Los crí­menes de un escritor imperfecto (27 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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—Huy —exclamó Linda Hvilbjerg—. ¿Es totalmente cierto, señor?

—Me llamo Pinkerton. Dick Pinkerton, para servirla. —Intenté hacer una reverencia, pero paré a tiempo para evitar que la comida se deslizara por el borde del plato.

—Ah, el gran Dick Pinkerton. ¡Qué honor!

—El honor es mío, señorita.

—¿Y en qué consiste su trabajo en concreto? —Me veo en la obligación de vigilarla el resto de la noche.

—¿De cerca? —Muy de cerca.

—Me parece que estoy en buenas manos, señor Pinkerton.

—Estas manos le harán un gran servicio, señorita. Linda Hvilbjerg se rio, y yo con ella.

No sé ni cómo podía reírme, ni de dónde salían las palabras, pero sentí que iba por el buen camino. En todo caso, me parecía del todo imposible ponerle al tanto de la situación, de pie y al lado del bufé de la carne. La mejor alternativa era procurar estar cerca de ella. No solo por el motivo galante de protegerla de un asesino. Tengo que reconocer que cuando la vi con ese vestido negro y los labios rojos, me excité a tope y se me puso tiesa.

En cambio, no entendía qué le había puesto a ella. Yo había bebido sin parar durante varios días y llevaba la misma ropa que cuando nos vimos el día anterior para la entrevista. Mi única conjetura era que iba tan drogada que no reparó en mi aspecto o que vio otra cosa, algo que le pedía el cuerpo, como patatas fritas el día de la resaca.

Continuamos el juego la mayor parte de la noche. Creo que los dos gozábamos de haber hecho las paces y nos entregamos por completo a nuestra fantasía. Flirteamos con palabras, miradas y leves roces, así que, al final, era solo cuestión de dónde y cuándo dejaríamos que nuestros cuerpos se lanzaran al desenfreno.

Aunque yo seguía bebiendo y ella había ido al lavabo a empolvarse la nariz un par de veces, estaba tan controlado que no la llevé al recinto ferial para follar en uno de los expositores con libros desparramados por doquier. Me dominé porque era mi única posibilidad de protegerla, pero también necesitaba prolongar esa calidez femenina que despertaba en mí un deseo imposible de mitigar.

Muy bebidos y los dos calientes a tope, hacia la medianoche tomamos un taxi hasta casa de Linda. Estaba muy contento conmigo mismo. Desde luego, no le había contado que estaba realmente en peligro, pero yo estaba a su lado e imaginaba que el asesino se mantendría a distancia. En realidad me veía a mí mismo, un poco, como un salvador, y estaba tan seguro de ello que, una vez puesto en ese papel, lo disfrutaba sin esfuerzo. Me lo había ganado, me decía a mí mismo, y me entregué a sus cada vez más indiscretas caricias en el interior del taxi. Noté la mirada del taxista en el espejo retrovisor, pero lo ignoré.

Seguimos jugando. Ella era la cliente en peligro y yo, el detective duro que estaba allí para protegerla y procurarle bienestar, de todas las maneras necesarias. Con tal objetivo había que practicarle un profundo examen físico, le declaré decidido, primero para asegurarme de que su estado era bueno y segundo para descubrir posibles micrófonos u otros aparatos electrónicos que podían haberle instalado.

Linda se rio socarronamente de mi fantasía y quiso saber más. ¿Eran partes concretas de su cuerpo las que quería explorar? ¿Llevaba instrumentos especiales para llegar a todos los rincones de su cuerpo? Lo corroboré, por supuesto, y con mi lengua le demostré la manera más efectiva de explorar su paladar. Mientras nos besábamos como locos, palpó mi otro instrumento y quedó muy impresionada de la erección que halló bajo el pantalón. Yo mismo estaba impresionado. Aun habiendo bebido todo el día, tenía una erección propia de un adolescente.

Íbamos tan embalados que casi olvido pagar al taxista cuando al fin llegamos a su casa, un chalé de dos pisos con jardín, en Valby. Salimos tambaleándonos del taxi y nos precipitamos hacia la puerta principal, donde Linda revolvió en su bolso para encontrar las llaves. Mientras, le agarré las nalgas y se las amasé. Eran pequeñas y prietas como dos bolas. Y ella, tras emitir un ronroneo mimoso, las disparó más contra mí.

Al fin consiguió abrir la puerta y nos lanzamos al recibidor. No encendió la luz, pero soltó el bolso y se volvió hacia mí para abrazarme. Nos besamos de nuevo. Con voz gangosa le sugerí que se quitara la ropa con la excusa de hallar los presuntos micrófonos.

Linda dio un paso atrás. La luz de la luna brillaba a través de una pequeña ventana encima de la puerta y le iluminaba el torso. Se deshizo de los zapatos de un meneo y se llevó las manos a la nuca. Los delgados tirantes se deslizaron hacia abajo y, con un contoneo serpenteante, el vestido negro resbaló por su cuerpo blanco y delgado. Tenía los pezones turgentes y apuntaban hacia mí como una invitación, a la vez que su pecho subía y bajaba al compás de una respiración agitada. Con los brazos que seguían alzados detrás de la cabeza y la espalda arqueada, su cuerpo quedaba visible de la forma más excitante. En el vientre se le había puesto piel de gallina y el monte de Venus, recortado en un rectángulo negro azabache, desaparecía entre sus muslos blancos.

