Los cuclillos de Midwich (18 page)

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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los cuclillos de Midwich
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»Los resultados han superado las esperanzas. Ya mientras tú aún estabas allá podíamos darnos cuenta de que más tarde iban a darnos materia para analizar. Su sentido de la comunidad es distinto. Sus estructuras íntimas no son ni pueden ser comparadas a las nuestras. Los lazos que les unen entre ellos son mucho más importantes que los sentimientos que les ligan a sus familias, que se ocupan de ellos. Por otro lado, algunas familias los ven con desconfianza. No pueden formar parte de la comunidad. Son demasiado distintos; no son precisamente el tipo de compañeros que necesitan los verdaderos hijos de estas mismas familias, y las dificultades iban aumentando. Alguien tuvo la idea de prepararles dormitorios en la Granja. Sin obligarles, ni siquiera persuadirles, se les dijo que podían ir allí por propia voluntad si querían. Una buena docena aceptó al primer momento; los demás, poco a poco, les siguieron. Era como si se dieran cuenta de que no podían tener muchas cosas en común con el resto del pueblo e, instintivamente, se dirigieran hacia un grupo de su especie.

—Una curiosa solución. ¿Y cuál fue la reacción del pueblo?

—Un cierto número de ellos lo desaprobaron, evidentemente, pero en el fondo este sentimiento partía más bien de las conversaciones que de una profunda convicción. Un buen número de ellos se sentían aliviados, sin confesarlo, por supuesto, de haberse desembarazado de una responsabilidad que los asustaba un poco. Algunos sentían mucho afecto por ellos, lo siguen sintiendo, y se siente afligidos por lo ocurrido. Pero en general el pueblo se lo ha tomado muy bien. Nadie ha intentado verdaderamente impedirles ir a la Granja. Por otro lado, no hubiera servido de nada. En las familias donde las madres sentían afecto por ellos los Niños siguen en buenas relaciones son ellas, y continúan frecuentando las casas a menudo. Otros Niños han roto totalmente sus lazos.

—Nunca he oído nada semejante —dije.

Bernard sonrió.

—Bueno si retrocedes un poco recordarás que el asunto tuvo ya desde el principio un inicio de lo más curioso —me recordó.

—¿Qué hacen en la Granja? —pregunté.

—En primer lugar, como su nombre indica, es una escuela. Hay un personal docente, y un personal que se ocupa del bienestar de los Niños. Hay también expertos en psicología social. De tanto en tanto vienen eminentes profesores a realizar una visita, y dan un curso sobre temas diversos. Al principio iban todos juntos a clase, pero luego se dieron cuenta de que era inútil. Así que ahora los cursos son frecuentados por un solo niño y una sola niña a la vez, y todos los demás saben lo que esos dos han aprendido. Tampoco se ha revelado más útil el que las lecciones sean dadas la una tras la otra. Así que se enseña simultáneamente a las seis parejas sobre diferentes temas, y ellos se las arreglan para que el resultado sea el mismo.

—Pero, gran Dios, deben absorber los conocimientos como el papel secante absorbe la tinta.

—En efecto. Puedo decirte que algunos profesores se muestran muy asustados.

—¿Y todavía seguís trabajando para mantener en secreto su existencia?

—Sí en lo que respecta al gran público. Pero siempre ha habido un acuerdo tácito con la prensa y, por otro lado, ellos mismos han reconocido que ahora la historia no tendría la misma resonancia que si hubiera sido publicada a su inicio. En cuanto al vecindario, nos ha dado un poco más de trabajo. La reputación local de Midwich nunca ha sido muy buena, y con un poco de ayuda hemos conseguido acrecentar un poco más esa desconfianza. La gente de los alrededores considera ahora a Midwich como un asilo de alienados, pero sin barrotes. Todo el mundo, se dice, fue golpeado por el Día Negro. En particular los Niños, de los que se dice que les ha quedado Algo, y que son tan retrasados que el gobierno, en un gesto de humanidad, ha juzgado indispensable gratificarlos con una escuela especial. Sí, hemos conseguido que la región sea considerada como una auténtica tara. Se tolera a una abuela que chochea. De tanto en tanto se habla de ello, pero normalmente se la acepta como un mal secreto que hay que ocultar. Incluso las protestas que se elevan de tanto en tanto de las gentes de Midwich no son tomadas en consideración, pues al fin y al cabo todos ellos fueron alcanzados por el Día Negro y, en consecuencia, todos ellos están un poco chiflados.

—Me parece —dije— que todo esto no ha sido obtenido más que al precio de multitud de maniobras sutilmente estudiadas. Pero lo que nunca he podido comprender es la razón por la que entonces he podido y sigues estándolo ahora, tan interesado en no divulgar nada. Que se tomaran medidas al día siguiente del Día Negro es algo completamente normal, el misterio de aquel aterrizaje clandestino afectaba a la Defensa Nacional. ¿Pero y ahora? Todo este trabajo que os estáis tomando para apartar a los Niños de la curiosidad pública, esas complicadas disposiciones que tomáis con la Granja... Una escuela así debe resultar endiabladamente cara de mantener.

