—Cuando he apretado el botón de las palas se ha producido una chispa que ha encendido el alcohol. Y no una, sino dos veces —explicó Ken.
Le enfermera estaba azoradísima. Mister Goodman tenía un electrocardiograma sin extrasístoles y había recobrado el conocimiento.
—¿Qué ha pasado?
—Tuvo una arritmia maligna que desembocó en un paro cardiaco. Hemos tenido que desfibrilarle tres veces.
—¿Es por eso que me duele tanto el pecho? No como el de antes. Es un dolor distinto, más superficial.
—El jefe de la unidad ya le explicará todo lo que ha pasado —prometió Ken. Se dirigió a la enfermera—: Lo siento, pero voy a tener que dar parte de lo sucedido. Espero que no nos pase nada, ni a usted, ni a mí.
La enfermera, semillorosa, asintió.
Ken escribió en la gráfica todo lo ocurrido, tanto el aspecto médico de las arritmias como el incidente de las quemaduras.
Cuando iba a abandonar la Unidad Coronaria, apareció el doctor Mendelton, con aires de superioridad. Se le veía muy ufano de ser él quien estuviese al mando del barco.
—¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué es este olor a quemado?
Ken le entregó la gráfica.
—Está todo escrito aquí. Y permítame que le dé dos consejos. El primero es que todos los carros de paro deberían tener un tubo de crema conductora. El segundo, dígale a su residente que no desayune tanto. Hace más de media hora que no se le ve el pelo por la unidad.
El estado de alerta se prolongó durante cuatro días. Los disturbios se habían saldado con la muerte de doce ciudadanos, todos negros, y la intervención de la Guardia Nacional. Miles de comercios fueron saqueados y después quemados. Peor suerte habían corrido los ciudadanos de Chicago, donde su brutal alcalde Daley había dado la orden de «disparar a matar» contra los saqueadores. Un policía, rifle en mano, apareció en televisión cuestionando aquella orden.
—¿Cómo voy a disparar a un niño que ha robado unas barras de chocolate de un supermercado? —preguntaba a toda la nación.
Antes de salir del hospital, Ken fue a ver cómo estaba míster Goodman, el amigo de su padre. Se había recuperado totalmente aunque su pecho estaba cubierto de una pomada cicatrizante.
—Doctor Philbin, ya sé que me has salvado la vida. Me han explicado lo que ocurrió. No te preocupes, no voy a denunciarte ni a ti ni al hospital. Lo importante es que estoy aquí, vivo. Dale un abrazo muy fuerte a tu padre.
—Ahora mismo le voy a llamar, míster Goodman. Espero que le den pronto de alta.
Ken llamó a su padre y le explicó lo ocurrido.
—La verdad, Ken, es que cada día es más peligroso ir a un hospital. ¿Sabes que te podría denunciar por esto?
—No creo que lo haga, papá. Está muy contento de no estar muerto. La verdad es que faltó el canto de un duro. Si no llego a estar allí, igual no da tiempo de desfibrilarle.
—Muy bien, hijo. Saluda a Barry de mi parte.
Ken decidió ir a ver cómo había quedado Washington. Cogió su Volkswagen y se dirigió a la calle 14, que había sido el centro de los disturbios. La Guardia Nacional patrullaba en jeeps cuyo asiento posterior estaba ocupado por un soldado provisto de un rifle con la bayoneta calada. Todavía se podía sentir la tensión en el ambiente. Jóvenes negros imprecaban a los soldados y a los coches conducidos por blancos. Ken condujo en dirección norte y vio un supermercado Safeway con las cristaleras rotas y el interior completamente vacío. Había sido saqueado en su totalidad. Vio también pequeños comercios todavía humeantes. En una manzana concreta, todas las casas habían sido quemadas y tan sólo quedaban algunas paredes en pie. En la esquina, un importador de coches deportivos había sido especialmente castigado. Las oficinas estaban destrozadas y en el aparcamiento anexo una docena de MG descapotables yacían calcinados. Desprovistos de pintura, con las ruedas desinfladas y sin los vistosos cromados que los caracterizaban, parecían coches de juguete que su dueño hubiese maltratado.
Ken pensó en lo poco que le hubiese gustado a Martin Luther King todo aquello. Paladín de la no violencia a ultranza, su muerte había desencadenado una reacción totalmente contraria. Una paradoja más de esos días que le había tocado vivir. Bien es verdad que Stokely Carmichael, líder de las Panteras Negras, no había ayudado mucho al dirigirse a sus seguidores diciendo: «Ahora que se han cargado al doctor King, ya va siendo hora de acabar con esa gilipollez de la no violencia».
