Los crí­menes de un escritor imperfecto (30 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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Le di un ejemplar de
Demonios interiores
y le dije que podía prestarle libros siempre que quisiera.

Bent me presentó al resto del grupo de los sentados en el muro delante de la tienda y, semanas después, me convertí en miembro fijo del círculo. Me enteré de la carrera militar de Bent, lo que más tarde me sirvió de base para escribir
Una bala en la recámara
. Y de la vida de Viggo y Johnny, desempleados de larga duración en una zona habitada por turistas acomodados y dueños de chalés que venían de la capital.

Si el encuentro con Bent hizo resurgir mi deseo de escribir, conocer a Viggo y a Johnny me proporcionó la motivación. Ya después de dos semanas empezaron a repetir las mismas historias una y otra vez, y descubrí para mi espanto que yo hacía lo mismo. Me vi a mí mismo reflejado en ellos dentro de pocos años si no hacía nada para evitarlo, y la idea me asustó.

De un día para otro, reduje drásticamente la ingesta de alcohol. En realidad me pasé al güisqui, que, en parte, era muy diferente de mi anterior menú de cerveza y aguardiente y, en parte, fue una vuelta a lo que había sido mi medicina favorita mientras escribía. El simple sabor a buen güisqui me parecía despertar a la vida las neuronas de escritor.

A la vez, empecé a planificar
Una bala en la recámara
. Era una oportunidad perfecta para volver a escribir. Ni siquiera tenía que abandonar mi casa para investigar, solo debía esperar a que Bent pasara con su bolsa de Fine Festival. Lo hacía todos los días, y el libro cobró forma muy pronto.

Incluso me atreví a contactar con Finn y contarle que estaba urdiendo algo; él no pudo disimular su alivio. Con mi desaparición había tenido que suspender toda la serie de entrevistas y posibilidades para promocionar
Demonios interiores
, pero a la vez había sido una buena historia. La noticia del escritor desaparecido, aunque muy crítica y condescendiente, había beneficiado a las ventas, incluso el mismo Finn había sido entrevistado a causa de mi desaparición de la faz de la tierra. El sabía muy bien dónde estaba yo, y seguro que había intuido las causas, pero se mantuvo fiel a la versión de la desaparición y no se arrugaba por explicárselo a todo el mundo.

Pero el deseo de escribir no fue acompañado de necesidad alguna de promocionarme o promocionar el libro. Había dado con la forma óptima de trabajo: aislamiento y una mezcla de horario fijo para escribir y trabajo corporal en el jardín o en la casa, además de algo de bebida cuando me apetecía. Mi vida transcurría dentro de dos kilómetros cuadrados que comprendían la casa, la tienda y la playa por la que paseaba cuando necesitaba aire fresco.

No necesitaba nada más aparte de fantasía.

Una bala en la recámara
era una historia de soldados en Irak. No era un libro político, para nada, pero ese ambiente desconocido para mí, la disciplina y el secretismo entre los intérpretes, los soldados y sus empleados me inspiraron una historia de asesinatos en un grupo de hombres que quedan aislados en un puesto de guardia en la frontera de Irak. Al principio los asesinatos parecen accidentes, fallos en el material o tiros accidentales, pero llega un punto en que los hechos ya no pueden ignorarse y, a la vez, los crímenes se vuelven más bestiales. A medida que el grupo se reduce, se crea un ambiente de recelo y desconfianza y las acusaciones planean sobre los soldados. Las víctimas quedan desfiguradas de forma cada vez más horripilante, y el motivo que se intuye es religioso. El claro sospechoso principal, el intérprete Maseuf, es linchado por todo el grupo en una borrachera de sangre, literalmente queda despedazado. Pero al ocurrir un crimen más, se desata una guerra de todos contra todos. Cuando ya solo quedan dos personas vivas, el héroe real de la historia, Bent Klovermark, atrae al asesino a un campo minado y la historia acaba cobrándose la vida de este y una pierna del héroe.

Al terminar el manuscrito, quedé sorprendido pese a todo. Configuraba un sólido montículo de trescientas veinticinco páginas y era una prueba de que, al menos, podía seguir llamándome escritor, ya que los títulos de marido y padre me habían sido arrebatados.

33

Q
UIÉN HABÍA DEJADO APOYADO el libro en la puerta de Linda, y este solo podía ser el asesino, no se había preocupado de envolverlo. Ningún sobre esa vez, y no me hizo falta darle la vuelta para saber cuál era. Solo viendo la contraportada podía reconocer la novela que me proporcionó el salto a la fama,
Demonios exteriores
.

Di un paso hacia atrás y miré el libro. Mi corazón empezó a martillear. De repente volvió a mí la sensación de ser espiado. Tenía la impresión de que alguien me contemplaba desde una sala de mandos llena de pantallas para registrar cada una de las reacciones de mi cuerpo y de mi cara; micrófonos que reproducían cada sonido que pronunciaría. Curvas que verificaban mi pulso, sensores que registraban mi sudoración y la temperatura de mi cuerpo, además de un rostro-sonrisa que sintetizaba todas las impresiones de mi estado mental.