Me preguntó si podía ver algo, a lo que respondí que todo tenía muy, pero que muy buen aspecto, pero que de todos modos tenía que examinarla con las manos. Me acerqué a ella, haciendo con ello, lamentablemente, sombra a la luz de la luna. Dejó caer sus brazos alrededor de mi cuello, pero yo se los volví a colocar en la nuca. Soltó una risita apagada, se agarró al perchero que había sobre ella y disparó el resto del cuerpo hacia mí. Le besé los pezones y cambió la risita por un suspiro leve seguido de un gemido lento. Mis manos se deslizaron por sus brazos, sus pechos y su vientre. Se estremeció y la carne de gallina le recorrió todavía más la piel del vientre. Cuando le acaricié el sexo, gimió fuerte y su cuerpo tembló. Estaba muy excitada y humedecida.

Le susurré que creía haber hallado algo, y ella murmuró confirmándolo. Di un paso atrás para que la luz de la luna iluminara su cuerpo de nuevo. Tenía los ojos cerrados y se agitaba como si la misma luz le hiciera cosquillas. Creí necesario pasar al uso de los instrumentos de trabajo, a lo que ella suspiró como toda respuesta. Me quité la ropa con rapidez hasta quedar amontonada en el suelo. Mi erección era total y la sangre bombeaba con furia por todo mi cuerpo. Me temblaban las manos cuando la tomaron por las caderas. Le di la vuelta y quedó de espaldas a mí. Disparó el culo hacia atrás y abrió las piernas. Le agarré las nalgas, flexioné un poco las rodillas y la penetré con un movimiento lento.

La cantidad de palabras ha alcanzado una masa crítica. Ahora no podría detenerme aunque quisiera y la gravedad del manuscrito me fuerza a dormir cada vez menos
.

Cuando al fin me duermo, sueño que corro, no huyo de nada, sino que voy hacia una puerta entreabierta. Se cierra en el preciso instante en que la alcanzo, aunque corra muy rápido, y me despierto empapado en sudor y rodeado de ese silencio que sucede a un grito. Me quedo tumbado largo rato, escucho y no consigo conciliar el sueño de nuevo
.

Me agota. Escribo amodorrado. A veces ni recuerdo haber escrito la frase a la que acabo de poner punto y, de vez en cuando, no reconozco el tono que la colorea. Es una prueba de que mi proyecto se cumple con éxito, el filtro ha desaparecido definitivamente, las palabras fluyen de mi interior sin ser sopesadas por mi vanidad o mi orgullo, como si fueran escritas por otro. Algo en mi interior me presiona y a la vez me mantiene activo
.

Estoy preparado para el último paso, ha llegado el momento, es ahora cuando va a ser difícil de verdad
.

DOMINGO
31

A
LGUNAS VECES, CUANDO UNO SE DESPIERTA, se tiene la impresión enseguida de que algo no es como debiera. A mí me pasaba cuando empecé a dedicarme a escribir a tiempo completo, despertaba con la convicción de que llegaría tarde al trabajo hasta recordar que por aquel entonces era dueño y señor de mi jornada laboral y podía seguir durmiendo si me apetecía. En los minutos que pasan hasta que uno se da cuenta enteramente de la fecha en que se vive y los planes que se tienen, se puede ser presa del pánico por nimiedades, ya que todo parece erróneo.

Cuando desperté en la cama de Linda Hvilbjerg, supe al instante que pasaba algo. Había dormido a pierna suelta, profundamente, y no tenía nada de raro, ya que, en los últimos dos días, no había dormido casi nada, y los despliegues físicos de la noche habían dejado su huella en mí. En todo caso tenía todo el cuerpo resentido. Habíamos practicado sexo a lo salvaje, hecho el amor en cada habitación de la casa y en todas las posiciones imaginables. Aun estando a punto de explotar de placer, había podido mantener ese estado durante varias horas, y fue tan solo al final, al caer en la cama, cuando me entregué a la impetuosidad de Linda y dejé que nos llevara a los dos cabalgando hasta el orgasmo. Debí de quedar dormido poco después; en todo caso, no recuerdo nada más.

Pero no eran ni el agotamiento ni el espacio desconocido los que ese día me producían esa extraña sensación. Era algo que no podía determinar.

Miré a mí alrededor. El dormitorio, decorado con tonos blancos, producía sensación de tristeza y frío debido al sombrío cielo que, a través de las ventanas tipo claraboya, desparramaba un resplandor gris sobre la habitación. Linda no estaba en la cama. Olfateé las sábanas. Olían a sexo y a sudor, igual que después de una gran orgía. Desde el lecho podía ver el descansillo de la escalera que llevaba al salón. Y ante mis ojos aparecieron imágenes fugaces de las escenas de sexo subiéndola.