El 19 de abril, la Facultad de Medicina de la Universidad George Washington celebraba una conferencia en memoria de Charles H. Tompkins, uno de sus benefactores. Para ello había elegido como conferenciante al mismísimo Christian Barnard, quien había realizado el primer trasplante de corazón el pasado 3 de diciembre. El doctor Barnard estaba realizando una gira por los Estados Unidos, tras haber hecho dos trasplantes en Ciudad del Cabo. El título de la conferencia era «Lo que hemos aprendido de los trasplantes cardiacos».
Nada más llegar a los Estados Unidos y antes de ir a Washington, el doctor Barnard había visitado a Adrian Kantrowitz, un investigador que trabajaba en el hospital Maimonides, en Brooklyn. El doctor Kantrowitz llevaba años preparándose para realizar un trasplante de corazón, pero Barnard se le adelantó por tres días. Con todo, éste quiso conocer personalmente al hombre que había investigado tanto en el campo que le había dado fama mundial. El cirujano de Brooklyn había desarrollado un método experimental que le permitía obtener una supervivencia muy larga en los animales que trasplantaba. Utilizaba perros de la misma carnada, uno como donante, al que se le extraía el corazón, y otro como receptor, al que se le implantaba. Al ser gemelos idénticos, no existían problemas de rechazo, que, hasta la fecha, constituían la principal barrera que se interponía entre la operación y la supervivencia. Cuando el doctor Barnard visitó el laboratorio del doctor Kantrowitz, éste le mostró un perro, de nombre
Pirata,
que llevaba un año trasplantado con el corazón de su hermano de carnada.
—Dios mío. No creí que se pudiese vivir tanto tiempo con un corazón trasplantado —comentó el doctor Barnard con un toque de cinismo.
A Ken no le atraía particularmente la cirugía cardiaca ni mucho menos los trasplantes, que, para él, entraban dentro del terreno de la ciencia-ficción, pero no quería desaprovechar la ocasión de ver y escuchar a una celebridad que había hecho historia, por lo que decidió acudir a la conferencia.
El Auditorio Lisner estaba a rebosar. Médicos, enfermeras y estudiantes se apretujaban en las gradas, ansiosos de oír al conferenciante. Cuando Ken entró, apenas quedaban sitios libres. Se dirigió a la penúltima fila, donde había un hueco.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó.
—No. Puedes sentarte —le contestó su vecino.
La conferencia se retrasaba. Ken se dirigió al tipo larguirucho que estaba su lado.
—¿Eres cirujano?
—No, soy psiquiatra. Mejor dicho, residente en psiquiatría.
—Qué sorpresa. ¿Y qué haces aquí?
—Bueno, siempre he sentido una afinidad especial con la cirugía y tenía ganas de escuchar a este charlatán.
Ken se quedó de piedra. ¿Cómo un aprendiz de psiquiatra se atrevía a calificar así al hombre que había revolucionado la medicina con sus intervenciones?
—Hombre, me parece muy duro calificarle así. Lo que está haciendo es muy importante.
—Creo que es un oportunista, que tuvo mucha suerte, que no estaba preparado para hacer lo que ha hecho y estoy seguro de que después de la conferencia opinarás como yo.
La multitud empezó a moverse intranquila hasta que el doctor Barnard apareció flanqueado por el presidente de la universidad y el jefe de cirugía. Aquél le dio la bienvenida y éste hizo la introducción, glosando los méritos del cirujano sudafricano.
El doctor Barnard era un hombre de unos cuarenta años, de físico atractivo, amplia sonrisa y con un deje especial al hablar, muy característico de los oriundos de Sudáfrica. Se movía pausadamente y hablaba muy seguro de sí mismo.
«Seguro que es un buen cirujano», intuyó Ken.
Explicó sus días de estudiante en su ciudad natal y su paso por la Universidad de Minnesota, donde había trabajado con el gran Walton Lillehei, considerado el padre de la cirugía cardiaca. A su regreso consiguió una máquina de circulación extracorpórea y había operado a centenares de pacientes, sobre todo a niños con malformaciones congénitas del corazón. En Minnesota ya había trabajado en trasplantes experimentales, al coincidir con el doctor Shumway, que había diseñado la técnica —la forma y secuencia de realizar las suturas— de los trasplantes. Realizó cuarenta y ocho trasplantes en animales antes de atreverse a realizar la intervención en humanos. Esta revelación acalló a aquellos que lo tildaban de oportunista y osado. Demostró que sabía lo que estaba haciendo. Ken miró a su vecino de fila, quien no hizo más que encogerse de hombros.
Antes de pasar a relatar la primera intervención, Barnard dijo: «Desde tiempo inmemorial, ha sido un sueño juntar partes de diferentes individuos, no sólo para luchar contra la enfermedad, sino para combinar el potencial de las distintas especies. Este deseo inspiró el nacimiento de muchas criaturas míticas que tenían poderes más allá de los de una sola especie. El mundo moderno ha heredado estos sueños en forma de esfinge, sirena o formas quiméricas de muchas fieras heráldicas».
