Read Los Días del Venado Online
Authors: Liliana Bodoc
La noche anterior, tal cual le sucedía siempre que estaba en presencia de Drimus, los temores de Zabralkán se habían desvanecido. Si hasta la apariencia del extranjero, que ahora recordaba como la de un hombrecito viscoso que sacaba de su joroba dos brazos excesivamente largos, cambiaba cuando lo tenía frente a sí. En esas ocasiones, la fealdad de Drimus se cubría de un aire legendario. No era fealdad sino el agobio de un sabio, fatigado de atravesar las Edades. Pero lejos del influjo de Drimus, Zabralkán regresaba a su lucha. ¿De quién era la voz anunciándole muerte y desolación? Sonaba como un eco remoto que llegara del fondo de una cueva. Y aunque el Astrónomo se esforzaba por entenderlo, el eco se le confundía con los sonidos del mundo. ¿De qué muerte hablaba la voz? ¿De qué desolación...? A través del ventanal, el lucero de la mañana veía al Astrónomo paseándose de un lado a otro del observatorio. "Ayúdame, hermano lucero", le suplicó Zabralkán.
Muy lejos de allí, los puertos abandonados del norte se llenaron de ruidos. Y sobre el territorio tanto tiempo deshabitado se marcó el rastro de las jaurías que deambulaban en busca de alimentos. Las mujerespeces, algunas que pasaban de camino a la Isla Triste, se ocultaron a observar detrás de un alto promontorio y vieron lo que estaba sucediendo. "Nademos hacia el sur", dijeron. "Avisemos a los Astrónomos esto que hemos visto", dijeron. "Avisemos a los hombres". Pero las mujerespeces no pudieron llegar adonde querían porque un ataque de peces carnívoros, inaudito en una zona tan fría, las alejó de la costa y las persiguió mar adentro.
Un viento que salía de la selva, uno de esos vientos húmedos y cálidos que presagian tardes lluviosas, decidió pasar sobre las aldeas de la Estirpe. Le gustaba visitar a la gente de cabellos rubios que festejaba con risas su llegada. Lo hacía siempre que le era posible. El viento llegó con ganas de jugar. Se puso a buscar trenzas que destrenzar y túnicas que sacudir, pero no las encontró. Las aldeas estaban desiertas: no había niños enhebrando caracoles ni mujeres limpiando pescado. Entonces el viento decidió colarse por entre las cortinas de soga. Adentro halló trenzas muertas y túnicas muertas tendidas en hamacas que apenas se mecieron con su entrada. Espantado se puso en camino a Beleram con la triste noticia. Y aunque partió de prisa, nunca llegó adonde quería porque antes, un viento que no era de por allí ocupó su camino y lo deshizo en hilachas.
En la otra mitad del continente los husihuilkes continuaban su avance matando y muriendo cada noche. Si algún pájaro de la madrugada pasaba cerca de ellos, Kupuka le encomendaba volar hacia Beleram para dar aviso. Después se supo que ninguno de ellos había arribado a su destino. Y muchos aseguraron haber visto pájaros extraviados volando en círculos idénticos, sin jamás encontrar el rumbo.
Zabralkán observaba desde lo alto la ciudad que el sol enrojecía. De repente, un movimiento llamó su atención. Cucub atravesaba la explanada con el águila en brazos. "Va a sepultarla en el suelo de la selva", pensó el anciano.
En esos días, dos ejércitos avanzaban por las Tierras Fértiles. Iban a encontrarse cerca de Beleram, donde librarían la peor de las guerras. Los sideresios desde el norte, los husihuilkes desde el sur. Y un mago de las Tierras Antiguas oscureciéndolo todo, de modo que la Casa de las Estrellas no lo supiera. Las mujerespeces no pudieron llegar con el mensaje, el viento no pudo. Tampoco los pájaros que Kupuka había enviado.
Por el norte, por el sur. Drimus los preparaba para el sacrificio. ¡Y Beleram sin saberlo!
