Read Los Días del Venado Online
Authors: Liliana Bodoc
Kupuka y Zabralkán eran otros. El Supremo Astrónomo tomó por ese entonces el hábito de abandonar el observatorio para recorrer los alrededores de la Casa de las Estrellas. En contra de una usanza inmemorial, se lo veía andar sin escolta. "Hacen falta brazos, y sobran quehaceres de mayor importancia...", respondía si alguien preguntaba. A pesar de eso jamás le pidió a Bor que prescindiese de la compañía de su propia escolta. Jamás lo hizo. Aún sabiendo que si alzaba la cabeza mientras rodeaba el estanque del brazo de Kupuka, se toparía con la desaprobación de Bor, asiduo visitante de los miradores.
Kume y Molitzmós también se encontraron a diario en el estanque. Siempre con rostros serios, y lejos de los demás. Una extraña amistad, sin duda, propia de aquellos días de confusión.
Llegado el momento de marchar a la guerra los amigos tomaron rumbos diferentes según el destino que cada uno tenía asignado.
Zabralkán permaneció en la Casa de las Estrellas. Kupuka partió solo, él y su morral, a internarse en la selva.
Kuy-Kuyen se quedó trabajando junto a las mujeres zitzahay. Cucub cabalgó al noreste, a las órdenes de Dulkancellin.
Molitzmós partió con ellos, a cargo de la formación de lanceros. Kume, en cambio, formaba parte de la división que marchó hacia el noroeste.
La madrugada de la despedida únicamente Cucub lloró. Y Kuy-Kuyen, acostumbrada a la severidad de los husihuilkes, se alegró de saber que también los hombres podían aguarse la cara de pura tristeza.
Los hombres que Dulkancellin había enviado en tareas de reconocimiento volvieron con la novedad de que una avanzada de los sideresios, bastante alejada de las Colinas del Límite, acampaba del otro lado del río.
—Los hemos visto. Y nos alegra decirte que nuestra división es mucho más numerosa.
—¿Dónde están, exactamente? —preguntó Dulkancellin.
—Descansan en el valle EntrelosPies.
Ellos se referían a una regular extensión de tierra que abría en dos la desembocadura del río Rojo con los Pies Separados. Uno Pie del Rojo era la vertiente que cerraba el valle por el sur; Dos pie del Rojo era la que lo cerraba por el norte. El Venado ya conocía el lugar en el que iba a desarrollarse la batalla. Sabía que en aquella ocasión contaba con mayor cantidad de guerreros que su enemigo. Ahora quedaba conseguir que las ventajas de los sideresios, sus armas y sus animales, se vieran reducidas en eficacia. Y hasta se le volvieran en contra.
Tarde, en la noche, los guerreros de las Tierras Fértiles empezaron a andar. Su marcha se volcó marcadamente hacia la costa porque buscaban la desembocadura del río; bastante al este del sitio en el que habían peleado, la primera vez, contra los sideresios. El Venado poseía la virtud de caminar sin ruido. Y salvo las más diestras criaturas de la selva, nadie podía escucharlo pasar.
La primera línea de batalla estaba reservada para los husihuilkes, algo menos de la mitad del total que había arribado a la Comarca Aislada. Una buena parte de los restantes marchaba en la división del noroeste. Y los demás, junto a un importante número de guerreros zitzahay, protegían la Casa de las Estrellas. Los guerreros del sur iban armados con arcos y flechas. Con mazas y hachas.
A un lado de ellos, en igual línea, se ubicarían los lanceros. Ellos eran los mejores entre los zitzahay y los conducía Molitzmós quien, por debajo de Dulkancellin, tenía el segundo puesto de mando.
La siguiente línea y los flancos eran del resto del ejército zitzahay. Un poco más atrás estaba el lugar de los aldeanos. Algunos de ellos eran demasiado jóvenes, otros eran demasiado viejos. La mayoría había llegado a la guerra después de una vida mansa de fabricar sus productos y llevarlos al mercado, fumar sus hojas y danzar las muertes y los nacimientos. Sin embargo, se dijo y se cantó que pelearon con bravura de guerreros hasta ganarse la memoria. Cucub iba con ellos, más destinado a las tareas de auxilio que al combate.
El Venado había elegido marchar separado en dos divisiones, al modo de dos astas, procurando de ese modo cubrir el territorio para poder detectar y obstruir cualquier tentativa de los sideresios contra Beleram. Luego, en un día y lugar acordados, volvería a unificar sus fuerzas.
La división del noreste, al mando de Dulkancellin, se detuvo en los bordes de la selva. Y desde allí, metida entre raíces, encaramada a las frondas y disimulada en las cortezas vigiló la orilla del Uno Pie del Rojo sin que nadie, desde el río, pudiese sospecharlo.
El día terminó su rueda. La tormenta que había empezado a formarse en el horizonte del atardecer amenazaba, a esas horas, con ocultar la luna. Los nubarrones parecían tironeados por dos voluntades opuestas: una que quería ofrecerle al Venado la suerte de la luz. Otra que quería negársela. Y así estuvieron las nubes durante largo rato. Pálidas cuando se alejaban, negras y bordeadas de oro cuando avanzaban sobre la luna. Por fin, en la alta noche, la mano amiga ganó su contienda en el cielo y se llevó la tormenta.
En la orilla opuesta los sideresios mantenían encendidas algunas hogueras que dejaban ver la silueta de los centinelas y el paseo inquieto de los animales. La sorpresa era la mejor posibilidad del Venado. Para conservarla, los hombres respiraban con cuidado y no se movían de su sitio. Y por lo mismo Dulkancellin encargó a Cucub que mantuviera calmados a los pocos animales que tenían consigo. Apenas se puso a amanecer los sideresios empezaron a moverse. Iban a cruzar el río tal como el Venado lo esperaba: primero, los hombres montados y detrás de ellos, los de a pie. También los guerreros de las Tierras Fértiles debían desplazarse y tomar su posición final. En su ayuda, la brisa de la selva se encargó de revolver las luces y las sombras de modo que ningún movimiento pudiera ser notado por los enemigos. Protegido con todos los brazos de la Madre Neén, el Venado esperaba. Los jinetes sideresios casi terminaban de vadear el río. Los demás caminaban pesados a causa de la correntada que les subía hasta los muslos, y de las armas que debían mantener fuera del agua. Los primeros jinetes ya pisaban la tierra. Pero el Venado esperó a que la mayoría de los sideresios se internara en el río.
Cuando fue el tiempo, Dulkancellin se irguió sobre el lomo de Atardecido. Tensó el arco y apuntó contra un enemigo, uno que eligió para la primera flecha. Muchas otras veces, en las guerras de Los Confines, Dulkancellin había estado en esa misma situación. Y sabía, como cualquier guerrero, que el hombre elegido para comenzar la matanza era una niebla, no tenía rostro; porque el que iba a arrojar la flecha no quería recordarlo. Ahora Dulkancellin quería recordar el rostro del sideresio que, si quedara vivo, podría aplastar mañana el corazón de Wilkilén.
Atardecido sintió la furia por sus ancas, y se sumó al alarido del jefe husihuilke que anunciaba el comienzo del ataque. El grito se repitió en cada guerrero y la primera andanada de flechas salió de la selva. Los sideresios las vieron llegar como si las dispararan los árboles. Envenenadas y empenachadas con fuego, las flechas de los guerreros del sur alcanzaban el blanco. Y fue tal la mortandad de los hombres y el espanto de los animales que en un primer repliegue desordenado la vanguardia de los sideresios atropello a los que venían intentando cruzar el río.
Aprovechando la estampida y el pánico que habían ocasionado las flechas, los lanceros abandonaron la selva y se adelantaron corriendo. Algunos arrojaron sus lanzas, pero la mayoría llegó a hundirlas con sus propias manos. Para entonces, los sideresios tenían sobre sí las mazas, las hachas, el dolor del Venado. Y aunque muchos de ellos alcanzaron a usar sus armas contra los guerreros de las Tierras Fértiles, la deserción de los sideresios no tardó en llegar y fue desesperada.
El resultado se contó en muertos por el río. La corriente amontonaba cadáveres en su camino al mar. Bestias, hombres y pedazos de hombres irían a dar al Yentru. El río Rojo aquel día, y no antes, debió recibir su nombre.
La buenanueva de la victoria se propagó por la selva. El regocijo llegó a todos los rincones. Cuando oyó la noticia, Kuy-Kuyen escondió su carita entre las manos y murmuró sus propias palabras. Zabralkán convocó para la noticia en el patio de la Casa de las Estrellas; la carcajada de Kupuka retumbó en la cueva de jaguar donde cumplía algunos de sus cometidos. Así todos, en cada lugar, festejaron el día. En el campo de batalla los guerreros sepultaron a sus muertos y recogieron las ganancias en armas y animales. Después pusieron el rostro al sol y cantaron. Mientras el sol estuvo en el cielo, siguieron cantando. Las voces les raspaban dentro, pero ninguno de ellos dejó de cantar.
Los hombres de la división noroeste avanzaban sin novedad cuando recibieron el buen anuncio. La celebración comenzó con gritos y clamores, pero enseguida fue perdiendo ánimo y terminó extinguida en un montón de silencios. Era la vergüenza del guerrero que no estuvo en la batalla, como si fuese su culpa la dirección que habían elegido los sideresios. Esa misma noche, junto con un jabalí cocido al fuego, ellos masticaban su disgusto.
—Come un poco —Thungür le acercó a Kume un trozo de carne ensartado en una hoja de piedra. Kume lo aceptó de mala gana, y se quedó dándole vueltas frente a sus ojos.
—Pronto tendremos que seguir —insistió Thungür—. Y quién sabe cuándo volvamos a detenernos.
Kume empezó a mordisquear la carne dulzona. Jamás el hermano mayor había mencionado la pluma de Kúkul. No le preguntó por qué había dejado que las cosas llegaran a ese punto; ni le interesó saber cómo lo había hecho. Kume sabía agradecer esa prudencia. Y, tal vez en retribución, acató sin rebeldías la autoridad que el padre había delegado en Thungür. Esto no significaba que Kume hubiese abandonado su modo taciturno. Al contrario, se fue quedando en él; y allí vivía, sin abrirle a nadie la puerta.
