Las dos chicas se miraron.
—Yo prefiero que la continuemos en mi casa —contestó Sandra invitadoramente.
A Claudio se le iluminaron los ojos.
—Yo también quiero irme a casa —dijo Eloïse—. He trabajado toda la tarde y estoy muy cansada.
—Te acompañaré —le dijo Ken.
Claudio insistió en pagar la enorme cuenta, para festejar su nombramiento y para impresionar a Sandra. Decididamente, pensó Ken, su idea de que Claudio podía llegar a ser el asesino era totalmente absurda. Los cuatro salieron a la calle.
La Guzzi estaba aparcada frente al restaurante. Claudio la puso en marcha e invitó a Sandra a subir. Esta subió a la moto, pero en vez de montarse a horcajadas, lo hizo al estilo amazona, con las dos piernas cruzadas colgando del mismo lado. Con ello, la falda del brevísimo vestido subió todavía un poco más, mostrando parte de una de las nalgas.
—No se lo cuentes a mi abuela —dijo Claudio, guiñando un ojo a Ken, mientras arrancaba la moto.
Viéndoles alejarse, con el italiano conduciendo aquella potente máquina y con Sandra a su grupa, despechugada, exhibiendo pierna, muslo y nalga, Ken no pudo dejar de evocar el cuadro de Valerio Castello
El rapto de las sabinas,
cuya reproducción tenía su padre en el despacho. Sandra parecía una sabina recién raptada... aunque mucho más feliz.
Ken y Eloïse se quedaron de pie en la acera hasta que la moto se perdió de vista.
—Tengo el coche aquí cerca —dijo él.
Comenzaron a pasear lentamente hasta el Volkswagen. Eloïse se cogió de su brazo. Desde su confesión apenas habían intercambiado palabras, aunque durante el baile se habían dicho muchas cosas con las miradas, los roces y las caricias. Ken abrió cortésmente la puerta a Eloïse y se introdujo en el coche, partiendo hacia el apartamento de ésta, en la avenida New Hampshire.
Al llegar, Ken preguntó:
—¿Estás mejor?
—Mucho mejor. Me siento liberada.
—¿Liberada?
—Sí, liberada. Te he dicho lo que siento por ti. Ahora ya lo sabes. Es como si me hubiese quitado un gran peso de encima.
Ken guardó silencio.
—¿Quieres subir? —le invitó Eloïse.
—¿Y enfurecer de nuevo a tu hermano?
—No está. Está de guardia en el hospital Saint Elizabeth's.
Ken conocía el hospital. Era un enorme centro psiquiátrico al otro lado del río Anacostia.
—¿Pero no es residente de la Universidad George Washington?
—Sí, pero ahora está haciendo una rotación por Saint Elizabeth's. Aquí, en la universidad, no tienen muchos enfermos psiquiátricos crónicos y en cambio allí les sobran.
Conjurado el peligro del hermano, Ken sopesó la conveniencia de subir con Eloïse o despedirse. No deseaba involucrarse con ninguna mujer, pero consideró que todavía quedaban demasiados interrogantes en el aire.
—Subiré a tomar la última copa —dijo.
El apartamento de Eloïse y su hermano era amplio. Constaba de un salón, con una pequeña cocina al fondo, dos habitaciones y un baño. Estaba modestamente amueblado pero con gusto. El salón tenía un sofá, un sillón, un aparato de televisión y un equipo de música. En una de sus paredes se apoyaba un gran armario con puertas de madera.
—¿Qué quieres beber? —preguntó Eloïse.
—Tomaré una cerveza.
Mientras ella se dirigía a la cocina, Ken se paseó por la habitación. Se acercó al armario y observó que estaba cerrado con llave.
—¿Qué hay en este armario?
—Cosas de mi hermano —contestó Eloïse despreocupadamente.
Terminó de servir las bebidas y las trajo al salón, no sin antes poner la radio. Ambos se sentaron en el sofá. Ken decidió iniciar la conversación.
—Eloïse, respecto a lo me has dicho esta noche, quiero que sepas que tú también me gustas, pero en estos momentos no creo que sea bueno para mí y para mi carrera que comience un romance.
—Ken, yo sólo te he expresado mis sentimientos. Quería que lo supieras. No te pido nada. De hecho, tampoco a mí me conviene involucrarme sentimentalmente con nadie.
—¿Por qué?
—Cuando te conocí acababa de romper con una persona que me hizo mucho daño. Bueno, en realidad no rompí yo sino que me dejó tirada como un guiñapo.
—¿Quién era?
—No tengo ganas de contarte esta historia. Ya la estaba olvidando y no quiero estropear la noche recordando todo el dolor que sentí.
Ken la miró fijamente. En aquel momento sintió una inmensa lástima por aquella criatura que se había enamorado de él tras sufrir un desengaño sentimental. La atrajo hacia sí y la besó suavemente en los labios.
—¿Por qué has hecho eso? —inquirió sorprendida Eloïse.
—Porque me apetecía. Ha sido un impulso irracional, reflejo. Lo siento.
Eloïse se le acercó más.
