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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (21 page)

BOOK: Los cuadros del anatomista
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—Está bien, sube —concedió.

Cuando entró en el quirófano, el anestesista estaba intubando al paciente.

—Está chocado —le dijo en tono acusatorio—. Le he pedido cuatro bolsas de sangre.

—¿Qué quieres que te diga? Así es como me lo encontré. Pero me parece que ahora no sangra.

La instrumentista estaba preparando la mesa con el instrumental necesario para la intervención.

—¿Qué incisión va a hacer, doctor Philbin? ¿Le preparo el separador esternal?

—No. Voy a ampliar la herida y explorarla.

El anestesista y la enfermera se miraron entre sí.

Claudio y Ken se lavaron manos y brazos y entraron en el quirófano dando una patada a la puerta batiente. La instrumentista les vistió con unas batas estériles y les enfundó los guantes. Claudio pintó el tórax con una solución desinfectante y preparó el campo estéril con diversas piezas de ropa de color verde.

—¿Puedo empezar? —preguntó Ken al anestesista.

—Adelante. Le he pasado dos botellas de suero rápidas y la presión le ha subido. En cuanto me llegue la sangre comenzaré a pasársela.

Ken exploró la herida. Tenía unos cinco centímetros de longitud y estaba situada por debajo de la clavícula derecha. Era la única herida que presentaba el tórax. Amplió la herida por ambos extremos hasta hacerla de diez centímetros. El músculo pectoral mayor, con sangre coagulada entre sus fibras, apareció en el campo operatorio. Ken lo desinsertó de la clavícula, dando paso a una nueva capa anatómica. El músculo pectoral menor y su inserción en la escápula se hicieron visibles en el campo. También allí se observaban restos de sangre.

—Me parece que el problemi está aquí, en esta zona. Dudo que el arma haya penetrado el tórax y haya lesionado uno de los grandes vasos —comentó Ken.

—¿Crees que tienes una buena exposición del campo? ¿Puedes ver todo lo que quieres? le preguntó Claudio.

—Claudio, si hay una zona anatómica que conozco es ésta. ¿No te acuerdas del dibujo de mi artículo sobre la canulación de la vena subclavia? Estamos justamente allí.

Ken tuvo una visión fugaz de la ilustración de Leonardo da Vinci que había tenido ocasión de ver en la Biblioteca Nacional de Medicina, precisamente de aquella misma zona. Se sentía cómodo operando en aquel territorio. Continuó la disección hasta buscar la vena subclavia. No se extrañó de verla envuelta por coágulos.

—Mira, Claudio. Estos coágulos le han salvado la vida. Como las venas tienen muy poca presión, el sangrado es lento y da tiempo a la sangre a coagularse y que se tapone la hemorragia. Seguramente el cuchillo la puncionó.

—¿Y qué vas a hacer?

—No se puede dejar así. Hay que quitar los coágulos.

—Pero puede empezar a sangrar de nuevo —dijo Claudio asustado.

—Cierto. Pero mejor aquí y ahora que no esta noche en su habitación. Los coágulos acaban por disolverse, ya lo sabes.

Con gran pericia, Ken fue retirando los coágulos alrededor de la vena hasta que ésta pudo verse. Estaba tumefacta, hinchada por la extravasación de sangre a través de sus fibras. Ken retiró el último coágulo y la vena comenzó a sangrar.

—Pinza hemostática —ordenó Claudio a la instrumentista.

—Olvídate de la pinza hemostática —dijo Ken—. Sólo serviría para desgarrar más la vena. ¿Sabes cuál es la mejor pinza hemostática que tiene un cirujano?

—No.

—Su dedo índice —dijo Ken mientras comprimía el punto sangrante con el dedo. La hemorragia cesó.

—Derne un punto de seda de tres ceros —pidió a la instrumentista.

Esta se lo dio. Con gran habilidad, Ken pasó la aguja curva a través de los dos bordes del orificio de la vena y anudó la sutura. La vena dejó de sangrar.

—Buen punto —elogió el anestesista que seguía la intervención con cierta preocupación desde la cabecera de la mesa.

—Ahora, Claudio, vamos a examinar la arteria subclavia. Está tan cerca de la vena que también podría estar lesionada. ¿Sabrías encontrarla?

—Sí. Está detrás de la vena, separada por el músculo escaleno anterior, que se inserta en la primera costilla.

—Muy bien, Claudio.

Ken estaba impresionado por los conocimientos anatómicos del italiano. No había duda de que había estudiado en una buena facultad.

—Pero está muy profunda para abordarla desde aquí. Deberías abrir la incisión todavía más y extenderla hacia arriba para controlarla desde arriba.

—No, Claudio, vamos bien.

Sin embargo Ken reconoció que Claudio tenía razón. Se estaba metiendo en un pozo cada vez más profundo y, si la arteria se ponía a sangrar, no la podría controlar. Avanzaba lentamente por los planos anatómicos, cortando milímetro a milímetro. La vena que acababa de suturar se le ponía por delante y le impedía una buena visión.