En ese momento el rostro-sonrisa señalaba terror y se parecía al
Grito
de Edward Munch.

Pero yo no grité. Tenía demasiado miedo para eso.

Un minuto antes de abrir la puerta estaba decidido a acudir a la policía y explicarlo todo. Estaba dispuesto a arriesgarme a que me detuvieran por sospecha de asesinato, había buenas razones, y me sometieran a dolorosos y largos interrogatorios en oscuros cuartos con lámparas de arquitecto, el policía bueno y el policía malo y toda la serie de clichés habituales.

La visión de ese libro cambió en un instante todos mis planes. Aun antes de abrirlo, sabía que ya no podría acudir a la policía. Sabía que lo que encontraría en él significaría no poder explicar nada de lo sucedido a la policía. Cuando encontré el libro con la fotografía de Linda en el hotel Bunklnn, creí que me daba ventaja, que podría adivinar el paso que iba a dar el asesino y hacer algo para impedirlo, pero ante el libro actual entendí que era yo el que había jugado el papel planificado por el asesino. Esa había sido su intención todo el tiempo, que entrara en contacto con Linda y me pusiera en la situación de ser yo quien encontrara su cadáver.

Pero el juego no había acabado todavía. Eso era lo que decía el libro. Señalaba que yo no tenía voluntad propia, sino que tenía que seguir jugando mientras él asesino lo encontrara ameno.

Fuera los pájaros piaban. Una brisa templada llegaba a la entrada de la casa, un bienvenido cambio respecto al olor a muerte del salón.

Levanté la mirada del libro y miré a la calle. No había nadie. En la manzana parecía no existir otra vida que la de los pájaros y los árboles que se agitaban con el viento y esparcían hojas otoñales por la acera.

Despacio, di un paso al frente a la vez que me arrodillaba. Sin dejar de mirar la calle, cogí el libro y lo atraje hacia mí. Me levanté, cerré la puerta con sigilo y le eché la llave. El piar de los pájaros desapareció.

Volví al salón y me senté en un sillón. El cadáver de Linda colgaba de espaldas a mí como si se hubiera vuelto en un acto de desprecio. Con manos temblorosas, di la vuelta al libro y constaté que estaba en lo cierto. Era
Demonios exteriores
en una edición barata de bolsillo, pero visiblemente sin haber sido leído, como el resto de saludos que el asesino me había enviado.

Hacia la mitad del libro hallé la fotografía. Y se me olvidó tomar aire.

Si no acabara de ver a mi hija Ironika en la feria del libro, me hubiera costado reconocerla en esa foto. Parecía muy adulta, pero de esa forma afectada que los niños pueden adoptar cuando imitan a sus padres. Tenía las pestañas oscuras y llevaba un poco de colorete en las mejillas. El pelo, cuidadosamente desgreñado a la moda y una expresión desafiante, casi rebelde, en la mirada. Al fondo colgaba un tapiz o una cortina y la luz era sencilla pero profesional. Se parecía a los retratos escolares.

Le di la vuelta. Detrás llevaba el nombre de la fotógrafa, Inger Klausen, y el nombre de la empresa, K-Foto, junto al número de teléfono. En ese instante odié a Inger Klausen por el simple hecho de haber mirado a mi hija.

Coloqué el libro y la foto de mi hija sobre la mesa ante mí y hundí la cara entre las manos. Un horroroso ruido cavernoso empezó a retumbar en mí y se expandió por todo el pecho. No podía contenerlo y rodó por mi garganta y mi boca. El llanto, la desesperación y la impotencia sacudieron todo mi cuerpo.

Mis manos se entrelazaron, me alcé de un salto y grité hacia el techo. El sonido me aterrorizó, pero también sentí alivio, así que continué hasta agotar el aire de mi interior. Las lágrimas corrían por mis mejillas y mi garganta producía una combinación de llantos, aullidos y gruñidos.

Me fui hasta el cadáver de Linda, me planté delante de su mirada paralizada y grité tan alto como pude. Un último resto de autocontrol me impidió golpear el cuerpo que tenía delante.

—¿Qué quieres? —grité—. ¿Qué es lo que quieres?

Linda Hvilbjerg no respondió, sino que siguió mirándome con rigidez.

Oscurecía. La luz del salón se volvió gris y extraña y los muebles de diseño quedaron reducidos a formas irreconocibles. Los olores a muerte y a descomposición erar notorios. Ya no podía ignorarlos y fue lo que, al final, me llevó a actuar.

Con la policía fuera de mi alcance no había por qué preocuparse por dejar la casa tal y como estaba. Además le debía a Linda Hvilbjerg un poco de decoro. Me quité la chaqueta y la camisa y después fui a la cocina para coger un cuchillo. Liberé a Linda de la cuerda y la llevé arriba. Pesaba, nunca había cargado algo tan pesado, y, cuando la tumbé en la cama, mi torso desnudo estaba empapado de sangre y sudor. Le quité el papel de la boca, le cerré los ojos y le eché la colcha encima. Desde la puerta de su habitación lancé una última mirada al cadáver.