—Creo que no es suficiente alegría para el resultado de la batalla que libraron nuestros hermanos —prosiguió Thungür—. Bueno, que el enojo nos sirva para pelear mejor cuando tengamos la oportunidad de hacerlo.
Igual que su madre, Thungür tenía esa facilidad de encontrar flores en medio del brozal.
—¿Sabes en quién pienso? —continuó—. Pienso en Cucub. Trato de imaginarlo en la pelea.
Kume había terminado de comer. Clavó el cuchillo en la tierra y se lamió un hilo de grasa que resbalaba por su antebrazo.
—Asustado. Metido entre las piernas de otro —respondió—. Puedo asegurarte que fue así.
Thungür tenía la fortaleza y la armonía de su raza. Kume, además de eso, había heredado la belleza de Shampalwe.
—¿Conoces con exactitud el destino de Kupuka?
Los husihuilkes tenían el hábito de pensar con naturalidad. Kume, el de pensar con enredos.
—¿Cómo conocer con exactitud el destino del Brujo? —sonrió Thungür—. Ha de estar en algún lugar de esta selva, confabulando con sus amigos.
Kume sacó el cuchillo de la tierra para devolvérselo a su hermano. Y después de hacerlo, se marchó.
El Venado no pudo demorarse en la victoria porque de inmediato debió seguir rumbo al norte. Su avance era inexorable aunque, día a día, más cauteloso. Un fuerte cordón de enlaces lo protegía y lo mantenía unido. Era necesario que las dos divisiones se comunicaran entre sí con frecuencia. Pero no alcanzaba con eso, hacía falta mucho más. Había que estar volviendo los ojos a las espaldas para saber qué ocurría en Beleram y enviar oídos hacia la costa del Yentru a que escucharan las noticias de las mujerespeces. Alguien debía mantener alguna referencia de Kupuka. Y sobre todo, alguien tenía que rebasar la línea de los sideresios y llegar a los Señores del Sol. Este fue el camino por el que corrieron jaguares silenciosos, de ida y de vuelta, con un código de plumas alrededor del cuello que sólo los amigos podían entender.
Las dos divisiones de las Tierras Fértiles llegaron al punto elegido para el encuentro con medio día de diferencia. Desde donde se hallaban podían verse las Colinas del Límite, una marca en la tierra que separaba la Comarca Aislada del país de los Señores del Sol. Las Colinas del Límite eran elevaciones suaves y accesibles al paso. Y quienes las habían atravesado las recordaban como un paraje amable. Lo eran, en verdad. O lo habían sido. Porque ese anochecer los hombres miraban las lomadas contra el cielo como quien recela en la boca de una madriguera, en espera del zarpazo.
El plan consistía en permanecer allí hasta tanto pudieran establecer el próximo y último contacto con los Señores del Sol. Próximo y último jaguar portador de plumas. Después se encontrarían en la batalla, cuando el ejército de HohQuiú sorprendiera a los sideresios con un inesperado frente de ataque.
HohQuiú, uno de los príncipes de la Casa que gobernaba el país de los Señores del Sol, venía al frente de un gran ejército. Aunque los Señores del Sol habían recibido las noticias en fragmentos bastante confusos, comprendieron que debían poner mucho de su poder al servicio de esta guerra, y así lo hicieron.
—Molitzmós, háblanos de HohQuiú —pidió Dulkancellin—. Es tu príncipe, y debes saber muchas cosas acerca de él que pueden ayudar a que nos entendamos mejor en el campo de batalla.
—Es príncipe, como tú dices. Sin embargo jamás lo he visto —Molitzmós recordaba perfectamente el rostro de HohQuiú untado con el corazón de uno de sus hermanos; muerto como castigo a la insolencia de no reverenciar al entonces pequeño príncipe. Sólo puedo decirte que debe ser muy joven aún y que, por eso mismo, me asombra que esté al mando del ejército.
—Eso significa que debe ser muy valeroso —dijo Dulkancellin.
Molitzmós del Sol no quiso responder por temor a que el odio se hiciera visible en sus palabras.
—Esperemos que el jaguar no tarde demasiado —murmuró.
Y su deseo se cumplió. Esa noche, escoltado por los dos centinelas que lo vieron llegar, el jaguar entró a la tienda donde un grupo de guerreros hablaba con Dulkancellin. Elek y Molitzmós estaban entre ellos. También Thungür y hasta Cucub, acurrucado junto a sus amigos husihuilkes y soportando con serenidad la manifiesta hostilidad del Señor del Sol. La llegada del jaguar había conmocionado el campamento. Los hombres se reunieron frente a la tienda deseosos de conocer la cifra del mensaje. Al poco rato salieron los que estaban dentro. Dulkancellin levantó el collar de plumas de manera que todos pudiesen verlo.
—El hermano jaguar nos ha traído las noticias que esperábamos —dijo—. Y es buena como la luz del sol.