—Coge un retractor y sepárame la vena hacia arriba —indicó a Claudio.

Este introdujo el instrumento en el campo operatorio y movilizó la vena. En aquel momento, un chorro de sangre roja y brillante salió del fondo de la herida, empapando la cara y las mascarillas de los dos cirujanos.

—¡Mierda! —exclamó Ken, introduciendo su dedo índice en la herida.

—¿Qué pasa? —preguntó el anestesista.

—La arteria subclavia. Está sangrando. El hematoma alrededor de la vena debía taponar la herida y al moverla se ha puesto a sangrar de nuevo.

—¿Lo podrás arreglar? —preguntó el anestesista.

—Espero que sí. Aunque es muy distinto a lo de la vena. La presión es mucho más alta y por el mismo agujero puede salir diez veces más sangre de una arteria que de una vena.

El anestesista palideció y llamó al banco de sangre para que le preparasen más bolsas.

Ken intentó serenarse. Tenía que contener la hemorragia. Tenía que poner uno o dos puntos en aquella arteria, tal como había hecho en la vena. El problema es que estaba más profunda y, a la que sacase el dedo, la sangre volvería a salir a borbotones. Tuvo que reconocer que se había equivocado. Se había fiado de sus conocimientos y había contravenido uno de los preceptos básicos de la cirugía: tener una buena visión de las estructuras sobre las que se quiere actuar.

Pidió otro punto de seda y le dijo a Claudio:

—Me tienes que separar la vena con una mano y aspirar la sangre con la otra. Voy a sacar el dedo y a poner un punto en la arteria. Y tengo que hacerlo rápido.

Claudio asintió. Ken retiró el dedo y, de nuevo, un chorro de sangre inundó el campo operatorio. El corazón de Ken se aceleró y un sudor frío le empapó la espalda. Conocía esta sensación que era premonitoria de desastre. Intuía que el paciente podía morirse y esto le aterraba.

—Claudio, no veo nada. Apoya el aspirador sobre la arteria de forma que succiones la sangre en el momento que salga por el desgarro. Si no, no voy a poder poner ningún punto.

Claudio hizo lo que Ken le pedía. Este pudo vislumbrar dónde estaba la herida en la arteria. Intentó poner un punto pero no consiguió hacerlo en el sitio adecuado. La hemorragia continuaba, a pesar de los esfuerzos de Ken. Nuevamente apoyó su dedo sobre la arteria e intentó razonar. Miró a Claudio.

—Hay que controlar la arteria desde lejos —dijo éste.

—¿Cómo?

—Pues haciendo otra incisión, rodeando la arteria en una zona que esté sana y pinzándola para que deje de salir sangre por este agujero.

—Yo no puedo sacar el dedo de donde está. ¿Lo puedes hacer tú?

—Lo intentaré —dijo Claudio.

Con mano hábil, hizo una incisión en el lado derecho del cuello y comenzó a disecar los vasos y nervios del mismo.

—Localizaré la arteria carótida y la seguiré para abajo. La subclavia nace justo donde nace la carótida y no me será difícil controlarla allí.

Ken volvió a asombrarse de los conocimientos anatómicos de Claudio, quien proseguía disecando en busca del origen de ambas arterias. Aflojó algo la presión sobre la arteria y vio que el sangrado era mucho menor.

—Claudio, ayúdame aquí otra vez. Está sangrando mucho menos.

—Pero aún no he podido encontrar el nacimiento de la subclavia..

—Déjalo ahora. Si logro poner un punto, no hará falta que lo busques más.

Claudio obedeció con la disposición que tiene un subordinado cuando sabe que su superior se está equivocando.

Ken volvió a intentar poner un punto. Tras varios intentos lo consiguió. El sangrado era mucho menor y el desgarro de la arteria se podía ver perfectamente. Anudó la sutura. Al aplicar tensión en la seda, el sangrado se reprodujo pero mucho mayor. No había forma de contenerlo.

—Debo de haber ensanchado el desgarro al poner el punto —dijo.

Claudio prosiguió con su disección para tratar de controlar el sangrado desde el origen de la arteria. Ken estaba en un grado de excitación que nacía de su impotencia. Todo el campo operatorio se llenó de sangre, que empapó las ropas verdes y comenzó a caer al suelo, manchando los pies de los cirujanos.

El anestesista no daba abasto a trasfundir sangre y sueros.

—Le está bajando la presión. Si no cortas la hemorragia se nos muere —le dijo a Ken.

Cuando creía que las cosas no le podían ir peor, ocurrió algo que le hizo dudar de la misericordia de Dios.

—¿Qué diablos está pasando aquí? —se oyó decir, con su marcado acento, al doctor Ahmad, jefe de residentes.

Ken no podía apartar la vista del campo operatorio, que era todo sangre.

—Se ha desgarrado la arteria subclavia. Está sangrando y no lo puedo controlar.

