—Este Franklin está en todas partes —se dijo a sí mismo.
El Anatomista desconocía la importancia de este personaje en la historia de la ciudad. Y es que si existe una ciudad que esté orgullosa de uno de sus ciudadanos, ésta es Filadelfia. Benjamin Franklin fue el más famoso de los habitantes de Filadelfia en la época colonial. Impresor, escritor, inventor, diplomático y, sobre todo, patriota, Franklin escribió una de las páginas doradas de la historia de los Estados Unidos en su camino hacia su independencia de Gran Bretaña. Fue unos de los firmantes de la Declaración de la Independencia, en 1776, y el ponente de mayor edad de los que elaboraron la Constitución. Bajo su impulso se fundó en Filadelfia la primera biblioteca pública del país, así como el primer cuerpo voluntario de bomberos y el primer hospital. A él se deben el descubrimiento de la naturaleza eléctrica de los rayos, con su famoso experimento con la cometa, y un invento tan práctico como las gafas bifocales. Su influencia fue decisiva para que Filadelfia fuese la capital de la nueva nación entre 1790 y 1800, antes de trasladarse a la recién construida ciudad de Washington. Y para honrar la figura de este hombre tan notable, el Departamento del Tesoro decidió que su retrato apareciese en un billete —el de cien dólares—, distinción reservada a presidentes de la nación.
El Anatomista prosiguió su marcha. Muy cerca de su destino, a la derecha del paseo, estaba el Museo Rodin, que albergaba la mayor colección de esculturas de este artista, fuera de Francia. Tras bordear una fuente con una escultura de George Washington, El Anatomista llegó al museo. Era un edificio monumental, construido con ocasión de la Exposición del Centenario, la primera de las exposiciones universales, celebrada en 1876, para conmemorar los cien años del nacimiento de los Estados Unidos. Estaba construido siguiendo las pautas de un templo griego. Presentaba una columnata anterior y otra posterior, con ocho columnas de estilo corintio. De sus costados nacían unas naves en ángulo que unían este bloque con otros dos, orientados perpendicularmente, también a semejanza de un templo griego, aunque con sólo seis columnas frontales, rematadas esta vez por volutas jónicas. El tímpano de los frontones triangulares estaba vacío a excepción de uno, el del lado norte, que contenía una serie de esculturas policromadas, trece en total, presididas por Zeus, el dios de dioses. La visión era estimulante y novedosa, puesto que en la Grecia antigua ya se había empleado la técnica de pintar las esculturas de colores pero, al usar pigmentos naturales que se degradaban con el tiempo, pocas han llegado hasta nuestros días, mientras que en el museo se habían recubierto las esculturas con cerámica esmaltada, inalterable a la intemperie. Las referencias a la Grecia clásica se repetían en cada una de las esquinas laterales de los frontones, donde podía verse la figura de un grifo, ser mitológico con cabeza y alas de águila y cuerpo de león que, según la tradición, guardaba el ánfora de vino del dios Dionisos, y por extensión se le consideraba guardián de objetos valiosos. ¡Qué símbolo tan hermoso para un museo!
El Anatomista subió la escalinata, atravesó el patio frontal y penetró en el edificio. En el mostrador de información se procuró un plano del museo y consultó las distintas colecciones. Arte europeo de 1500 a 1850. Segundo piso. Aquí encontraría lo que buscaba. A través de una impresionante escalera central de mármol, accedió al segundo piso. Una vez allí, comenzó a deambular por las distintas salas que contenían cuadros de pintores europeos. En la tercera, halló uno que le hizo detenerse. Era de gran tamaño, casi dos metros de alto por tres de ancho, y mostraba a un hombre semidesnudo al que curaban unas mujeres. Era de Luca Giordano y se titulaba
San Sebastián curado por Irene.