—No lo sientas. Si supieras la de noches que me he dormido pensando en este momento.
Tras esta confesión se abalanzó sobre Ken y le besó en la boca con fuerza. Éste respondió, prolongando el contacto. Espoleadas por la pasión, las lenguas se entrelazaron mientras las manos, que comenzaron acariciando caras y cuellos, se dirigieron a otras zonas más erógenas. Las de Ken, a los pechos de Eloïse, mientras las de ella buscaban la entrepierna de Ken. La erección no se hizo esperar.
En la radio, Janis Joplin cantaba I
need a man to love
con su voz rasposa.
—¿Te gusta Janis Joplin? —preguntó Eloïse, interrumpiendo su recorrido por la entrepierna de Ken.
—Me encanta. ¿Sabes lo que dijo en un concierto, recientemente?
—¿Qué dijo?
—«Mi música no tiene que hacer que os desmadréis; tiene que haceros follar».
—Pues venga, no la decepcionemos —dijo Eloïse, tomando a Ken de la mano y llevándole al dormitorio.
Ken estaba atónito. Esto no era lo que tácitamente habían acordado, pero su erección cobró fuerza viendo cómo Eloïse se desvestía. Bajo su blusa y su falda llevaba un sostén y unas bragas de color blanco muy poco sexis. Pero cuando se despojó de ellos, la desnudez de Eloïse le sorprendió. Aunque baja de estatura, sus muslos y sus piernas estaban muy bien proporcionados. Sus caderas eran anchas, en parte magnificadas por la estrechez de su cintura. Sus pechos, grandes y erguidos, se remataban con unos pezones rosados. Ken se acercó a ella y la besó. El pelo moreno y los ojos claros le conferían una belleza especial. Estaba preciosa, pensó. Se desnudó y se tendieron en la cama, continuando las caricias que habían iniciado en el sofá. Era evidente que estaban abocados a una conquista carnal. Al pensar en eso, a Ken le vinieron a la mente Claudio y Sandra.
—Seguro que ya deben de ir por el tercer polvo —murmuró.
—¿Qué dices? —preguntó Eloïse.
—Nada. Pensaba en Claudio y Sandra.
—¿Y yo, qué?
—Ahora mismo te voy a hacer volar muy alto —le dijo mientras la penetraba.
—¡Si supieses las veces que también he soñado con este momento! —exclamó Eloïse exhalando de gusto.
Ken sintió la estrechez del órgano que le acogía. Se notaba que Eloïse no había procreado nunca. El roce continuo le estimuló todavía más. Se movía rítmicamente, con cuidado, notando los efectos que producía en su pareja. Tras unos minutos de cópula, Eloïse le rodeó las caderas con sus piernas y le empujó hacia el fondo de su vagina. Sus pezones se pusieron duros y erectos. Ken los lamió, lo que inmediatamente provocó un orgasmo en Eloïse. El de Ken no se hizo esperar.
Se separaron y ambos se tendieron en la cama, boca arriba. Ken comenzó a recapitular los disparates que había cometido aquella noche. En primer lugar, había bebido demasiado. Un Martini de vodka y tres vasos de Chianti amén de un pequeño sorbo de la cerveza que le había servido Eloïse. Es posible que todo ello hubiese podido influir en su comportamiento posterior. En segundo lugar, contraviniendo todo lo que había hablado, incluso pactado, con Eloïse, se habían acostado juntos. Y en tercer lugar, lo habían hecho totalmente desprotegidos. Por lo menos, él no se había puesto un condón. Cuando salió de su casa, poco se podía imaginar que la noche terminaría así. Por otra parte, no confiaba en que Eloïse, una canadiense católica, estuviese tomando esa nueva píldora que había aparecido para prevenir el embarazo. La placidez poscoital le invadió, durmiéndose a los pocos minutos.
Cuando se despertó, se volvió hacia Eloïse, pero encontró la cama vacía. Se levantó de un salto y comenzó a rebobinar en su cerebro lo ocurrido la noche anterior. Inmediatamente, recordó las palabras de Eloïse: «Mi hermano no está. Está de guardia en el hospital Saint Elizabeth's». Era sábado por la mañana y lo más seguro es que estuviese a punto de salir de la guardia. Se puso los pantalones y salió de la habitación. Eloïse estaba en la cocina. Llevaba un cortísimo
negligé
semitransparente.
—Buenos días. ¿Has dormido bien? —le saludó sonriente.
—Eloïse. Tu hermano. Debe de estar al llegar.
—No te preocupes. No sale hasta las doce del mediodía. Mira lo que te he preparado.
Sostenía ufana una bandeja con pastas humeantes.
—¿Qué son?
—Cruasanes. Son un típico desayuno francés.
Ken había oído hablar de ellos. Incluso en Saigon había visto algunas tiendas que los vendían, no en vano Vietnam había formado parte de la Indochina francesa hasta 1954.
—¿Cómo los has hecho?
—No soy pastelera. Venden la masa congelada, la arrollas, le das forma de media luna y la pones en el horno.
Ken probó uno.
—Está delicioso —dijo.
Eloïse le sirvió una taza de café.