—¿Te das cuenta de la cantidad de normativas que te has saltado? Has metido a un herido en quirófano sin avisar al jefe de residentes, has abordado la herida con una incisión equivocada y además te has llevado a un interno de Urgencias para que te ayude. Se te va a caer el pelo.

Ken no estaba para broncas.

—En vez de chorrearme, ¿por qué no te lavas y me ayudas a arreglar esto?

—Tú te has metido, tú te sales. Cada palo que aguante su vela. En cuanto acabes, te quiero ver en el despacho del doctor Nichols.

Tras estas palabras, Rasheed abandonó el quirófano.

Para entonces el paciente estaba prácticamente desangrado. Claudio continuaba buscando frenéticamente el origen de la arteria subclavia.

—Se va a morir —dictaminó ominosamente el anestesista.

Estaba en lo cierto. El corazón, falto de sangre para bombear y por ello falto de oxígeno para su propio funcionamiento, se paró.

Ken intentó reanimarle con masaje cardiaco externo pero el anestesista le hizo desistir de ello.

—Mientras continúe con este agujero en la arteria, no se puede recuperar.

En una acción guiada por la desesperación, Ken miró la arteria y vio que, al haberse parado el corazón, ya no sangraba. Intentó cerrar el desgarro con dos puntos, pero al pasar la aguja por la arteria, ésta se desgarraba cada vez más. El boquete era superior ya a los dos centímetros.

Ken concedió la derrota.

—Déjalo, Claudio. Se ha muerto.

—Ya casi tenía el origen de la arteria. Si la hubiese podido pinzar, la hemorragia habría parado. ¿Por qué has puesto estos puntos que han reactivado el sangrado?

—Al tener la arteria apretada, se han formado unos coágulos que han detenido momentáneamente el sangrado. Por esto me he atrevido a poner los puntos. Me he equivocado —dijo, arrancándose la mascarilla empapada de sangre—. Y ahora viene la segunda parte. La bronca en el despacho de Nichols.

Capítulo 31

El doctor Nichols estaba sentado tras su mesa de escritorio. Rasheed Ahmad se encontraba de espaldas mirando por la ventana. Cuando Ken entró, ni siquiera se dio la vuelta.

—Ken, Rasheed me ha contado una serie de cosas y creo que nos debes una explicación —comenzó el doctor Nichols.

En aquel momento Rasheed se dio la vuelta y miró fijamente a Ken.

—De todas las irregularidades administrativas que has cometido ya te hablará el doctor Nichols. Pero yo quiero hablarte de las equivocaciones médicas. Por cierto, ¿has logrado controlar la hemorragia?

Ken negó con la cabeza.

—¿Ha muerto?

Ken asintió.

—Pues te has metido en un buen lío. Si no lo he entendido mal, era un caso judicial.

Ken volvió a asentir.

Rasheed se estaba regodeando con la desgracia de Ken.

—La has cagado. Te has metido en un caso que no debías haber operado. No estás capacitado.

Ken encajó mal el dicterio.

—¿Qué estás diciendo? Tengo mucha más experiencia que tú en tratar estos casos. En Vietnam...

Rasheed le cortó:

—Mientras tú estabas en Vietnam jugando a soldaditos, aquí establecimos una unidad de trauma, con protocolos establecidos para cada caso. —Ken miró al doctor Nichols, quien asintió—. Y uno de ellos establece que cualquier herida penetrante en el tórax, desde el cuello hasta el diafragma, que se encuentre por dentro de los dos pezones debe ser abordada abriendo el esternón. —Ken comprendió entonces la pregunta de la instrumentista sobre el separador esternal—. Y lo que nunca se debe hacer es abordar una arteria sin haberla controlado. Hay que rodearla con cintas por delante y por detrás de la zona sobre la que quieres operar. De esta forma, basta con tirar de las cintas para que deje de sangrar. Es una norma básica en cirugía vascular y tú, obviamente, no la respetaste.

Ken no tenía palabras para disculpar su fallo. Desgraciadamente, Rasheed tenía razón.

—Te voy a crucificar en la próxima reunión de la comisión de mortalidad —dijo éste, señalándole amenazadoramente con el dedo y abandonando el despacho dando un portazo.

—Ken, siéntate —invitó Nichols—. Tenemos que hablar.

—Doctor Nichols, estoy desolado. No sé cómo he podido hacer las cosas tan mal.

—Ken, no es el último paciente que perderás en tu carrera. Los fallos quirúrgicos ya los ha comentado Rasheed. Pero yo tengo que advertirte de la serie de irregularidades que has cometido. Tendrías que haber llamado a Rasheed e informarle de lo que ibas a hacer. El, te guste o no, es tu inmediato superior. También sacaste a un interno de Urgencias para que te ayudara cuando hay un residente de guardia para estos casos.

—Este interno está más capacitado como cirujano que cualquier residente de primer año.

—Lo sé. Y es muy posible que lo admitamos como residente el año que viene.

—¿Se lo han dicho?

—Todavía no. Hay todavía algunos asuntos pendientes con otros candidatos que debemos resolver.

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