Sonrió misteriosamente al leer el título. Prosiguió su camino. Entró en la sala de pintores ingleses. Había tan sólo ocho cuadros. Tenía que estar allí. El primero que vio le reafirmó en la obsesión de Filadelfia por Benjamin Franklin. Se titulaba
Benjamin Franklin atrayendo la electricidad del cielo
y estaba firmado por Benjamin West. Representaba el célebre experimento del polifacético personaje, quien, sentado cómodamente, en actitud de posar, sostenía una cometa en medio de una tormenta. El descubridor estaba rodeado por unos angelitos que daban al conjunto del cuadro un aire francamente cursi. Seguro que estaba allí por ser un homenaje a Franklin, no por su dudoso valor artístico. Continuó buscando. William Blake, John Constable, Turner. Sí. Allí estaba. Joseph Mallord William Turner.
El incendio de las Casas del Parlamento. 16 de octubre de 1834.
Un título largo pero explícito.
—Magnífico —dijo El Anatomista, haciendo chasquear su lengua contra el paladar.
El cuadro, de proporciones considerables, estaba dividido en dos partes bien diferenciadas. A la derecha se representaba el puente de Westminster sobre el río Támesis. A la izquierda, los edificios del Parlamento londinense aparecían envueltos en llamas. En primer término, podían adivinarse las siluetas de los curiosos que se agolpaban en la orilla opuesta para presenciar el terrible espectáculo. Unas cuantas embarcaciones que aparecían por los ojos del puente surcaban las aguas del río. Era un Turner diferente, desconocido, pues el pintor había dejado aquí los colores pálidos de sus neblinosos amaneceres venecianos y había llenado casi un tercio del cuadro con unas increíbles mezclas de amarillos y naranjas que se elevaban por encima de las siluetas de los edificios afectados, reflejándose también en el río. Era un cuadro impresionante, fuego en estado puro, salvaje y pavoroso. El Anatomista no podía apartar sus ojos de la pintura. Incluso se acercó más, creyendo que podría notar el calor que el fuego desprendía. El viaje hasta Filadelfia había valido la pena.
—Perfecto —dijo, y chasqueó de nuevo la lengua.
Abandonó las salas del segundo piso y se dirigió a la tienda del museo. En ella vendían reproducciones, tamaño póster, de los cuadros que se exhibían en las galerías. Las reproducciones estaban en unas carpetas enormes, separadas por unas hojas de papel blanco, y clasificadas por estilos y épocas, como en las salas del museo. Abrió la carpeta de los pintores europeos y comenzó a pasar las hojas hasta encontrar el cuadro de Turner. Anotó el número de referencia y se lo pidió a la dependienta. Ésta se introdujo en una habitación posterior y al poco rato apareció con un rollo envuelto en plástico.
—Su cuadro. Son 5,99 dólares —le dijo mientras metía el rollo en una bolsa con el logotipo del museo.
El Anatomista abandonó el edificio, satisfecho con su compra. Aún quedaba una hora para que saliese el próximo tren hacia Washington, por lo que decidió volver a la estación dando un rodeo. Cruzó el río a la altura del museo por el puente Spring Garden y fue caminando por la margen izquierda hasta llegar a la estación. Fue un paseo muy agradable, que se sumó a la satisfacción que le había proporcionado la visita al museo. Sus planes se estaban cumpliendo.