—¿No crees que el Departamento de Seguridad pueda aceptar por propia iniciativa sus responsabilidades? —sugirió.

—Por favor, Bernard, no digas tonterías —respondí.

No pareció tomarlo como una ofensa; aunque siguió hablando de los Niños y de la situación en Midwich, persistió en no responder a la pregunta que le había formulado.

Almorzamos muy pronto en Trayne, y llegamos a Midwich cuando eran casi las dos. El lugar me pareció no haber cambiado en absoluto. Hubiera dicho que me había ausentado hacía tan solo una semana y no hacía ocho años. Había ya gente en el Parque, ante la sala de fiestas donde se celebraba la encuesta.

—Me parece —dijo Bernard, estacionando el coche— que será mejor que dejes tus visitas para más tarde. Veo que prácticamente todo el pueblo se encuentra ya aquí.

—¿Será largo? —pregunté.

—Una simple formalidad, espero. Media hora más o menos.

—¿Tienes que presentar tu testimonio? —pregunté, sorprendido de que hubiera venido desde Londres por una simple formalidad.

—No, vengo tan sólo a ver como se desarrollan las cosas.

Seguí su consejo de dejar mis visitas para más tarde y fui con él al interior de la sala. Mientras esta se llenaba y yo miraba las cabezas conocidas apresurarse para tomar los mejores sitios, me di cuenta de que todos los habitantes de Midwich que podían valerse se habían dado cita allí. No comprendía el porqué, pero no parecía que aquella fuese una buena explicación para aquella atmósfera tensa que reinaba en la concurrencia. No podía creer que las cosas fueran a desarrollarse de un modo tan formal como Bernard había dicho. Tenía el presentimiento de que algo iba a estallar en la sala.

Pero me equivocaba. No asistimos efectivamente más que a unas formalidades, y todo se desarrolló muy aprisa. En menos de media hora todo hubo terminado. Observé que Zellaby se escabullía hacia la salida antes del final. Nos lo encontramos en la escalinata de la entrada, acechando nuestra salida. Me saludó como si hiciera tan solo dos días que no nos habíamos visto, y luego preguntó:

—¿Qué estás haciendo en esta galera? Te creía en las Indias.

—En el Canadá —precisé—. Ha sido una casualidad... —y le expliqué cómo había encontrado a Bernard.

Zellaby se giró hacia él.

—¿Contento? —preguntó.

Bernard se alzó de hombros.

—¿Por qué no? —respondió.

En aquel momento, un chico y una chica pasaron por nuestro lado y tomaron la carretera en medio de la multitud que se dispersaba. Solo tuve tiempo de echarles una rápida ojeada a sus rostros, pero me quedé alucinado.

—¿Quieres decir que estos...? —comencé.

—Por supuesto —dijo Zellaby—. ¿Acaso no has visto sus ojos?

—¡Pero es horrible! Si sólo tienen nueve años!

—Según el calendario —hizo notar Zellaby.

Mantuve mis ojos fijos en ellos.

—¡Es increíble!

—Supongo que recordarás que lo increíble se realiza más a menudo en Midwich que en ninguna otra parte —observó Zellaby—. Ahora aceptamos fácilmente lo improbable. En cuanto a lo increíble, hemos aprendido a acomodarnos a ello. ¿No te ha advertido el coronel?

—Bueno, sí —admití—. Pero esos dos chicos... tienen aspecto de tener dieciséis o diecisiete años bien cumplidos.

—Físicamente sí.

Yo los seguía aún con la mirada, negándome a creer en mis ojos.

—Ahora, si no tienes prisa, me gustaría que vinieras a casa a tomar una taza de té —propuso Zellaby.

Bernard, después de mirarme con el rabillo del ojo, se ofreció a llevarnos en coche.

—De acuerdo —dijo Zebally—. Pero preste atención después de lo que ha oído.

—Nunca he sido un conductor imprudente —dijo Bernard.

—El joven Pawle tampoco —respondió Zebally—. Era un experto conductor.

Cuando tomamos el camino que conducía hasta él, pudimos ver Kyle Manor tranquilo y bañado por el sol. Dije:

—La primera vez que vi esta casa tenía el mismo aspecto que hoy. Recuerdo que me dije, mientras me acercaba, que de un momento a otro iba a empezar a ronronear. Esta imagen no me ha abandonado nunca.

Zellaby agitó la cabeza.

—Cuando la vi por primera vez, me pareció ideal para terminar en ella mis días en paz, pero ahora creo que esta paz es muy relativa.

Dejé sus palabras sin respuesta. Pasamos ante la casa y dejamos el coche ante las caballerizas. Zellaby nos condujo al porche y nos indicó los sillones de mimbre almohadillados.

—Anthea no está en casa, pero ha prometido estar de vuelta para el té —dijo.

Se sentó confortablemente y miró prolongadamente el césped. Los nueve años que habían pasado desde el Día Negro no habían dejado mucha huella en él. Sus finos cabellos plateados eran tan densos y tan luminosos a la luz de agosto como antes. Quizá tuviera algunas arrugas más en torno a los ojos, el rostro fuera algo más delgado, los rasgos un poco más acusados, y si su figura había engordado de dos a tres kilos.