Me lavé de nuevo, me puse la ropa y recogí mi novela de éxito antes de abandonar la casa.

Linda tenía un Mercedes Smart, uno de esos coches que pueden aparcarse dentro de una cabina telefónica y que cuestan una pequeña fortuna a pesar de su tamaño.

No sabía adónde ir. El olor a muerte me perseguía, y todo el rato me venía a la memoria mi ropa manchada. Lo primero que debía hacer era encontrar algo limpio que ponerme.

El motor arrancó enseguida y tiré hacia el centro de la ciudad. Era domingo, temprano por la noche, y no había demasiada gente en las calles de ese barrio de Copenhague.

No muy lejos de la Estación Central encontré lo que buscaba. Una tienda del Ejército de Salvación alojada en un sótano de un edificio antiguo, en la avenida Vigerslev. La escalera que bajaba a la tienda estaba llena de bolsas de basura, donaciones de personas de buena fe que creían que otros podrían servirse de sus viejos pantalones acampanados de los ochenta que, definitivamente, eran demasiado anchos.

Aparqué en la acera, justo enfrente de la puerta de entrada a la tienda, y bajé después de asegurarme de que no había nadie cerca. La escalera era ancha y larga, y había unas buenas diez bolsas de basura. Me senté en el canto del escalón superior, agarré la primera bolsa y le hice un agujero. El borde mostraba colores rosados, leotardos blancos, vestidos de princesa y ositos de peluche. Empujé la bolsa a un lado y agarré otra. Esa contenía trajes, pero constaté rápidamente que eran demasiado pequeños para mí.

Al levantar la tercera bolsa, se unió a mí un hombre alto y delgado, vestido con una gabardina de algodón. Su pelo oscuro estaba desgreñado y la barba crecida dejaba ver que no había visto los utensilios de afeitar hacía mucho tiempo. Lo miré aterrorizado, pero él solo hizo un gesto de asentimiento y se sentó en el escalón de piedra, desde donde echó mano al saco que yo acababa de tirar. No malgastó tiempo en revolver dentro del saco, sino que lo vació a sus pies y estudió la ropa entrecerrando los ojos. Sostuvo una chaqueta ante sí, pero constató como yo que era demasiado pequeña y la tiró por la escalera.

Seguí su ejemplo y vacié el contenido de mi bolsa al suelo. Estaba llena de cortinas y ropa de cama, así que le di un puntapié y eché mano de otra. El hombre a mi lado sostenía un vestido de princesa. Algo iluminó sus ojos, y se lo metió dentro de la gabardina con una sonrisa de satisfacción. Después sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Con la luz del mechero vi que su rostro estaba picado de viruela y oscuro alrededor de un ojo. Tatareaba para sí mismo cuando estiró su escuálido cuerpo y se apropió de una bolsa más.

La siguiente que yo cogí contenía ropa de niño. Zapatos pequeños, pantalones cortos y camisetas que se desplomaron a mis pies y los cubrieron. Les di una patada. Cuánta ropa de niño se tiraba. Debía de haber algo que pudiera servirme. Irritado, clavé la mirada en el hombre a mi lado. Había encontrado unos pantalones de pana largos. Los giró del derecho y del revés mientras asentía con la cabeza para sí mismo. Después se levantó y se los colocó en la cintura. El cigarrillo le colgaba en la comisura de los labios y miró satisfecho hacia abajo. Se desparramó un poco de ceniza sobre los pantalones de pana y la sacudió con cuidado.

La rabia se apoderó de mí. Esos pantalones me podrían ir bien. En realidad eran demasiado anchos para su cintura y cortos para sus largas y flacas piernas. Era a mí a quien iban a medida. Y estaba primero. Era yo quien tenía derecho a llevárselos.

Me levanté y di un paso hacia él. Primero no se dio cuenta de nada, estaba ensimismado con su hallazgo y se reía idiotamente con su suerte. Al fin, alzó la mirada. Sus ojos entreabiertos miraron con sorpresa los míos y frunció las cejas. Sin pronunciar palabra, agarré los pantalones de pana y tiré de ellos. El los tenía bien agarrados y lo único que conseguí fue acercarlo más a mí.

—¿Qué hostias haces? —gruñó.

—Suéltalos —dije—. Son míos.

—Ni lo pienses —respondió y tiró de ellos—. Fui yo quien los encontró. Busca otros.

Solté los pantalones, pero solo para darle un buen empujón en el pecho. Se cayó hacia atrás y el cigarrillo saltó de su boca. Ya no tenía los ojos entreabiertos, sino dilatados, y me miraba sorprendido.

—Dámelos —repetí.

Intentó levantarse, pero lo empujé y se cayó de nuevo. Su cabeza fue lanzada hacia atrás y dio con el cuello en la acera con un horrible batacazo.

—¡Hostias! —solté, y me arrodillé a su lado.

De su boca salió un quejido y cerró los ojos un instante. Cuando los abrió de nuevo y me miró, había pánico en ellos. Soltó los pantalones y se alejó gateando.

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