo guiarlos rápidamente a la fortaleza—dijo Kupuka—. Y en cuanto a los heridos... Los que lleguen estarán en las buenas manos de Zabralkán; los demás no llegaran de ningún modo.
Cuando el ejército de la Tierras Fértiles se separó, todavía no empezaba a abrirse el amanecer del día siguiente a la batalla. La caravana que viajaba al sur se fue con paso lento, cargada con el costo de la victoria. Los guerreros que siguieron hacia la fortaleza de los sideresios marcharon muy bien armados y montados a lomo de animal, a pesar de que varios tuvieron que hacerse jinetes en el trayecto.
—EspíritudelViento no es Atardecido —le dijo Cucub a Dulkancellin—. Procura entenderte con él. Por mi parte, aprovecharé el viaje para pensar el nombre de éste que he elegido.
Kupuka, HohQuiú y Dulkancellin cabalgaron adelante. Thungür y Cucub procuraban mantenerse cerca de ellos. Como si creyeran que sus miradas, puestas siempre sobre Dulkancellin, pudieran ayudar a sostenerlo. El guerrero empeoraba. A pesar de los cuidados de Kupuka, la descomposición de las heridas se extendía y la fiebre ya casi no lo abandonaba. Dulkancellin cabalgaba hacia la fortaleza junto a los demás guerreros, y no hubiera habido fuerza de la tierra o de los cielos capaz de convencerlo de lo contrario. Porque Dulkancellin era uno que había nacido donde debieron nacer diez. Todos lo sabían, y por eso nadie intentó persuadirlo de regresar. Nadie, salvo Kupuka que tuvo que conformarse con ir a su lado y aliviarle el dolor. Para peor el husihuilke no había podido dormir en toda la noche. El insomnio de la enfermedad se le hizo largo y lleno de la ausencia de Kume. ¿Dónde estaría? ¿Qué motivos tendría su desaparición? El padre no podía imaginar que durante su vigilia, Kume estaba intentando. una proeza. Después no quiso saber si lo había hecho por orgullo, por bravura o por tristeza.
El tiempo de viaje que Kupuka había estimado para llegar de a pie a la fortaleza se acortó mucho cabalgando. Todavía quedaban varias horas de luz cuando Dulkancellin detuvo el avance de sus hombres. Desde la distancia a la que se hallaban, podían reconocerse los signos del abandono. La fortaleza de los sideresios era una soledad que se incendiaba. A la vista de eso los guerreros avanzaron sin demasiada cautela. Y tal cual lo presagiaba el silencio, nadie intentó detenerlos.
La empalizada estaba arrasada en varias partes y por un costado la envolvían las llamas. Dulkancellin y HohQuiú entraron primero: rocas desparramadas por el suelo, fuegos, desperdicios, rastros de una desbandada reciente. Y en medio de la desolación, el cuerpo de Kume atravesado por un madero.
Después de Kume, del orgullo, de la bravura, de la tristeza de Kume, todo había cambiado para los sideresios.
La certeza de vencer, el regocijo de estar esperando una venganza segura, el delirio de ofrecer a Misáianes un puñado de su nueva tierra se habían transformado en una gran hoguera. Sin la protección de la pólvora, los planes de Leogrós se cayeron a pedazos y su verdadero ejército salió a la luz: un desorden de miserables llenos de miedo que le reclamaban la huida. Es verdad que el suplicio de Kume había servido para disimular la indignidad de sus naturalezas. Por obra y gracia de la ferocidad, volvieron a parecer temibles. Pero la apariencia no les duró demasiado. Enseguida regresaron a los ruegos que, de no ser atendidos, se transformarían en exigencias. Leogrós sabía que no había otra posibilidad que hacer lo que pedían. Era imposible revertir esa guerra con las pocas armas que pudieron salvar; ni siquiera pensar en resistir hasta tanto llegara una nueva flota. No había promesa de riquezas o poderes que alcanzara para sobornar el miedo de su ejército.
—Tampoco puedo pensar en regresar con esta derrota —murmuró Leogrós.
Drimus lo escuchaba con los labios caídos y los ojos desmesuradamente abiertos.
—¿Qué haremos? —repetía el Doctrinador—. ¿Qué haremos?
—Por lo pronto, irnos de aquí —respondió Leogrós—. Pero no tan lejos como ellos supondrán que lo hemos hecho. Ni tan lejos, ni por tanto tiempo.
Cuando Leogrós dio orden de preparar la partida, estaba terminando la mañana del día siguiente a la batalla. Los sideresios se apuraron a realizar las tareas inevitables para poder emprender el viaje: rescatar y movilizar hasta la playa lo que era de provecho, destruir lo que no podían llevarse y aprovisionar las naves con suficiente agua. Drimus en persona besó la frente de los heridos, y a cada uno le susurró que no había más remedio, que supieran morir enalteciendo al Amo. Cuando todo estuvo listo, acababa de transcurrir una mitad de la tarde.
Así emprendieron los sideresios el regreso a sus naves. Las criaturas que los vieron marchar contaron que, a cada paso, volvían hacia atrás la mirada.