Meneé la cabeza, pero tuve que dejar de hacerlo al sentir el martilleo de un tremendo dolor de cabeza. Tenía la garganta seca y mi tripa se quejaba con sonoros gruñidos.

Despacio, me senté en la cama. Me temblaban las piernas al ponerme en pie y tuve que esperar un momento hasta que se me pasó el mareo. Fui hacia la escalera arrastrando los pies. En la pared había litografías colgadas. Me agarré al pasamanos y empecé a bajar. Las litografías parecían contar una historia, pero tan solo al final de la escalera la identifiqué. Era
La divina comedia
.

Esbocé una sonrisa al descubrirlo y entonces volví la cabeza.

La visión que me salió al paso me hizo soltar un grito y pegar un salto hacia atrás.

Linda Hvilbjerg colgaba por el cuello de una cuerda de nailon azul y estaba atada a un barrote de la barandilla.

Sus ojos sin vida estaban muy abiertos, aterrorizados, como si acabaran de presenciar algo inconcebible, algo de un terror inimaginable. De su cuello bajaban regueros de sangre, ya seca, que recorrían su cuerpo delgado y blanco. Corrían por entre sus pechos y por entre sus piernas. Su bajo vientre era una masa sanguinolenta y tenía un objeto macizo insertado en su sexo.

Era un libro.

Aparté la mirada y la fijé en la pared blanca. Todo mi cuerpo tembló y tuve que sentarme en la escalera para no caerme. Respirando profundamente, intenté retomar el control de mi cuerpo.

Pasados un par de minutos, volví la cabeza, despacio.

El cadáver desnudo de Linda Hvilbjerg seguía allí colgado. En el suelo, debajo de ella, se había formado un gran charco de sangre. Oscura, casi negra y de una consistencia espesa como el aceite. Una silla estaba caída cerca. Alrededor del cuerpo había huellas de zapatos, como si alguien hubiera dibujado la coreografía de una complicada danza.

Mi corazón martilleaba amenazando con salir de mi pecho y me subía una náusea de la región abdominal a la garganta. Me caí hacia delante, quedé a cuatro patas y vomité al pie de la escalera. Cada acceso de vómito era como un golpe en el vientre, y estos duraron un buen rato aun después de quedar vacío el estómago. Cuando ya no pude vomitar más, me puse a sollozar. Me costaba respirar y los sollozos salían de mí entrecortados, como los de un niño.

Gateé hasta el borde de la sangre, me arrodillé y contemplé el cuerpo de Linda.

Aun sin tocarla sabía que estaba fría. El color y la falta de movimiento me decían que ese cuerpo cálido del que había gozado por la noche ahora estaba reducido a un amasijo de carne muerta. Sin embargo, me estiré y le cogí un pie que colgaba a medio metro del suelo. El frío que sentí me hizo soltarlo de golpe, pero me obligué a cogerlo de nuevo. Tenía las uñas de los pies pintadas de lila oscuro, un detalle que me había pasado desapercibido y que ahora era del todo indiferente.

Solté el pie y me levanté. Su bajo vientre quedaba casi a la altura de mi cara y tuve que tragar saliva varias veces para no vomitar de nuevo. El libro insertado a la fuerza en su sexo estaba doblado y casi totalmente empapado en sangre, a excepción de algunas páginas que mostraban un horroroso color blanco en contraste con la sangre y la carne. Tenía el vientre y los pechos regados de sangre y, con la mirada, seguí el rastro hacia arriba. En el cuello, la cuerda de nailon azul le había hecho una herida profunda.

Y debajo de la cuerda, tenía la piel perforada con incisiones justo en las venas de las que había manado la sangre. Su boca estaba atiborrada de páginas arrugadas, y yo sabía que eran del libro que tenía encajado en el sexo.

En
Rameras mediáticas
el asesino sentaba a la víctima en una silla y la violaba con el libro, para después ponerla de pie en la misma silla y apretarle la cuerda al cuello de manera que solo estando de puntillas pudiera evitar la asfixia. Luego le hacía las primeras incisiones en venas secundarias, para que la sangre fuera abandonando despacio su cuerpo, de manera que se debilitaba cada vez más hasta no poder mantenerse en pie. En el momento en que se desplomaba, le cortaba la vena yugular y la hacía girar para que la sangre salpicara las paredes como un surtidor. El cuerpo se desangraba mientras los últimos espasmos volcaban la silla.

Mi cuerpo desnudo temblaba de frío y de conmoción. Bien que yo hubiera descrito minuciosamente ese horrible escenario, pero nunca había imaginado el horror de experimentarlo. La única diferencia que registraba era la sangre, que no había salpicado las paredes, como yo había imaginado en el libro, pero la escena ya era lo bastante macabra sin este detalle. Todo lo demás se ajustaba a mi descripción y no me hacía falta darle la vuelta al cuerpo de Linda Hvilbjerg para constatar que sus manos estaban atadas con cinta adhesiva gris. Sin embargo, lo hice y acerté. Al soltarlo, el cuerpo giró lentamente y volví a quedar con la mirada enfocada en su bajo vientre.

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