"Que su almacita de águila tenga la compañía de todos los pájaros que han dejado de volar en este cielo; y vuelan sin cansarse jamás en el cielo que no ven los vivos..." Cucub pronunció esta oración junto a la sepultura de su amiga. Después saludó con una inclinación ceremoniosa y emprendió el regreso a la Casa de las Estrellas.
Salía de la selva sin toparse con nadie, como era esperable a horas tempranas y en ese sitio, cuando escuchó unos pasos acercándose por un sendero que interceptaba al suyo. Hubiera podido continuar, pensando que encontraría algún cazador amanecido. O algún comerciante que llevara sus productos a la feria de una aldea alejada. Hubiera podido, pero no lo hizo. Al contrario, se escondió cuidadosamente para poder ver de quién se trataba, sin ser descubierto. Su cautela quedó recompensada, porque no bien terminó de asegurarse de que ninguna parte de su cuerpo estaba a la vista, Illáncheñe apareció en el camino. "¿Qué hace éste por aquí?", se preguntó el zitzahay. Era muy extraño que Illáncheñe estuviera caminando selva adentro. Era algo más que extraño pues, de seguro, el Pastor no contaba con la autorización de los Supremos Astrónomos para abandonar la Casa de las Estrellas. "Tal vez haría bien en averiguar adonde va y qué se propone", pensó Cucub.
En la selva, los senderos son sinuosos y de tramos cortos para los ojos del caminante que en cada vuelta los ve desaparecer tras los árboles y la maleza. Es por eso que Cucub ya había perdido de vista a Illáncheñe. Y si pretendía seguirlo no podía prolongar la indecisión. La persecución no era fácil: ni tan cerca que su andar lo delatara, ni tan lejos que el Pastor se le perdiera en las encrucijadas y enrevesamientos del sendero.
Por el momento el Pastor no abandonaba el llamado Camino Largo, que Cucub conocía de memoria. En realidad el camino nacía en el centro mismo de la ciudad de Beleram. Empezaba como una callejuela angosta pero concurrida donde se amontonaban las tiendas dedicadas a la venta de cuero. Seguía, seguía. Y salía de la ciudad cruzando a modo de puente sobre un cauce abastecedor de agua dulce. El adoquinado llegaba hasta el canal. A partir de allí, el camino, ahora de tierra apisonada, se ensanchaba considerablemente. Un poco después se separaba en dos caminos menores. Uno doblaba al oeste y llegaba hasta una cadena de montes que los zitzahay nombraban "Dientes de Jaguar". El otro se mantenía en las márgenes de la selva y seguía hacia el norte. Este brazo del Camino Largo llegaba desde Beleram hasta Rojo de los Oacaltales, la primera aldea de la Estirpe. Y continuaba uniendo aldea con aldea para recién acabar en Rojo Lugar Lejano, la más distante de todas las que habitaban los hijos de los bóreos. Muy cerca del punto de separación, este último sendero atravesaba un campo de orquídeas gigantes. Y bordeaba una laguna de aguas oscuras, habitada por caimanes y tortugas de agua. Pasando la laguna, y aunque se trataba apenas de las estribaciones de la selva, el andar se hacía dificultoso.
Aquí fue donde Cucub sorprendió a Illáncheñe, y comenzó a seguirlo. Cuando habían recorrido algo menos de la mitad de la distancia que separaba Beleram de Rojo de los Oacaltales, el Pastor se detuvo. Lo hizo sin ningún titubeo. No como quien va descubriendo un buen sitio donde permanecer, sino como quien toma su puesto.
Cucub se mantuvo inmóvil, con la nariz pegada al olor amargo del matorral donde alcanzó a ocultarse para mirar las espaldas del Pastor. El pequeño zitzahay no tenía demasiadas posibilidades puesto que, mientras Illáncheñe permaneciera allí, no podía pensar en regresar. No al menos sin que el Pastor notara su presencia. La mañana terminó de pasar, y el sol abandonó el mediodía. Para los miembros inmóviles de Cucub la situación se prolongaba demasiado. El pobre empezaba a arrepentirse de haber seguido al Pastor, sólo para ser testigo de lo que empezaba a considerar una inofensiva extravagancia de su raza.
