Los Días del Venado (30 page)

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Authors: Liliana Bodoc

BOOK: Los Días del Venado
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Los hombres respondieron con un grito de triunfo. Era muy breve el tiempo que llevaban mezclándose unos con otros. Y a pesar de eso, las diferencias que al principio resultaban difíciles de sobrellevar, se habían suavizado hasta tal punto que todos parecían parientes. Las cabezas doradas de la Estirpe, los zitzahay de piel oscura y tan pequeños si se los comparaba con los husihuilkes, los guerreros y los artesanos. Algo que venía de la índole empezaba a igualarlos.

—El ejército de los Señores del Sol está muy cerca —continuó Dulkancellin—. No más que un día y su noche deberán transcurrir para que podamos reunirnos con ellos. Y eso será antes de que lleguen los sideresios.

Dulkancellin hablaba a todos sus hombres, pero sus ojos regresaban siempre a los de Kume. El hijo se dejaba mirar, sin un gesto.

—Es verdad que los sideresios se acercan, y que lo hacen con rapidez. Aún así nos darán el tiempo que necesitamos. Aprovechemos esta noche para descansar. Coman y canten porque luego deberemos enfrentar una guerra que, acabe como acabe, dividirá el Tiempo.

Cuando los guerreros se dispersaron, Dulkancellin llamó a Cucub y le pidió que alimentara al jaguar.

—Dejemos que también él descanse. Volverá a marcharse, apenas amanezca, con la respuesta que HohQuiú espera.

Juntos, Molitzmós y Dulkancellin ensartaron las plumas en una sucesión determinada de largos y colores, que daría a los Señores del Sol las ubicaciones precisas y los tiempos de la batalla.

Amanecía otra vez. El animal, que daba la impresión de dormir un sueño interminable, se levantó erizado cuando el husihuilke se le acercó. Como siempre, el hombre venía solo. Y como siempre, se arrodilló frente a él y le rodeó el cuello con los brazos para colocarle el código de plumas. El jaguar conocía al hombre que estaba hablándole mientras le aseguraba la cuerda.

—Puedes irte, hermano mío —dijo Dulkancellin cuando terminó de asegurar el nudo—. Corre y llega a tu destino. Es la única esperanza de que ustedes y nosotros sigamos teniendo una tierra que habitar.

El jaguar comenzó a alejarse. Pero apenas salió del campamento un hombre lo detuvo con el silbido que le habían enseñado a reconocer. Conocía a ese hombre. Su olor estaba siempre junto al olor del otro. Y también éste lo llamó hermano mientras le desataba el collar de plumas y lo reemplazaba por otro.

—Ahora sí puedes irte —le dijo.

Como si el jaguar lo hubiese arrastrado en su carrera, el día pasó rápidamente. "El jaguar ya estará con los Señores del Sol", decían algunos en el campamento. "Aún no", decían otros. "HohQuiú y sus hombres deben estar iniciando la marcha". "Aún no..." Cuando se completaron dos días desde la partida del jaguar, hasta los menos optimistas se encontraron esperando la llegada de HohQuiú. "Mandará un grupo de reconocimiento..." "Vendrá él en persona..."

—Supongo que anhelas ver llegar a tu príncipe —Cucub ya había notado que la expresión "tu príncipe" tenía un efecto terrible sobre Molitzmós, y no perdía ocasión de repetírsela.

La antipatía que ambos se profesaban era cosa sabida, comentada, y atribuida a la evidente diferencia de humores. Los roces entre Cucub y Molitzmós se habían mantenido siempre dentro de una aparente gentileza que no engañaba, pero hacía llevadera la enemistad. En aquella ocasión, sin embargo, fue diferente. Molitzmós se volvió súbitamente contra Cucub, lo tomó de la ropa y lo sostuvo más pegado a su aliento que al suelo. La expresión del emplumado era la de quien guarda un secreto demoledor, un dolor que destruiría al que lo está enfrentando.

