—Y ahora me pregunto si después de todo no hubiera sido mejor que alguien lo hiciera —dijo Anthea—. Se debería hacer público el asunto. Lo será de todos modos un día u otro. Y no se trata tan sólo de un perro o de un toro.
—¿Un perro o un toro? —intervine—. Nunca he oído hablar de ello.
—Un perro mordió a uno de los Niños en la mano. Un instante más tarde, el perro se precipitaba bajo las ruedas de un tractor y se mataba. Un toro embistió en una ocasión a un grupo de Niños; de golpe cambió de dirección, saltó dos vallas y fue a ahogarse en la acequia del molino —explicó Zellaby, con una concisión que no era habitual en él.
—Pero ahora se trata de asesinato —dijo Anthea.
—Oh, no creo que su intención fuera la de asesinar. Seguramente estaban asustados o irritados, y esta es su manera de responder, ciegamente, cuando uno de ellos está en peligro. Esto no impide que se trate pese a todo de un crimen, de acuerdo. Todo el pueblo lo sabe, y todo el mundo puede darse cuenta de que van a salir con bien de ello. La cosa es bien simple: no podemos permitirnos dejar las cosas tal como están. Ellos no muestran el menor signo de remordimiento. Ni el mas mínimo. Esto es lo que me asusta más. Han actuado así, y esto es todo. Y ahora, después de lo que pasó esta tarde, saben que para ellos el crimen no trae consigo ningún castigo. ¿Qué le ocurrirá entonces a quien se meta más tarde realmente en medio de sus proyectos?
Zellaby bebió su té pensativamente.
—De todos modos, tú ya sabes, querida, que si tenemos que preocuparnos de ello la responsabilidad de remediar este estado de cosas no nos concierne, o mejor dicho ya no nos concierne, desde el momento en que las autoridades nos descargaron hace mucho tiempo de nuestra responsabilidad. El coronel aquí presente representa una parte de esta nueva responsabilidad, Dios sabe a título de qué, y el personal de la Granja no ignora lo que pasa en el pueblo. Habrán redactado su informe en este sentido y así, pese al veredicto, las autoridades habrán sido puestas al corriente del verdadero significado de los hechos. En cuanto a lo que pueden hacer, dentro de los límites de la ley, y teniendo en cuenta al "hombre razonable"... no lo sé. Ya se verá.
»Pero sobre todo, querida, te recomiendo que no te metas en nada que te pueda poner en una situación conflictiva con los Niños.
—No te preocupes, querido —dijo Anthea—. Me siento acobardada ante ellos.
—La paloma no es cobarde cuando teme al halcón —dijo Zellaby—. Es simplemente sabia —y cambió de tema.
Mi intención era visitar a los Leebody y a algunos otros, pero en el momento de despedirme de los Zellaby se hizo evidente que, a menos que regresara a Londres mucho más tarde de lo previsto, tendría que dejar mis visitas para otra vez.
Tras las despedidas, y mientras recorríamos el camino hacia la carretera, no sabía aún cuáles eran los sentimientos de Bernard. Este había hablado muy poco desde nuestra llegada al pueblo, y tan sólo había revelado unas pocas cosas de su propio punto de vista. En cuanto a mí, tenía el agradable y tranquilizador sentimiento de que emprendíamos el regreso a un universo más normal. La atmósfera de Midwich daba la impresión de no hallarse en contacto con la realidad más que a través de la punta de los dedos, asistiendo desde muy lejos a los acontecimientos. Mientras yo tenía que hacer esfuerzos para reconciliarme con la existencia de los Niños, y me sentía alterado por lo que oía respecto a ellos, los Zellaby en cambio habían superado este estadio. Para ellos, lo improbable se había convertido en un elemento habitual. Aceptaban a los Niños, aceptaban el hecho de tenerlos a sus espaldas, ocurriera lo que ocurriese; sus inquietudes actuales eran de naturaleza social, y planteaban la pregunta de saber si el
modus vivendi
que se habían fijado no se estaba derrumbando. La impresión de malestar que había percibido en la atmósfera que reinaba en la sala municipal me perseguía.
Por otro lado, no creo que Bernard fuera tampoco extraño a la misma. Tuve la impresión de que conducía con una exagerada prudencia a través del pueblo y por el lugar del accidente de Pawle. Comenzó a aumentar la velocidad en la curva de la carretera de Oppley, y entonces vimos cuatro siluetas caminando en nuestra dirección. Incluso a aquella distancia uno no podía equivocarse. Eran cuatro Niños. De pronto dije:
—Para un momento, Bernard. Quisiera verlos de más cerca.
Frenó, y nos paramos en el mismo cruce de la carretera de Hickham.
Los Niños vinieron a nuestro encuentro. Tenían el aspecto de internos de algún colegio, con sus uniformes, los chicos con una camisa de algodón azul y pantalones de franela azul, las chicas con una falda corta, plisada, de color gris, y una blusa amarillo claro.
Hasta entonces sólo había visto, de lejos los rostros de los dos Niños a la entrada de la sala.
A medida que se acercaban, noté el parecido entre ellos más acusado aún de lo que esperaba. Todos cuatro tenían el mismo tono bronceado de piel. La luminiscencia de su piel, que había sido observada ya a su nacimiento, estaba muy disminuida por el efecto del sol, pero aún existía en medida bastante como para llamar la atención. Tenían los mismos cabellos rubio oscuro, la misma nariz recta y delgada, las mismas bocas pequeñas. Lo que les daba un mayor aspecto de "extraños" era sin duda el modo como estaban dispuestos sus ojos, que no recordaba en nada una raza determinada que habitara una región precisa. Era una simple impresión. Nada permitía distinguir a un niño de otro y, de no ser por los cabellos, no hubiera podido distinguir con certeza a un niño de una niña.
Muy pronto pude ver sus ojos. Había olvidado que eran ya extraordinarios cuando eran bebés, y tan sólo los recordaba como amarillos Pero eran más que esto: el oro de sus ojos destellaba. Algo realmente extraño. Pero, dejando a un lado esta noción de extraño, eran de una sorprendente belleza: aquellos ojos tenían el aspecto de gemas vivientes.
Continué mirándolos, fascinado, mientras ellos llegaban a nuestra altura. Apenas nos prestaron atención, y no mostraron el menor embarazo ante nuestras abiertas miradas. Echaron tan sólo una breve ojeada al coche, y tomaron la carretera de Hickman.
Vistos de cerca eran turbadores de un modo que no sabría describir, y ante ello la actitud de las gentes del pueblo, que habían permitido tan fácilmente que sus Niños se instalaran en la Granja, me sorprendía mucho menos.
Les seguimos con los ojos unos instantes, y luego Bernard adelantó la mano hacia el contacto.
Una repentina explosión, muy próxima, nos sobresaltó. Giré la cabeza justo a tiempo para ver derrumbarse a uno de los Niños, el rostro contra el suelo. Los otros tres Niños se inmovilizaron...
Bernard abrió la portezuela y saltó fuera. Uno de los Niños que estaba de pie se giró y nos miró. El oro de sus ojos era duro y brillante. Sentí como me inundaba una oleada de confusión y de debilidad... Luego, los ojos del chico se apartaron de los nuestros y giró la cabeza hacia otro lado.
Se oyó una segunda explosión, ésta más ahogada, provinente de un seto cercano, y luego, más lejos, un grito...
Bernard echó a correr, y yo le seguí. Una de las chicas se arrodilló junto al chico que había caído. Al ir a tocarlo él gimió, retorciéndose. El rostro del chico que estaba de pie reflejaba dolor y gimió también, como si también él sufriera físicamente. Las dos chicas se pusieron a llorar.
Luego, más lejos, tras los árboles que ocultaban la Granja, se elevó un clamor que heló la sangre en mis venas: el eco considerablemente amplificado de los gemidos que acababa de oír, y también de los llantos.
Bernard se detuvo. Sentí una picazón en la cabeza, y mis cabellos se erizaron.
El grito se dejó oír nuevamente. Un lamento de varias voces dolorosamente mezcladas, con la penetrante nota del llanto... Luego el ruido de pasos en la carretera...
Ninguno de los dos intentó avanzar. Yo estaba helado por el miedo.
Permanecimos allá, de pie, mirando a una media docena de chicos, todos extrañamente parecidos, que corrían hacia el que había caído y lo levantaron. No fue hasta que hubieron comenzado a llevárselo que percibí un sollozo en una tonalidad distinta, procedente de detrás del seto a la izquierda de la carretera.
Me dirigí a la cuneta y miré al otro lado del seto. A pocos pasos de allí había una muchacha, vestida con ropas veraniegas, arrodillada en la hierba, con la cabeza hundida entre las manos y estremecida por desgarradores sollozos.
Bernard acudió a mi lado, y ambos pasamos a través del seto. Cuando estuve al otro lado pude ver a un hombre en el suelo junto a la joven, tendido sobre un fusil del que sólo podía ver la culata.
Cuando nos oyó acercarnos, los sollozos de la muchacha cesaron por un instante y levantó hacia nosotros unos ojos aterrorizados. Pero cuando nos vio el terror se borró de su rostro, y el llanto se reanudó de una forma desesperada.
Bernard se acercó a ella y la levantó. Miré el cuerpo, cuyo aspecto no era muy agradable de ver. Me incliné, y le eché mi chaqueta por encima para cubrir lo que quedaba de su cabeza. Bernard apartó de allí a la muchacha, arrastrándola casi.
Se oían voces en la carretera. Al acercarnos al seto, varios hombres nos miraron.
—¿Son ustedes quienes han disparado? —preguntó uno de ellos.
Negamos con la cabeza.
—Hay un hombre muerto ahí —dijo Bernard.
La muchacha a la que sostenía se estremeció y gimió.
—¿Quién es? —preguntó el mismo hombre.
Con una voz temblorosa y agitada, la muchacha respondió:
—Es David. Ellos lo han matado. Ellos mataron a Jim. Ahora también han matado a David —un sollozo ahogó sus palabras.
Uno de los hombres se asomó a la cuneta.
—Ah, eres tú, Elsa, hija —exclamó.
—Intenté retenerle, Joe. Lo intenté, pero no quiso escucharme —dijo ella entre sollozos—. Sabía que iban a matarlo, pero no quiso escucharme —sus palabras se hicieron ininteligibles y se agarró a Bernard, temblando.
—Es necesario que ella se quede aquí —dije—. ¿Dónde vive?
—Yo lo sé —dijo uno de los hombres, y tomó a la muchacha en brazos como si fuera un niño. La llevó hasta el coche.
Bernard se giró hacia uno de ellos.
—Quédese aquí, por favor, y no deje que nadie se acerque hasta que llegue la policía.
—De acuerdo. ¿Es el joven David Pawle? —dijo el hombre, asomándose al otro lado del seto y echándole una ojeada al cadáver.
—Ella ha dicho David —dijo Bernard—. Es un joven.
—Tiene que serlo ¡Asesinos! —gruñó—. ¡Malditos pequeños bastardos!
Me dejaron en Kyle Manor, y utilicé el teléfono de los Zebally para llamar a la policía. Cuando colgué el receptor, Zellaby estaba a mi lado, con un vaso en la mano.
—Tienes aspecto de necesitarlo —dijo.
En efecto —asentí—. Ha sido algo inesperado.
—¿Cómo ha sido exactamente? —pregunté.
Le conté lo que sabía, es decir no gran cosa. Veinte minutos más tarde, Bernard regresó y nos dio más información.
—Los hermanos Pawle estaban muy unidos —comenzó. Zellaby asintió con un gesto de su cabeza—. Pues bien, parece que David, el más joven, desanimado por el resultado de la encuesta, decidió tomarse por su mano la justicia por la muerte de su hermano, ya que nadie se encargaba de ello. La joven Elsa, una amiga suya, llegó a la granja Dacre en el momento en que él salía. Cuando lo vio armado con un fusil, adivinó sus intenciones e intentó disuadirle. El no quiso oír nada, y para librarse de ella la encerró en un cobertizo. La chica necesitó un cierto tiempo para escapar de allí. Creyendo que se dirigía hacia la Granja, se lanzó tras él a través de los campos. Cuando llegó al campo en cuestión creyó haberse equivocado, ya que al principio no le vio. Quizá se había puesto a cubierto. De todos modos, no parece que lo encontrara antes del primer disparo. En aquel momento lo vio de pie, con el cañón de su fusil apuntado aún hacia la carretera. Luego, mientras ella corría hacia él, le vio girar el fusil, apuntarlo directamente a su cabeza y presionar con el dedo el gatillo...
Zellaby permaneció unos instantes silencioso, y luego dijo:
—La cosa le parecerá clara a la policía: David, considerando a los niños como responsables de la muerte de su hermano, mata a uno para vengarse, y luego, para evitar el castigo, se suicida. Será tachado automáticamente de desequilibrado mental. ¿Qué otra explicación puede dar el "hombre razonable"?
—Quizá me sintiera escéptico antes —confesé, pero ya no lo soy desde que vi la mirada de aquel chico. Creo que durante un instante tuvo la impresión de que Bernard o yo habíamos sido quienes habíamos disparado. Tan sólo un momento, el tiempo de darse cuenta de que era imposible. La sensación que me produjo aquella mirada es intraducible, pero en el breve momento que duró fue aterradora. ¿Tú también la notaste? —le pregunté a Bernard.
Asintió con la cabeza.
—Una extraña sensación de debilidad, de... licuefacción —admitió, de un modo que heló mi espina dorsal.
—Iba a decir precisamente... —me interrumpí, recordando de pronto—: Dios mío, estaba tan preocupado que he olvidado hablarle a la policía del Niño herido. ¿No habría que enviar una ambulancia a la Granja?
Zellaby negó con la cabeza.
—Tienen su propio doctor allí. Forma parte del personal.
Se hundió en sus reflexiones durante un buen minuto, y luego suspiró y agitó la cabeza.
—No me gusta el cariz que están tomando las cosas, coronel —dijo—. No me gusta en absoluto. Si no me equivoco, esta es la forma clásica en que empiezan todas las venganzas.
La cena en Kyle fue retrasada para permitirnos a Bernard y a mí efectuar nuestras declaraciones a la policía. Tras ello, y muerto de hambre, me sentí muy agradecido a Zellaby por ofrecernos cena y alojamiento. Lo ocurrido había decidido a Bernard de no regresar inmediatamente a Londres. Creía que lo mejor era quedarse por los alrededores, no en el propio Midwich, pero tampoco más lejos que Trayne; me dio a elegir entre quedarme con él o regresar a Londres en tren o en autobús. Por otro lado, yo tenía la impresión de que mi actitud escéptica de la tarde respecto a Zellaby había rayado la descortesía, y no lamentaba la ocasión que se me brindaba de reparar mi falta.
Degusté mi jerez, algo avergonzado, diciéndome a mí mismo que no podía, mediante protestas y argumentos, apartar de mí la realidad de los Niños y de sus particularidades. Y, puesto que existían, debía haber una explicación a esta existencia. Ninguno de mis razonables puntos de vista podían proporcionarla. Y por ello debía encontrar una explicación, por demencial que me pudiera parecer, fuera de los esquemas de mi imaginación. Fuera cual fuese, iría al encuentro de mis prejuicios. Tenía que tener aquello muy en cuenta, y mantener mis prejuicios bien sujetos desde el momento mismo en que aparecieran.