A continuación pasó a relatar las intervenciones. Para evitar críticas, Barnard y su equipo habían decidido que, en el primer trasplante, tanto el donante como el receptor serían de raza blanca. El paciente, Louis Washkansky, de cincuenta y cuatro años de edad, cumplía este requisito. Estaba al borde de la muerte y aceptó someterse a una operación tan arriesgada. La donante, una chica de veinticinco años, víctima de un atropello en el que murió también su madre, era también de raza blanca. Barnard comentó la parte dolorosa de los trasplantes: la donación. Lo difícil que había sido para el padre aceptar la muerte cerebral de su hija y dar la autorización para extraerle el corazón, habida cuenta de que había perdido también a su esposa. Detalló el régimen inmunosupresor al que el paciente fue sometido para evitar el rechazo, a base de cortisona y azatioprina, una droga citostática, empleada hasta la fecha para evitar la reproducción celular en casos de cáncer. Mostró las radiografías de los pulmones del paciente a la semana de la intervención donde se apreciaba una neumonía bilateral, explicando el desenlace final que acabó con la vida del paciente a los dieciocho días de la operación.
Lejos de desanimarse, Barnard y su equipo realizaron otro trasplante el 2 de febrero. El paciente, un dentista de .SS años con una miocardiopatía isquémica terminal, se recuperó espectacularmente de la intervención. Había sido dado de alta justo antes de partir Barnard hacia los Estados Unidos.
—En resumen —concluyó Barnard—, lo que hemos aprendido de los trasplantes de corazón es que es una técnica factible y reproducible. Cualquier cirujano cardiaco medianamente preparado lo puede realizar. El verdadero reto está en conseguir una medicación que luche eficazmente contra el rechazo sin que afecte al sistema inmunitario del paciente y lo haga vulnerable a las infecciones que pueden acabar con la vida del paciente trasplantado. Creo que la investigación tiene que ir por estos derroteros y estoy seguro de que, en los próximos años, existirá esta medicación y el trasplante será una opción terapéutica para los enfermos que padecen una enfermedad terminal del corazón.
La sala entera prorrumpió en aplausos y la mayoría de los oyentes, comenzando por el presidente y el jefe de cirugía, se pusieron de pie. La ovación se prolongó más de un minuto, mientras Barnard sonreía mostrando su impoluta dentadura.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó Ken a su vecino.
—Continúa pareciéndome un charlatán —dijo éste.
A Ken no le caía bien aquel individuo. Era un borde.
—Bueno, ya es hora de que me vaya. Ha sido un placer. Me llamo Ken Philbin y trabajo en el Washington Memorial Hospital —dijo, tendiéndole la mano.
—Yo me llamo Philippe. Philippe Ferronier.
—Es un nombre francés, ¿verdad?
—Soy canadiense. De Quebec.
—Pues te felicito por vuestro nuevo primer ministro. Tipos así son los que necesitamos aquí.
—Es un frívolo —dijo Philippe.
«Otra vez con calificativos despectivos», pensó Ken.
Dos semanas atrás, Pierre Trudeau había sido nombrado primer ministro de Canadá. A sus cuarenta y seis años, soltero y liberal, había resultado elegido por su carisma personal. Practicaba el yoga, el submarinismo y era cinturón marrón de kárate. Incluso se le había llamado el «John Kennedy canadiense», aunque su
savoir faire
político constituía una incógnita.
—¿Por qué dices eso?
—No sabemos si es un buen gobernante. Ha ganado porque millones de mujeres lo han votado.
Es posible que fuese verdad. Su éxito con las mujeres era innegable. Recién elegido, un periodista le preguntó que, si ahora que era primer ministro, iba a renunciar a un Mercedes deportivo que siempre conducía. «¿A quién se refiere, al coche Mercedes o a la chica que se llama Mercedes?», fue su respuesta.
—En cualquier caso, sé que está en contra de la guerra de Vietnam, y por eso ya me cae bien.
—Sí. Está protegiendo a todos esos cobardes que están huyendo a Canadá para no ir a la guerra —contestó Philippe.
Este último comentario acabó con la paciencia de Ken, quien se despidió abruptamente del canadiense. Decididamente, aquel tipo era un borde.
Aquella mañana, miss Mullins estaba indignada con la dirección de Enfermería. Mientras el doctor Nichols había reforzado las Urgencias con un médico más, el doctor Philbin, a ella le habían quitado dos veteranas y las habían suplido con dos novatas. ¡Como si no tuviese suficiente trabajo! Llevaba treinta años en el hospital y diez en Urgencias. Había enseñado y preparado a docenas de internos y enfermeras pero las cosas estaban cada vez peor en aquella casa de locos y ella cada vez más cansada. Contemplaba la jubilación, tan sólo a dos años vista, con ilusión y con deseos de compartir su tiempo con su esposo, a quien tan poca atención había prestado durante su carrera. Pescar juntos en un lago de la Península Superior, en Michigan, era su anhelo compartido.