En esas cavilaciones se hallaba cuando un nuevo ruido, ajeno a la selva, llegó a sus oídos. Y por supuesto, a los del Pastor. Indudablemente se trataba de alguien que no temía ser escuchado. Alguien que venía en dirección a ellos, corriendo por el sendero. O cuando menos, intentando hacerlo. Un joven de pelo dorado salió de la maleza. Y como corría con los ojos bajos, tratando de evitar las raíces salientes, estuvo a punto de atropellar a Illáncheñe. Su primera reacción, frente al desconocido, fue la de escapar; pero el Pastor lo retuvo por los hombros y lo tranquilizó:
—Quédate en calma... Dile a mí quién eres.
Era un joven de la Estirpe de los Acechadores del Mar. Y su aspecto delataba una carrera agotadora y un miedo grande. Traía el rostro descompuesto y la ropa maltrecha. Casi nada quedaba de sus sandalias; y sus pies, punzados y descarnados, debían ocasionarle terribles dolores.
—Debo llegar a la Casa de las Estrellas —alcanzó a balbucear el joven. Y, de nuevo, trató de desasirse de las manos que lo sujetaban.
—Soy amigo de allí... Estoy de custodia en este camino, por orden de Zabralkán. Y si tú no me dices que traes no pasas por aquí —dijo Illáncheñe—. Hay mucha gente extraña en las Tierras Fértiles. Hay muchos que no son de aquí y debemos estar cuidando.
El joven de largo cabello rubio lo miró aliviado.
—Entonces, saben... —murmuró.
—Sabemos, sí —respondió el Pastor—. Pero tú sabes también. Tú algo has visto y me lo dices. Luego yo te permitiré continuar.
Cucub tenía el oído adiestrado en susurros. Aún así le costaba entender lo que decían. En especial, en el caso de Illáncheñe que le daba la espalda. El zitzahay puso toda su atención en escuchar las palabras débiles y entrecortadas del recién llegado.
—Algunos de nosotros dormimos anoche en la playa. Lo hemos venido haciendo este último tiempo, en espera de algo que vendría por el mar. Yo estaba en la orilla con mis hermanas menores, pero mis padres dormían en sus hamacas —se debilitaba rápidamente, se abandonaba con cada palabra que decía. Y al fin, acabó caído de rodillas junto a Illáncheñe, quien para seguir sosteniéndolo, tuvo que imitar su movimiento—. Cuando terminó de amanecer regresamos a nuestras aldeas porque sabíamos que a esas horas todos nos buscarían para iniciar las labores del día.
El joven de la Estirpe daba todos los rodeos posibles, demorando el momento de nombrar la muerte. Pero ya no había mucho más que decir, y sus ojos se fueron quedando fijos en la imagen que vio al entrar en la choza familiar. Entonces, contó todo lo que sabía de la única manera en que le fue posible hacerlo: como si le hubiera ocurrido a otros, alguna vez. Como si lo hubiera soñado.
Lo contó para que le dijeran que no era cierto. Pero Illáncheñe no podía decirle eso.
—¿Qué pasó con los demás de tu pueblo? —preguntó en cambio el Pastor—. Los que se salvaron de esa muerte que cuentas porque pasaron la noche en la orilla del mar. Ellos, ¿dónde están?
—Nos reunimos los de todas las aldeas y supimos que en todas era lo mismo. Vimos que ninguno de nuestros ancianos había sobrevivido, así que el mayor de los que quedamos vivos tomó el mando. Nadie sabía qué hacer... Las mujeres daban alaridos de dolor, los hombres temíamos un nuevo ataque.
En su matorral Cucub tiritaba de pies a cabeza, igual que un pichoncito que se muere.
—Me respondes y te llevo a Zabralkán —repitió el Pastor—. ¿Dónde está el resto de tu gente?