Con su viejo coche, El Anatomista se dirigió hacia el centro comercial Prince Georges Plaza, en Hyattsville. Ahora le faltaba completar la segunda y definitiva parte de su plan. Había consultado las Páginas Amarillas y sabía que allí encontraría la tienda que necesitaba. Portando el rollo que había comprado en el museo de Filadelfia, entró en una tienda Frame-U-Self, un comercio franquiciado donde se podían enmarcar cuadros al momento. Existía una gran variedad de modelos, materiales y colores entre los que elegir. Las tiras se vendían a pares y no había más que medir la obra a enmarcar y comprar las tiras correspondientes al alto y al ancho, uniendo las esquinas con unos ángulos metálicos que se colocaban por detrás. Era un método rápido y barato. Justo lo que necesitaba. Extendió el póster en un tablero y lo midió. Noventa por sesenta centímetros. Era casi tan grande como la obra original. Al final se decantó por un perfil metálico dorado, que armonizaba con los amarillos del cuadro de Turner. Decidió no poner cristal. Las grandes obras se exhiben sin cristal, razonó. Para dar consistencia al conjunto, pegó el póster a un cartón grueso y lo enmarco con las tiras doradas. El dependiente se sorprendió de que aquel cliente se hubiese puesto unos guantes de goma para enmarcar un simple póster, pero estaba curado de espantos y no le concedió mayor importancia. Tampoco se sorprendió cuando, acabado el enmarcado, le pidió poder colgar el cuadro de un clavo de la pared para ver el resultado final.
El Anatomista enfiló la carretera hacia Landover. Al poco rato llegó a Dodge Park, donde vivía Ken Philbin. A la puerta de las oficinas del complejo, una belleza morena se bronceaba. Llevaba tan sólo unos
shorts
y la parte superior de un bikini, a todas luces insuficiente para el tamaño de los ubérrimos senos que allí se alojaban.
—Traigo un encargo del doctor Philbin.
—No está. Está trabajando en el hospital —respondió Gladys.
—¡Qué raro! Me insistió en que debía traerle el cuadro esta mañana.
—¿Qué cuadro?
—Uno que compró ayer en mi tienda.
—Pues no está. Si quiere, me lo puede dejar a mí y yo se lo daré cuando vuelva.
—Es que me pidió que se lo colgase yo mismo. Él no tiene herramientas.
Gladys se acercó al coche y vio que en el asiento posterior había un cuadro. Ken se lo tendría que haber advertido.
—Pues no va a poder hacerlo. Déjemelo a mí y mi marido se lo colgará.
—Ni hablar. Si no lo puedo colgar, me lo llevo. Y estoy seguro de que el doctor Philbin se va a enfadar mucho. Me insistió en que se lo trajese hoy y que se lo dejase colgado. ¿No tiene usted las llaves de su apartamento?
Gladys titubeó. No quería que Ken se enfadase por su culpa. Tomo una decisión.
—Claro que las tengo. Soy su casera. Le acompañaré, pero me quedaré todo el rato con usted, mientras cuelga el cuadro. Sígame.
Gladys comenzó a caminar por la acera, contoneándose. El Anatomista la seguía despacio, conduciendo el coche a su lado. Se dio cuenta de que si la parte superior del atuendo de Gladys revelaba sus encantos frontales, la brevedad de sus
shorts
mostraba los traseros.
Llegaron al edificio donde vivía Ken. Gladys pasó delante, subiendo la escalera, el surco glúteo asomando por debajo del brevísimo pantaloncito. El Anatomista la seguía, cargado con el cuadro y una caja de herramientas, sin poder apartar los ojos de aquella línea que aparecía y desaparecía a cada escalón que subía Gladys. Esta abrió la puerta y ambos entraron en el apartamento.
—¿Dónde lo va a colgar? —preguntó Gladys.
—Me dijo que lo pusiese en el salón.
Dando un breve repaso a las paredes, se decidió por una zona cercana a la puerta de entrada. Sacó un taladro eléctrico y realizó un orificio en el centro del lienzo de pared. Colocó un taco de plástico y a él atornilló una alcayata. De ella colgó el cuadro. Se alejó para ver el efecto.
—Queda muy bien, ¿no? —dijo.
—No sé. Es un cuadro bastante horripilante —dijo Gladys.
—El doctor lo eligió.
Gladys se encogió de hombros, concediendo que sobre gustos no hay disputas.
—¿Dónde está la cocina? Quiero lavarme las manos.
—Aquí, a la derecha.