Al cabo de un momento se giró hacia Bernard:

—¿Se siente usted satisfecho? ¿Cree que esto va a terminar aquí?

—Lo espero al menos. No se podía hacer nada. La actitud más juiciosa era aceptar el veredicto, y esto es lo que han hecho —respondió Bernard.

—Hum —dijo Zellaby. Se giró hacia mí—. Y tu, como observador imparcial, ¿qué impresión has sacado de la pequeña charada de esta tarde?

—No comprendo... ¡Ah, quieres decir la encuesta! Me ha parecido que pesaba una atmósfera curiosa sobre los asistentes, pero el desarrollo de la sesión me ha parecido perfectamente normal. El joven conducía distraídamente. Atropelló a un peatón. Luego, bastante incompetentemente, sintió miedo e intentó huir. Aceleró demasiado al tomar la curva al lado de la iglesia, y se estrelló contra una pared, ¿Quieres decir acaso que "accidente mortal" no es el término adecuado? Se le podría llamar desgracia, pero viene a ser lo mismo.

—Fue realmente una desgracia —dijo Zellaby—. Pero no es en absoluto lo mismo. De hecho, la desgracia se halla situada poco antes del accidente. Déjame decirte cómo pasó todo. Por otro lado, aún no he podido hacerle al coronel más que un breve resumen...

Zellaby volvía a su casa por la carretera de Oppley tras su paseo de la tarde. Al acercarse al cruce de la carretera de Hickham, vio aparecer a cuatro Niños que iban en dirección al pueblo.

Eran tres chicos y una chica. Zellaby los observó con un interés que nunca había disminuido. Los chicos eran tan parecidos que no hubiera podido distinguirlos aunque hubiera querido, y por otro lado tampoco lo intentaba. Desde hacía tiempo consideraba inútil este esfuerzo. La mayor parte de las gentes del pueblo, a excepción de algunas mujeres, que al parecer se equivocaban raras veces, compartían su incapacidad de distinguirlos y, por otro lado, los Niños se habían habituado a ello.

Como siempre, se maravilló ante su desconcertante facilidad de aprender tantas cosas en tan poco tiempo. Tan solo esta cualidad los situaba ya en una categoría aparte. No se trataba tan solo de una madurez precoz, sino de un desarrollo que se producía a un ritmo dos veces más rápido que lo normal. Tal vez fueran de una estructura más delicada que los niños normales aparentemente de la misma edad y de la misma estatura, pero esta fragilidad era una característica de su especie, y no tenía nada del crecimiento anárquico o monstruoso.

Así, como siempre, sintió el deseo de conocerlos mejor, de saber más sobre ellos, pero no hizo ningún avance. Lo había intentado pacientemente y con perseverancia desde que eran muy pequeños. Ellos lo aceptaban exactamente igual que los demás, y él los comprendía quizá igual, si no más, que sus profesores de la Granja. Superficialmente, eran muy amigables con él, y lo eran con poca gente. Charlaban y se divertían a gusto en su compañía, le escuchaban y le dejaban enseñarles un montón de cosas. Pero todo esto no se producía más que a un nivel muy superficial, y sentía la impresión de que siempre sería así. Cada vez se había estrellado contra una especie de barrera desde el momento en que intentaba conocerlos algo más profundamente. Lo que veía y oía no era más que su adaptación a las circunstancias, mientras que su verdadera personalidad, su verdadera naturaleza, permanecían ocultas tras esa barrera. Las relaciones que mantenían con ellos eran vagas e impersonales, les faltaba la dimensión de una simpatía o de un verdadero sentimiento. Su vida real parecía desarrollarse en un mundo que les era propio, tan separado de los demás como el de las tribus del Amazonas, con sus leyes y sus costumbres particulares. Se interesaban por todo, adquirían nuevos conocimientos, pero uno sentía que no hacían más que amasar esos conocimientos tal como un ilusionista adquiere una habilidad que, por sorprendente que pueda parecer, no tiene la menor influencia en su personalidad. Zellaby se preguntaba si, estudiándolos desde más cerca, podría llegar a penetrar en alguno. Sin embargo, incluso con los que había tratado más asiduamente siempre se había visto detenido por la misma barrera.

Mientras miraba a los Niños que andaban ante él charlando entre sí, pensó en Ferrelyn. Ya no venía a la casa tan a menudo como él hubiera deseado, la vista de los Niños la seguía turbando, y era por eso también que él no hacía ningún esfuerzo por animarla a venir. Se contentaba sabiéndola feliz en su casa con sus dos hijos propios.

Era curioso pensar que, aunque el Niño del Día Negro de Ferrelyn hubiera sobrevivido, probablemente no se hubiera visto capaz de distinguirlo de aquellos que lo precedían por la carretera, al igual que él no podía hacer una distinción entre ellos ahora. Era algo incluso humillante, ya que aquello lo colocaba en la misma situación que la señorita Ogle, excepto que esta última solventaba la dificultad dirigiéndose a cada uno de los chicos que encontraba como si fuera su propio hijo... y, cosa extraña, ninguno se preocupaba de negarlo.

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