Los crí­menes de un escritor imperfecto (31 page)

Read Los crí­menes de un escritor imperfecto Online

Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
4.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Eres un psicópata, tío.

Di un paso hacia él y adelanté la mano.

—Deberías…

—¡Lárgate!

Recogí los pantalones y volví a la escalera de la tienda. El saco que el hombre había rajado estaba abierto como un cadáver y lo inspeccioné veloz. Había varios pantalones, suéteres y, además, un par de zapatos, así que lo apreté contra mi regazo y me fui al coche. Con esfuerzo pude abrir la puerta del asiento del pasajero y volqué la ropa en él.

El hombre de la gabardina había llegado hasta la siguiente escalera y se había sentado en ella; me miraba con los brazos estrechando la cintura.

Lo ignoré, entré en el coche y arranqué.

34

M
E CAMBIÉ DE ROPA EN EL COCHE. No fue fácil, porque aunque el Mercedes Smart tiene más o menos la misma superficie que un probador de tienda, es la mitad de alto. Además de los pantalones había un suéter y un par de zapatos que pude usar. Eran unos mocasines azules y como mínimo de un número más, pero al menos no estaban manchados de sangre.

Mis pantalones y mis zapatos ensangrentados los tiré a un contenedor de basura, al lado del aparcamiento en el que estaba estacionado. Noté alivio y, al abandonar el coche, sentí que ponía la mayor distancia posible con Linda Hvilbjerg. De la imagen de su cuerpo desnudo colgando en el salón no podía deshacerme, pero hice lo que pude para mantenerla a distancia.

Ahora se trataba de mi hija.

Había intentado proteger a Linda, pero, aun estando a su lado, no había servido de nada. Había sido asesinada ante mis ojos, aunque los tuviera cerrados y estando sumido en el más profundo de los sueños. Había sucedido a pocos metros de mí. Así que ¿cómo podría proteger a mi hija?

Sin ser del todo consciente de ello, volví al hotel. Era un trayecto largo y tenía dinero para un taxi, pero preferí andar. Pienso mejor cuando ando y necesitaba una pausa para pensar. Mi mente revisó los crímenes. Me imaginé a la persona que cometía esos asesinatos de forma tan exacta a como yo los describía en mis libros. Era arriesgado. En esos asesinatos era yo quien dominaba el campo y no él. Eso debía darme ventaja o, al menos, una posibilidad de entenderle. Pero ¿qué quería conseguir el asesino? ¿Castigarme, retarme o se trataba de un homenaje?

Estaba seguro de que esperaba una jugada mía. Lo había hecho con Linda. Como un jugador de ajedrez, había puesto la trampa y esperaba que yo moviera ficha, que diera un paso que me pusiera al descubierto, y entonces perdería mi caballo. Ahora quería mi reina, y no era suficiente con que la perdiera, debía hacérmelo sentir.

El ajedrez no había sido nunca mi lado fuerte, pero el crimen sí. Había pasado casi la mitad de mi vida planificando y describiendo crímenes. Había prefigurado la psique de incontables asesinos para que fuera verosímil lo que hacían, y aunque con los años se volvió labor de artesania, para mí siempre fue importante que los hechos tuvieran coherencia. El mayor placer en mi trabajo lo sentía cuando todo casaba. Cuando experimentaba que una escena o un detalle encajaban con el resto de la historia como el piñón que faltaba para hacer girar todo el engranaje, me sentía orgulloso. Duraba solo un rato, pero siempre valía la pena.

También formaba parte de mi vanidad. Odiaba que los lectores me enviaran cartas en las que señalaban inexactitudes en los crímenes, cosas que no eran posibles físicamente o fallos en el desarrollo de los hechos. Siempre había alguna pequeña información que no había podido comprobar. En general, pequeñeces que no influían en la historia, y menos si se tenía en consideración el género, pero, de todas maneras, me irritaba.

Por ejemplo, los peces del crimen de Gilleleje. En el libro había descrito cómo estos mordisqueaban el cuerpo de la víctima y le arrancaban pedazos de carne. Cuando Verner me explicó que no había ocurrido, sentí cierto disgusto. Me embargó el mismo enfado cuando constaté el color de las manos de Verner. En
Quien bien siembra
las había descrito azules e hinchadas, como un par de guantes oscuros, pero en la habitación del hotel tenían el mismo color que el resto del cuerpo.

Quizá no fuera muy experto a pesar de todo.

Me detuve.

Mi corazón debió de saltarse un par de palpitaciones e intentaba recuperarlas. Me atacó una especie de desmayo. Con paso inseguro, me fui hasta un banco, en el que me senté, y me concentré en la respiración. Cerré los ojos y con las palmas de las manos apreté las orejas en un intento de limitar las sensaciones y dar más capacidad a mi actividad mental. Había dado con algo. Podía sentirlo. Exactamente como cuando estaba ante la solución de un problema en una novela. Mejor que el sexo.

Sabía lo que quería el asesino.

No quería ni castigarme ni homenajearme.

Quería aleccionarme.

Quizá suene extraño y, en todo caso, retrospectivamente, resulte rara la idea, pero en ese instante sentí alivio. Creía haber entendido lo que el asesino quería de mí y el primer paso para detenerlo era precisamente entenderlo. Eso constituía la piedra angular de todos mis libros.