—Después de una noche de amor, no hay nada como desayunar con cruasanes —comentó.
Ken decidió abordar el tema que le preocupaba.
—Anoche hicimos el amor y yo no usé un condón. ¿Te imaginas que te quedases embarazada?
—No te preocupes, yo estaba protegida.
—¿Cómo?
—Llevaba un diafragma.
—Pero ¿cuándo te lo pusiste? No nos separamos ni un momento desde que llegamos.
Eloïse bajó los ojos.
—Me lo puse en el hospital, antes de salir hacia el restaurante.
Ken se sintió víctima de una encerrona.
—¿Me estás diciendo que antes de empezar la noche ya pensabas en que acabaríamos en la cama?
—No te enfades. He salido con chicos lo suficiente para saber que no es posible adivinar cómo acabará la noche.
Pero, además, existía otro motivo. Para mí, era como llevar un talismán que haría que mi fantasía se hiciese realidad. Lo había deseado tantas veces que, inconscientemente, sabía que debía estar preparada. —Ken calló. Eloïse se le acercó—. ¿Y sabes otra cosa? Esta mañana me he lavado... y me lo he vuelto a poner.
Ken la rodeó con sus brazos. Sus manos se deslizaron hasta el borde inferior del camisón, que apenas cubría las nalgas de Eloïse. Ken las acarició y pudo notar a través de la casi transparente tela cómo sus pezones volvían a endurecerse. Con un rápido movimiento le quitó el camisón y él se despojó de los pantalones, quedándose ambos de pie, desnudos, en la cocina. Lentamente se dirigieron al dormitorio y se acostaron en la cama. Eloïse se puso a horcajadas sobre Ken, guiando su erecto miembro hacia su interior. De nuevo, la estrechez del paso volvió a estimular a Ken. Eloïse se movía imponiendo el ritmo que le causaba más placer. Ken levantó la cabeza y Eloïse bajó la suya hasta que sus lenguas volvieron a encontrarse. Con sus manos libres, Ken le acarició los pechos y basculó la pelvis hasta que el acoplamiento fue total. Entonces, Eloïse volvió a imponer su ritmo. Era un coito silente y reposado, totalmente opuesto al coito volcánico con Gladys. Ken miró a Eloïse, que había cerrado los ojos y sonreía sin dejar de moverse. Aquella mujer le gustaba cada vez más. Le acarició los pezones y Eloïse se estremeció de gusto. Indudablemente, había dado con una de sus zonas más erógenas. Siguió con sus caricias hasta que Eloïse alcanzó el clímax. Satisfecha, se dejó caer encima de Ken, quien no tardó en estallar en su interior.
La inminencia de peligro los despertó a ambos.
—Mierda. Son las doce menos cuarto. Tu hermano no tardará en llegar.
Se levantó y tras una rápida ducha se vistió. Eloïse continuaba en la cama, mirándole.
—Date prisa. A las doce, tu Volkswagen se convertirá en calabaza —bromeó.
—Mientras no sea mi cabeza la que se convierta en puré de calabaza —dijo Ken.
—Tranquilo. Esta vez, pienso mantener a mi hermano a raya.
—¿Qué quieres decir con «esta vez»?
—Que no dejaré que se interponga entre nosotros.
—No hagas planes de futuro, ¿quieres?
—No los haré, pero esto no cambia ni mis deseos ni mis sentimientos.
—Nos veremos el lunes en el hospital —se despidióKen.
—Allí estaré —respondió Eloïse, besándole en la boca mientras, desnuda, le acompañaba hacia la puerta.
Desde principios de junio, Claudio estaba haciendo una rotación por la Unidad Coronaria, la última en sus doce meses de internado. Una rotación muy distinta a la de Urgencias, sin ninguna actividad quirúrgica pero que el departamento de Docencia del hospital decretó obligatoria para todo interno. Al fin y al cabo, los infartos eran la causa más frecuente de muerte y se consideraba que todo médico debía tener unas nociones sobre electrocardiografía y saber detectar arritmias y otras complicaciones del infarto.
Aquella noche estaba de guardia y ya le habían llamado dos veces por el paciente del box 4, un tipo gordo que había sufrido un infarto mientras hacía el amor con su querida. La situación resultó comprometida cuando ésta le llevó al hospital y al poco rato apareció su esposa, que había sido avisada por la recepción del hospital. Claudio presenció la pelea entre ambas, pero lo peor fue que el hombre tuvo dos episodios de fibrilación ventricular que le habían obligado a aplicarle descargas eléctricas en el pecho. Cuando informó a la familia de que había sufrido dos paros cardiacos y que el pronóstico era grave, la esposa chilló:
—Si se muere, voy a denunciar a esta furcia por asesinato.
A las tres de la madrugada, a punto de conciliar el sueño, sonó de nuevo el teléfono.
—¿Doctor Simone?
—Sí. ¿Qué pasa ahora?
—Han disparado contra Kennedy.
Claudio dio un salto en la cama.
—Sí, hace varios años...
—No, doctor Simone. Ahora ha sido a Bob Kennedy.
Siguió un silencio.