El cuerpo oscuro de Kume se había quedado detenido en una contorsión de dolor. El cuerpo oscuro y desnudo conservaba, todavía, su parentesco con la belleza. La gente de las Tierras Fértiles no podía mantener los ojos puestos en esa muerte; y menos que nadie, los guerreros del sur de Los Confines. Un guerrero mataba a un guerrero y la honra se repartía entre ambos. Lo que Kume había sufrido no era muerte. Tenía nombres de vergüenza que un guerrero temía cargar a la eternidad.
Kupuka fue hasta el origen del fuego, donde encontró rastros que lo ayudaron a suponer algo semejante a la verdad de lo que había ocurrido. De regreso habló brevemente con Dulkancellin. Dulkancellin lo escuchó, y se volvió hacia los hombres:
—Este guerrero ha muerto en la batalla y nadie dirá algo distinto. Este que se llamó Kume, hijo de Dulkancellin, murió peleando. Y nadie dirá nunca algo distinto.
El husihuilke giró hacia el lado del mar, y azuzó a EspíritudelViento. El animal arrancó al galope, pasó sobre la valla derrumbada y continuó hacia el Yentru.
Todos siguieron a Dulkancellin. Y aunque muchos pudieron acercarse, no hubo quien llegara a la playa antes que él. También en la costa del Yentru había fuegos, como la última señal de Kume para guiar al padre hasta el sitio preciso en que los sideresios se hacían al mar.
Los sideresios habían incendiado las naves inútiles, y esas grandes hogueras le indicaron a Dulkancellin el punto de la costa donde lo que quedaba de la flota enemiga empezaba a alejarse. EspíritudelViento pasó sobre la arena como la sombra de un pájaro en dirección a la huida que ya era inalcanzable. Dulkancellin no llevaba fiebre ni heridas porque había dejado de ser un hombre para ser una furia. Dulkancellin era una furia que quería alcanzar a los sideresios. Pero cuando logró llegar las naves negras estaban demasiado lejos para cualquier arquero. Dulkancellin gritó palabras irreconocibles mientras cabalgaba mar adentro, soñando que no habría distancia capaz de salvarlos.
Uno respondió a su llamado. Desde las naves, Leogrós regresaba en un bote. Traía en el rostro la misma expresión conque había observado la batalla.
Todo lo que ocurrió después fue ávidamente vigilado por Drimus. El jorobado asomaba su cofia y sus ojos. El resto: su risa jadeada, su cuerpo encogido y su pataleo de gozo quedaban ocultos tras un mástil de la nave.
El guerrero husihuilke esperaba, empujando la orilla con las patas de EspíritudeViento. El conductor del ejército sideresio se estaba acercando. El que habría dado la orden de tormento para Kume estaba frente a él, envuelto en un viento que le enroscaba la capa alrededor del cuerpo. Cuando alcanzó la distancia apropiada, Leogrós abrió su capa. Traía un arma en las manos. El guerrero tensó el arco. La flecha y el fuego se cruzaron. El fuego se llevó por delante la vida del guerrero, y la flecha se perdió en el mar. Dulkancellin sintió entrarle un dolor por el pecho y supo que ya estaba en territorio de la muerte. La figura de Leogrós oscilaba y se oscurecía frente a sus ojos. ¿Era Shampalwe la que desgranaba maíz? Sí, era Shampalwe que danzaba de trenzas recogidas en un adorno de caracoles, el día en que empezó el amor. Todavía, antes de que la muerte acabara de cerrar la puerta, tuvo tiempo el más grande guerrero de Los Confines de mirar el mar y creer que era el Lalafke. Tuvo tiempo de mirar el cielo y confundirlo con su bosque en invierno. En el último instante que le correspondía, aprendió de su hermano Cucub y se puso a soñar para siempre.
Los que después cantaron estos hechos dijeron que la flecha había atravesado el Yentru hasta las Tierras Antiguas, y se había clavado en la risa de Misáianes. Pero los hombres que estuvieron allí dijeron que la flecha se había perdido en el mar. Ellos contaron, también, el llanto de niño de Cucub, aferrado al que ya no estaba. El silencio de Thungür, y la plegaria de Kupuka.
Cucub metió los dedos en la vasija y se los llevó a la boca chorreando miel.
—¿Y...?—preguntó Kuy-Kuyen—. ¿Ha regresado?
El zitzahay frunció el ceño. No, el viejo sabor de la miel de caña no estaba allí. Claro que había un buen sabor dentro de esa vasija. Bueno, pero distinto.
—Tendremos que aceptarlo —dijo Cucub—. Nada volverá a ser igual que antes. Recuerdo muy bien las palabras de Dulkancellin: "El tiempo que conocimos y amamos se ha ido para siempre."
La mención del nombre de su padre entristeció a Kuy-Kuyen y aunque Cucub lo notó enseguida, no buscó cambiar de asunto.
—Este mercado es un buen ejemplo. Podría pasar por ser el mismo. Pero quienes crecimos entre estos despachos, sabemos que no es así.
De a poco, Beleram retornaba a sus hábitos. La gente se reunía en grupos numerosos y emprendía el camino hacia sus aldeas hablando, nuevamente, de siembras y cosechas. Y el mercado, aunque todavía mermado en variedades, abría a su hora.
También la Casa de las Estrellas empezaba a desocuparse. La primera orden que dio Bor a los sirvientes fue la de devolver su esplendor a las salas que iban quedando vacías. Lujos que los tiempos habían dejado relegados. Lo mismo se preocupaba de las salas que de los patios y los miradores. "Como si quisiera borrarlo todo", pensaba Kupuka viéndolo correr tras los tapices y las estatuas.
El Brujo de la Tierra se había trazado otras metas que a su parecer eran mucho más urgentes. La guerra había disminuido el número de varones jóvenes. Y eso sí era cosa que debía empezar a repararse. No había familia que Kupuka dejara partir sin atosigar de recomendaciones:
—Vuelvan a la aldea. Siembren su maíz, acostúmbrense a los animales con cabellera. Y sobre todo, recuerden que necesitamos nacimientos.
¡Necesitamos nacimientos! Por todos lados y a cada momento se escuchaba sonar la recomendación de Kupuka. Pero no conforme con esto, el Brujo de la Tierra conducía a los guerreros ante la presencia de las viudas:
—¡Mira qué hermosa es! Pregúntale su nombre, y llévala contigo a la selva. ¡Y recuerden!, la sombra del copal es propicia para concebir varones.
Los Señores del Sol no se unían a mujeres de otros pueblos. HohQuiú reafirmó la prohibición, y fue implacable para castigar las transgresiones. En este aspecto Bor parecía estar de acuerdo con el príncipe.
—¿Qué serán esos hijos? —se lamentaba—. ¿Serán zitzahay o husihuilkes?
—Serán hombres —le respondía Zabralkán. Y una vez agregó: Sin duda, más altos que nosotros dos.
El pueblo zitzahay abandonó la Casa de las Estrellas. Los extranjeros, en cambio, permanecieron durante varías lunas.
Se acercaba la fiesta del oacal. Antes de eso, debía celebrarse la última jornada de un concilio que había comenzado preguntándose: ¿Quiénes son los que llegan? Y acababa preguntándose: ¿Cómo nos prepararemos para esperar su regreso?
—Les diré lo que harán —dijo Kupuka tomando a Kuy-Kuyen de una trenza y a Cucub de una mano—. Mientras nosotros nos ocupamos de los tiempos venideros, ustedes se ocuparán de este día. Ya que Thungür ha consentido la realización de la boda, tú, pequeña, esmérate en componer tus brazaletes y tus sandalias. Y tú, Cucub, encárgate de que no falte de beber y de comer porque nadie más estará atento a eso.
Y como Kupuka entendió lo que los dos pensaban, agregó:
—Y no crean que haciéndolo estarán traicionando a los muertos o abandonando a los vivos —Kupuka apretó entre sus manos la cara de Kuy-Kuyen—. Esta sonrisa viene del sol. Sigue sonriendo, Kuy-Kuyen. Sonríe contra toda la sombra que ha quedado entre nosotros.
Ese día, y un rato después de que los tres abandonaran el patio, Molitzmós anduvo por allí. Durante su mejoría, aquel trance de despertar bruscamente y bruscamente regresar al sopor se le había repetido a menudo. Molitzmós, que recién abandonaba los cuidados de la recuperación, caminó lentamente alrededor del estanque. Le quedaba un temblor que cada tanto lo sacudía de pies a cabeza, y una lejana somnolencia. A veces, en sus repentinos despertares, había llegado a temer que la planta actuara más allá de lo previsto y lo dejara en un sueño sin regreso. Afortunadamente, la mezcla de flores y raíces fue precisa. La había ingerido un poco antes de comenzar la batalla para procurarse el letargo que tanto extrañó a Kupuka. Y si hubo un exceso de dormitivos, sirvió para aligerarle el sentimiento de enterrarse su propio cuchillo.
La medicina y la herida. Molitzmós había hecho ambas cosas con el fin de evitarse luchar contra los sideresios. Ahora, de ser posible, volvería a hacerlo; pero esta vez para librarse del momento de reconocer y saludar a HohQuiú.
Sin embargo él sabía que ya no podía demorar la humillante obligación. Y para tener el ánimo de soportarla se puso a pensar que posiblemente todo lo ocurrido sirviese a sus fines. La retirada de los sideresios lo colocaba en un buen lugar. Molitzmós del Sol se había transformado en la vanguardia de Misáianes, y estaba seguro de que muy pronto volvería a saber del Amo de las Tierras Antiguas. Mientras esperaba ese momento, Molitzmós persistiría en lo que era importante. Una grieta cada vez más irreparable. Allí era donde debía persistir.
El mejor lugar donde continuar su tarea lo encontraba en Bor. El espíritu del Supremo Astrónomo era un territorio favorable a la maleza; bueno para la siembra que Misáianes le había encomendado. Las diarias visitas que Bor le había hecho en el curso de su mejoría, buscando alguien que calificara de justas sus pretensiones, le indicaban a Molitzmós que estaba en lo cierto. Los Supremos Astrónomos ya estaban enfrentados. No podía haber un mejor comienzo.