El Anatomista entró en la cocina y abrió el grifo, dejando correr el agua. Abrió la puerta del horno y metió en él ocho ampollas de cristal que llevaba en su caja de herramientas. Eran de un tamaño semejante a un cigarro habano, pero más gruesas. Cerró el horno y el grifo y salió de la cocina haciendo ver que se secaba las manos.
—Ya estoy —dijo.
—Pues vámonos ya —respondió Gladys.
Mientras cerraba la puerta y se despedía del desconocido tuvo que admitir que aquel muchacho fornido no estaba nada mal.
Ken llegó a su casa, exhausto. Al pasar frente a la oficina, vio que Gladys le hacía señales para que se detuviese. No estaba para entablar conversación con nadie y menos con aquella mujer que no dejaba de acosarle. Lamentaba haber caído en su trampa hace unos meses, ahora lo estaba pagando. Sin embargo, por cortesía, detuvo el coche.
—Ken, te han traído el cuadro que compraste.
—¿Qué cuadro?
—Uno que compraste ayer.
—Yo no he comprado ningún cuadro.
—Lo ha traído esta mañana un hombre y me dijo que tú le habías pedido que lo colgase.
—¿Y...?
—Pues le he abierto la puerta de tu apartamento y lo ha colgado. Pero he estado con él todo el rato, vigilándole. Ha ido muy deprisa.
—¿Queeé? ¿Le has abierto la puerta de mi apartamento a un desconocido y le has dejado entrar? ¡No deberías haberlo hecho!
Ken se sorprendió de su propia respuesta violenta. ¿Se estaba volviendo paranoico o realmente iban a por él?
Gladys se quedó muda, haciendo un mohín de contrariedad. Ken se suavizó.
—Gladys, perdóname. Estoy muy tenso y muy cansado.
—Creía que te hacía un favor —dijo Gladys, dándose la vuelta y alejándose.
Ken condujo el coche hasta su edificio, preguntándose quién le habría traído un cuadro que él no había comprado, engatusando a Gladys para entrar en su apartamento.
Nada más entrar y mirar a su alrededor, lo vio. Un cuadro grande, colorista, que representaba un incendio. Se notaba que era una reproducción de un cuadro famoso, de buena firma. ¿De dónde había salido? Recordaba haber atendido no hacía mucho al dueño de una galería de arte que le había prometido un obsequio. ¿Sería de él? No recordaba haberle dado su dirección. ¿Por qué se habían valido de mentiras para entrar en el apartamento y colgarlo de la pared? Ken hizo una rápida inspección y no encontró nada a faltar. Además, Gladys había estado presente durante toda la visita del desconocido. Observó el cuadro con detenimiento. Seguro que su padre lo reconocería, pero a él no le era familiar. El tema no era precisamente el que él hubiese elegido para adornar una pared de su casa. Llamaradas enormes envolviendo unos edificios al borde de un río. Su contemplación no producía ni paz ni sosiego. No estaba muy seguro de que lo quisiese dejar allí para siempre. El asunto del cuadro le había hecho olvidar lo cansado y hambriento que estaba. Tenía doce horas para recuperarse, pues al día siguiente volvía a entrar de guardia. Una cena rápida y a la cama. Abrió el congelador y dio un repaso a la magnífica colección de comida congelada que guardaba. Pasta italiana, pizza, comida mexicana, goulash,verduras con salsa, hamburguesas. Todo preparado y a punto de meter en el horno. Se decidió por una pizza, por ser lo más rápido en calentarse. No se veía esperando cuarenta minutos mientras el delicioso goulashse descongelaba. Encendió el horno, recordando lo que le había dicho la abuela de un compañero de colegio: «El secreto de una buena pizza es un horno muy caliente». Mientras se calentaba, se tomaría una Budweiser bien fría acompañada por unas patatas chip.¡Qué cortas eran las noches libres cuando se está de guardia uno de cada dos días! ¡Qué pocos placeres se podía permitir en sus días de asueto! Pero estaba comenzando su penúltimo año de residencia y estaba seguro de que todos los sacrificios se verían recompensados en el futuro.