—Ellos se quedaron enterrando a los muertos. Mientras tanto, alguien debía adelantarse para dar aviso a los Supremos Astrónomos. Yo me ofrecí a hacerlo. Todos aceptaron porque desde niño he corrido más rápido que ninguno. El resto de mi pueblo viene detrás de mí; seguramente ya estarán en camino.
Nadie sabrá nunca qué cosa recordó el muchacho. Tal vez, un día de su infancia con sus padres mirándolo correr por la costa del Yentru. Tal vez, una noche de verano... Nadie lo sabrá nunca. Pero lo que haya sido le quitó las últimas fuerzas; y se volcó contra el pecho de Illáncheñe, llorando como un niño.
Cucub empezó a pensar en abandonar su escondite. Ya no le preocupaban las rarezas de Illáncheñe, y menos le preocupaba explicar su presencia en aquel lugar de la selva. Cucub tenía suficiente con lo escuchado como para olvidar por completo su antipatía hacia el Pastor y comprender que debía unirse a él para actuar de manera más efectiva.
El zitzahay se concedió el brevísimo instante de respirar hondo, siempre viendo la quebrantada figura del joven y oyendo sus sollozos. Por esa causa pudo saber que lo que entonces sucedió se demoró el tiempo de una respiración. Súbitamente, Illáncheñe levantó del suelo una piedra de considerable tamaño y golpeó con furia la cabeza que descansaba contra su pecho. El primer golpe no fue suficiente. El segundo golpe ensangrentó la piedra. Los restantes respondieron al lejano mandato de Misáianes, cuya crueldad había llegado a las Tierras Fértiles mucho antes que sus naves.
Nunca jamás en su vida Cucub había sido testigo de una ferocidad semejante. A veces le tocó presenciar el odio imprescindible del puma buscando el cuello de la presa. Pero no aquello, nunca aquello. Muchos años después Cucub seguiría recordando ese momento con el mismo nudo en la garganta y la misma ausencia de aire. El pequeño zitzahay moriría sin poder hallarle nombre al sentimiento que lo había inmovilizado. Lo único que conseguía hacer, siempre que alguien le preguntaba por el asunto, era recordar su deseo de entonces: "Si Dulkancellin estuviera aquí, si Dulkancellin estuviera aquí". Cucub no era un guerrrero husihuilke. Era un hombre que sabía cantar y que, frente al crimen, se quedó quieto.
Illáncheñe giró la cabeza en dirección al matorral. Pareció como si algo hubiese percibido... Cucub apretó fuerte los ojos porque no quería ver lo que se avecinaba. Estaba seguro de que el Pastor había descubierto su presencia; y también frente a la certeza de su propia muerte permaneció inmóvil. Lo único que Cucub deseaba en aquel momento era no verlo llegar con la misma piedra en la mano y la misma sonrisa. Solamente no verlo y nada más. Se cubrió la cabeza con los brazos y esperó el dolor, pero el dolor no llegaba. Muy despacio abrió los ojos y, con ese sentimiento que vive entre el alivio y la vergüenza, vio al Pastor ocupado en la tarea de arrastrar el cadáver fuera del sendero. Illáncheñe desapareció con su carga. Durante un buen rato Cucub sólo pudo distinguir el sonido de sus pasos. El Pastor reapareció limpiándose las manos con un puñado de hojas húmedas que fue dejando caer de a poco mientras empezaba a caminar de regreso a Beleram.
Cucub esperó a estar bien seguro de su partida antes de abandonar el refugio.
Encontrar el cuerpo del muchacho le costó el escaso trabajo de seguir su rastro sobre la tierra. Allí nomás estaba, tendido de espaldas. Cucub evitó mirarlo con detenimiento. Temía reconocer en él a uno de esos niños que corrieron detrás suyo por las calles de arena y lo rodearon tomados de la mano, siempre que llevó sus canciones a las aldeas de la Estirpe. El zitzahay intentó hablar y de su garganta salió un sonido ronco e incomprensible: