Los cuclillos de Midwich (30 page)

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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los cuclillos de Midwich
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—¿Qué otra cosa podía decir?

Sonrió y me tendió la mano.

—Estupendo. Te quedo enormemente reconocido. Sé que puedo contar contigo.

Luego se giró hacia los tres o cuatro Niños que seguían aún con él, y les dirigió una amplia sonrisa.

—Van a impacientarse —hizo notar—. Muéstranos el camino, Priscilla.

—Soy Helen, señor Zellaby —dijo ella.

—Oh, no tiene importancia. Vamos, pequeña —dijo Zellaby, y juntos subieron la escalera.

Regresé al coche, y me alejé sin apresurarme. Mientras atravesaba el pueblo, observé que La Hoz y la Piedra parecía hacer un buen negocio, y sentí tentaciones de detenerme para ver cuáles eran las impresiones de las gentes del lugar. Pero recordé la petición de Zellaby, resistí y proseguí mi camino. Dejé el coche en el camino de Kyle Manor, girado hacia la carretera, para ir a buscar a Zellaby más tarde, y entré.

Anthea estaba sentada en el gran salón, frente a las ventanas abiertas, escuchando a través de la radio un cuarteto de Haydn. Giró la cabeza al entrar yo y, viendo su cabeza emerger del sillón, comprendí que Zellaby no estaba equivocado cuando me pidió que regresara.

—Le han brindado una acogida entusiasta —dije, en respuesta a su muda pregunta—. Por lo que he podido juzgar, aparte esa extraña impresión de ver tan sólo dos personajes en copias múltiples, diría que se trataba de un grupo normal de escolares de no importa dónde. Estoy seguro de que no se equivoca cuando dice que tienen confianza en él.

—Es posible —aceptó ella—. Pero yo no tengo confianza en ellos. No creo haber tenido jamás confianza en ellos desde el momento en que obligaron a sus madres a regresar aquí. Conseguí no preocuparme demasiado por ello hasta que mataron a Jim Pawle, pero desde entonces no han cesado de aterrarme. Gracias a Dios envié inmediatamente a Michael lejos de aquí... No podemos prever lo que harán en no importa qué momento. La señora Gordon admite que son nerviosos e inclinados al pánico. Es ridículo por nuestra parte seguir aquí, con nuestras vidas a merced de cualquier antojo que puedan tener en el instante menos pensado...

»¿Imagina usted a alguien tomando en serio el ultimátum del coronel Wescott? Yo no puedo. Eso significa que los Niños se verán obligados a hacer algo para mostrar que deben ser escuchados. Deben convencer a gente importante, testaruda y escéptica, y Dios sabe qué medios van a tener que emplear. Tras lo que ha ocurrido, tengo miedo. Tengo realmente miedo... No les importa lo que nos pueda ocurrir a cualquiera de nosotros.

—No les serviría de mucho hacer su demostración aquí —dije para tranquilizarla—. Deben hacerla en un lugar donde tenga eco. Ir a Londres con Bernard como han amenazado. Si tratan a las altas personalidades como trataron al jefe de policía...

Me detuve, interrumpido por un gran resplandor, como un relámpago, y una ligera sacudida que agitó toda la casa.

—¿Qué significa...? —empecé, pero no pude continuar.

La deflagración que sopló a través de la abierta ventana casi me hizo perder el equilibrio. El ruido llegó hasta nosotros como un terrible ramalazo sonoro, torbellineante y aplastante, hasta tal punto que la casa pareció danzar a nuestro alrededor.

El terrible estruendo fue seguido de un ruido de cosas entrechocando y cayendo, y luego fue el silencio total.

Sin razón consciente, pasando ante Anthea hundida en su sillón, corrí fuera de la casa, hasta el césped del jardín. El cielo estaba lleno de hojas arrancadas de los árboles, que torbellineaban aún. Me giré y miré la casa. Dos enormes panes de hiedra habían sido arrancados de la pared y colgaban en jirones. Todas las ventanas del lado oeste me miraban con sus ojos ciegos y vacíos, sin ningún cristal. Miré de nuevo hacia el otro lado y, a través y por encima de los árboles, percibí una luz blanca y rojiza. Comprendí inmediatamente su significado...

Me giré una vez más, corli hacia el salón, pero Anthea ya no estaba allí. El sillón estaba vacío... La llamé, pero nadie respondió.

La encontré finalmente en el estudio de Zellaby. La habitación estaba sembrada de cristales rotos. Una cortina había sido arrancada de su soporte y colgaba a medias sobre el sofá. Una parte de los recuerdos de la familia de los Zellaby habían caído de la chimenea, y yacían esparcidos por el suelo. Anthea estaba sentada en un sillón, tras el escritorio de Zellaby, inclinada hacia adelante, la cabeza apoyada en sus desnudos brazos. No se movió ni habló cuando entré.

Al abrir la puerta, se produjo una corriente de aire a través de los reventados batientes de las ventanas. Una hoja de papel que se hallaba a su lado sobre el escritorio resbaló hacia el borde y revoloteó hasta el suelo.

La recogí. Era una carta escrita de puño y letra de Zellaby, con su cuidada caligrafía. Desde el momento en que viera aquella luz blanca y roja en dirección a la Granja todo había quedado muy claro, y el recuerdo de aquellas pesadas cajas que había creído contenían su magnetófono y todo el resto de su material tenía ahora un muy distinto significado. No me correspondía leer aquella carta, pero al dejarla sobre el escritorio, junto a una Anthea inmóvil, algunas líneas en medio de la hoja quedaron para siempre grabadas en mi cerebro:

"...no sufras por ello, querida. Hemos vivido durante tanto tiempo en un jardín que lo habíamos olvidado todo de las verdades de supervivencia de la Naturaleza. Fue dicho:
Si fueris Romae, Romani vivito more
. Un profundo y sabio pensamiento. Sin embargo, hay otra expresión más fundamental que esta idea:
Si quieres vivir en la jungla, has de vivir como vive la misma jungla
..."

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