—Yo podría decirte... —Molitzmós vaciló. Y Cucub, que había visto el veneno en la punta de su lengua, se atrevió a seguir provocando al altanero para obligarlo a decir las verdades que ocultaba.

—Dulkancellin es tanto mi jefe como el tuyo, y no le complacerá el trato que me estás dando.

Cucub tenía miedo. Viendo los ojos del emplumado parecía posible que llegara a matarlo si persistía con sus burlas. "Un poco más y la soberbia le saca por la boca lo que esconde", pensaba el pequeño.

Pero justo entonces unos gritos de alerta sonaron en el extremo opuesto del campamento. Molitzmós abandonó a su víctima y corrió hacia el amontonamiento. Cucub corrió detrás pensando que, por fin, HohQuiú había sido divisado. Al llegar, los dos se quedaron paralizados por lo que parecía una visión de pesadilla.

En el centro de una rueda de hombres espantados, el jaguar estaba de regreso. Y no con un collar de plumas atado de su cuello, sino con un bulto cubierto por un cuero sucio de sangre. Dulkancellin se adelantó y desató el lazo del cuello del animal que, apenas se vio libre de su inmunda carga, salió disparado hacia la selva. Todos sabían que envuelta en el cuero, estaba la cabeza de un hombre. Por el momento, Dulkancellin tenía un solo espanto... No quería ver que fuera Kupuka, no quería encontrar el rostro amado bajo la costra del envoltorio. Sus manos desataron con trabajo los nudos pegoteados que, finalmente, cedieron. A la vista de todos quedó la cabeza cercenada de uno que, sin duda, había sido un alto jefe de los Señores del Sol.

—Dinos, Molitzmós, ¿conoces a este hombre? —preguntó Dulkancellin.

—No es suficientemente joven como para ser HohQuiú —respondió Molitzmós—. Sé decirte que sus argollas indican que perteneció a la nobleza de la Casa reinante.

Sin importar quién fuera, el mensaje era claro. El ejército de los Señores del Sol había sido atacado por los sideresios. Atacado y destruido. Los guerreros de las Tierras Fértiles tenían el ánimo deshecho. ¿Qué ocurriría ahora? Y, ¿dónde estaban los enemigos?

Golpe sobre golpe en el dolorido corazón del Venado, llegaron los vigías que cuidaban el norte. Venían pálidos de miedo:

—Han aparecido en las lomadas. Los sideresios han aparecido y estarán aquí en poco tiempo.

Los hombres miraron a Dulkancellin, esperando una respuesta. Durante un instante, el husihuilke se sintió brutalmente solo. Buscó en su memoria el bosque de Los Confines. Buscó el pan de Vieja Kush, devolvedor de vida. Y más que nunca jefe de sus guerreros, dio la primera orden.

La batalla se acercaba, y no era la que habían concebido. Iba a suceder de otra manera, y antes del día propiciado por las estrellas. Ya no llegarían los Señores del Sol. De Kupuka no habían recibido sino un incomprensible silencio. El Venado ya no tenía la sorpresa a su favor. Ni siquiera, el resguardo de la selva. El lugar en el que iba a desarrollarse la batalla eran las estribaciones abiertas donde se iniciaban las Colinas del Límite. El número y el valor de los guerreros parecían ser las únicas ventajas de las Tierras Fértiles. El número, el valor, y el favor de la Magia. " Y la fuerza de la tierra que, en este día, no nos abandonará", decían los hombres.

Cuando los sideresios aparecieron en el horizonte, el Venado había recobrado su entereza y estaba listo para enfrentarlos. Los enemigos eran una franja negra que ondulaba con las lomadas. El Venado iba a pelear con los colores del fuego, del cielo y de la tierra pintados en el rostro y en las ropas.

El ejército de las Tierras Fértiles mantuvo una formación similar a la anterior, repetida en dos frentes de ataque. Pero, esta vez, también ellos cabalgarían. Igual que Dulkancellin, los guerreros husihuilkes pudieron amar sin reparos a los animales con cabellera. Y ayudados por Cucub, aprendieron las artes y las mañas.

A medida que se acercaban los sideresios, se acercaba Misáianes con el vasto poder que empezaba en su mismo nombre. El corazón del Venado se revolvía en ese solo pensamiento: el verdadero nombre de su enemigo. "El Tiempo que conocimos y amamos se ha ido sin remedio. No estamos aquí para llorarlo, sino para pelear por el que vendrá", dijo Dulkancellin antes del combate.

Los ejércitos estaban listos, uno a cada lado del paisaje. La batalla estaba por comenzar, y el mundo hizo silencio. Los vientos se replegaron a un cielo lejano, el mar se tragó las olas, la selva se metió en el nido, las madres callaron al niño contra el pecho.

—Los que de nosotros caigamos muertos en esta guerra, seremos recordados por siempre como la montaña de huesos que sostuvo al sol. ¡Por el Sol! ¡Por el Padre! —gritó Dulkancellin. Y el final de su voz fue opacado por la primera descarga.

Los guerreros de las Tierras Fértiles recibieron el golpe de un arma desconocida, que multiplicaba en fuego y en estruendo a aquellas otras que los sideresios habían utilizado en el puerto el día que Drimus escapó de Beleram. El disparo cayó sobre ellos como un pedazo de volcán despedido. Con sus hermanos destripados por una fuerza incomprensible, tuvieron que elegir. Y eligieron la furia.

Pero por un sideresio que caía, el Venado caía muchas veces. Todavía muy lejos de llegar, los guerreros morían atravesados por el fuego. Y numerosos arqueros no alcanzaron a disparar la segunda flecha. Aunque las armas arrojadizas eran certeras, y los sideresios empezaron a verse la sangre, el fuego quebraba el avance de las Tierras Fértiles. El Venado sabía que el espacio que lo separaba de los sideresios lo exponía a la peor desigualdad; y que cuando consiguiera cruzarlo y trabarse con el enemigo, la destreza estaría de su lado.

Sin embargo, era difícil avanzar sobre los propios muertos. Un golpe de volcán, dirigido contra el costado oeste de la guerra, se llevó consigo a muchos hombres de esos que habían sido alfareros, tejedores y mieleros y que ahora sangraban la tierra. Enseguida llegó otro, y después otro. Se hacía más difícil avanzar sobre los muertos, cuando los muertos eran mieleros, alfareros y tejedores. Las imprevistas armas de Misáianes estaban destruyendo al Venado.

Contra todo, el ejército de las Tierras Fértiles siguió avanzando. La vanguardia husihuilke logró encimar, con sus propios animales, la fuerza montada de los sideresios: finalmente el Venado estaba donde quería. La distancia entre los enemigos quedó reducida al largo de una espada o de una lanza, a un golpe de maza o a un filo de piedra. O a nada, y entonces había un muerto. Peleando con una bravura que los hacía parecer diez veces los que eran, los guerreros del sur desparramaron muerte entre los sideresios. Tanta que, por un momento, lograron que el pánico se apoderara de ellos. Dulkancellin mataba en cada hachazo, cubiertos de sangre él y Atardecido. Tres de sus guerreros estaban cerca, protegiéndole los flancos y las espaldas, porque la muerte buscaba al jefe husihuilke por todos los costados.

Elek de la Estirpe peleaba por sus muertos con el arma que había conseguido en el río Rojo. Desde su lugar, Thungür vio llegar al sideresio que iba a matar al hermano de pelo amarillo. Pero el suyo era un lugar en la batalla, y Thungür no pudo hacer más que gritarle el nombre. Elek cayó ese día, en medio de los que todavía lograban resistir. Y sin poder evitarlo, Kume pasó al galope sobre su cuerpo.

El Venado había llegado a la pelea diezmado en sus mejores filas. Y aunque ya los grandes fuegos resultaban inservibles, la herida terminal estaba infligida. Dulkancellin sangraba de un fuego que lo había alcanzado debajo del corazón. Sabía que todo iba a acabar muy pronto, y se aferró a la cabellera de Atardecido para dar la última pelea. Antes, levantó la cara al sol para despedirse.

También Cucub se despedía porque empezaba a comprender que el Venado perdía la batalla. El zitzahay permanecía en el puesto que Dulkancellin le había asignado, junto a unos cuantos más, detrás de la retaguardia. Parapetados en unos matorrales, ellos tenían la misión de recibir a los heridos y de asistir a los guerreros que volvían en busca de las armas o los escudos que habían perdido en el campo. Cucub había sentido que se partía en mitades cuando le dieron a conocer su destino. Cucub, el pequeño músico de las aldeas, se sintió aliviado. Cucub enamorado de Kuy-Kuyen tuvo vergüenza.

Y sería este Cucub avergonzado el que estaba pensando en salir a pelear. Lo pensaba asombrado de pensarlo y sin embargo, casi decidido. Junto a él había varios que cumplirían debidamente con la tarea. Y además ya no llegaban heridos. Al principio, llegaron muchos; pero la mayoría, después de sujetarse la sangre, regresó al campo de batalla. Los demás murieron. Con Molitzmós, que estuvo entre los primeros heridos, no ocurrió ni lo uno ni lo otro. El Señor del Sol tenía una profunda herida en su costado, y el aspecto de quien está próximo a dejar la vida. Cucub lo miraba sin poder quitarse de encima la ingrata sensación de que quedarse allí lo hacía semejante a aquel hombre. No soportó esa idea, y decidió pelear. A su alrededor, se amontonaba la reserva de lanzas y flechas. Cucub, al fin y al cabo el mismo de siempre, eligió otra cosa.

—Tomaré tu cuchillo —le dijo a Molitzmós—. Es un arma noble y merece su oportunidad.

El Señor del Sol no pudo o no quiso responderle.

—Extraño —dijo Cucub llevándose el filo a la nariz—. La sangre que hay aquí huele como la tuya.

El enamorado de Kuy-Kuyen empuñó el arma y avanzó corriendo. Aquella iba a ser la primera vez que mataría a un hombre, o la última vez que moriría. Nunca logró recordar con nitidez las cosas que pasaron por su cabeza mientras corría. Lo que sí recordó fue cómo, de pronto, encontró al enemigo que las estrellas le habían designado. Era Illáncheñe. Apenas lo reconoció Cucub sintió un deber, antiguo y absoluto, que lo hizo invencible. El Pastor avanzó pasándose el arma por el muslo y rodeando a Cucub. Cuando la distancia fue bastante corta se abalanzó sobre él, pero el pequeño ya estaba en otra parte. Repetidas veces, el puñal de Illáncheñe se hundió en el aire. La burla consiguió lo que buscaba: Illáncheñe se concentró en ella de tal manera que olvidó al enemigo. El Pastor comprendió su error con una hoja de piedra atravesada, cortando desde el estómago hacia arriba. Cucub extrajo el cuchillo y lo miró. No estaba temblando, no estaba contento. Alzó la cabeza para continuar, y entonces vio que algo distinto ocurría.

Los sideresios retrocedían y giraban hacia un lado como si otros, además de ellos, les diesen pelea. Cucub tardó en comprender el motivo del grito de victoria que salió de la garganta del Venado, subió por las lomadas y volvió repetido con creces. Tardó porque no podía ver que, por el oeste, los Señores del Sol llegaban a la batalla. Los sideresios no alcanzaron a girar las bocas de sus grandes armas, demasiado pesadas para el escaso tiempo que tuvieron. La división de los Señores del Sol venía disminuida por una emboscada en la que más de la mitad de sus hombres habían caído. Así y todo, el viento de la guerra cambió de dirección.

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