El asesino señalaba inexactitudes en los crímenes que yo había descrito. En el asesinato de Gilleleje eran los peces, en el hotel eran las manos, pero ¿y en Linda Hvilbjerg? Intenté reproducir la imagen de ella colgando como un amasijo de carne en ese salón con estilo. Realmente había recibido una serie de cartas en torno a ese crimen. No las había leído todas, pero un par de ellas señalaban que la presión de la sangre no era lo suficientemente alta tras la hemorragia para producir un efecto surtidor.

En realidad lo sospeché al escribir el libro, pero por una vez ignoré el hecho. Estaba empeñado en crear un escenario del crimen lo más espectacular posible y ese detalle lo había pasado por alto.

El asesino de Linda debía de ser un experto. Me conmocionó, incluso físicamente, estando sentado en el banco. Siempre me había tenido por una autoridad en la materia, pero había quedado claro que no tenía la experiencia práctica para que todos los detalles fueran verídicos, y parecía que eso había encolerizado al asesino. Él conocía las reacciones del cuerpo más que yo. Quería aleccionarme, remarcar mi desconocimiento y mis fallos.

Había encontrado a alguien superior a mí.

Despacio, recuperé la percepción del entorno. Noté el tráfico y los ruidos de la calle. El viento me azotó la cara y me recordó en qué estación del año estábamos y que llevaba poca ropa. Abrí los ojos y miré a mí alrededor. Casi había estado en trance, pero entonces constaté que estaba al lado del zoológico de Frederiksberg.

Todavía quedaban unos dos kilómetros hasta el hotel, pero recorrí el trayecto con paso rápido y firme.

Empujé la puerta del vestíbulo con las dos manos y entré.

Afortunadamente, no había nadie en la recepción, así que me fui directo al ascensor. Pasó una eternidad antes de que las puertas empezaran a cerrarse, y, antes de quedar cerradas del todo, fueron bloqueadas por una mano. Se abrieron de nuevo y dejaron ver al inspector Kim Vendelev, el policía niño de la Comisaría Central.

—Frank Fons —dijo, y entró en el ascensor.

Contuve la respiración y esperé lo inevitable que vendría a continuación. Seguro que me detendría y me llevaría a comisaría. Por un instante me miró a mí y a mi ropa de arriba abajo. Pero su rostro no cambió de expresión aunque esta fuera ropa de beneficencia: zapatos azules, pantalones de pana marrones, un pulóver rojo y mi propia chaqueta negra que paulatinamente se había arrugado bastante. Seguía llevando el libro y, discretamente, me llevé las manos a la espalda para esconderlo y esconder el hecho de que estas me temblaban.

—Qué bien que he dado con usted —continuó—. Hay algo que quiero preguntarle.

Las puertas se cerraron y el ascensor se puso en marcha y nos llevó arriba.

—Estaba a punto de irme —dijo—. Hemos estado investigando todo el día y justo ahora hemos terminado. —Soltó aire.

Lo mismo hice yo mentalmente. Si hubiera querido detenerme, lo habría hecho ya.

—¿Han averiguado algo? —pregunté, aunque no quería saberlo.

—Hay un montón de huellas —contestó—. Casi demasiadas, pero es un hotel, claro, por el que transitan muchas personas, así que hay un mar de trabajo, papeleo, ya sabe, lo necesario para aclarar los delitos.

—Seguro que va a aclararse —dije. Me era muy difícil mantener la calma. Dos personas en un ascensor ocupan mucho espacio, y es difícil esconder el nerviosismo. Sentí que estaba empapado en sudor y que no podía dejar de mover el pie.

—Pero durante las averiguaciones algunos colegas contaron algo del asesinado.

—¿Ah, sí?

—Contaron que Verner Nielsen estaba interesado en un asesinato ocurrido en la costa norte, más concretamente en Gilleleje. ¿No está eso cerca de donde usted vive?

Empecé a marearme. Me tambaleé y tuve que fijar la vista en la puerta para no caerme.

—¿Está bien? —preguntó Kim Vendelev, y me puso una mano en el hombro.

En el instante de abrirse las puertas, me caí de rodillas al pasillo. Perdí el libro al intentar parar el golpe con las manos y este fue a parar a unos metros de mí. Mi respiración produjo un horroroso pitido.

—¿Quiere que llame a un médico? —preguntó el inspector, preocupado.

Negué con la cabeza.

—Ya estoy bien —dije—. Es que los ascensores no me sientan bien.

—Pues quizá debería subir por las escaleras, ¿no? —propuso, y recogió el libro con una mano mientras me ayudaba a levantarme con la otra.

Me arrastré con pasos tambaleantes hacia mi habitación.

—Está visto que debo ocuparme de que llegue a la cama sano y salvo —dijo.

Kim Vendelev me llevó hasta la puerta, en la que conseguí introducir la llave con manos temblorosas. Me llevó hasta la silla más cercana, me dejé caer en ella y puse el libro en la mesa del sofá. La parte superior de la foto sobresalía, de manera que se podían ver los ojos de mi hija.

El policía fue al baño para coger un vaso de agua. Agradecido, lo acepté y bebí la mitad de un trago.

—No sabía que tenía claustrofobia —dijo, y se sentó en una silla delante de mí—. Pero seguro que en Rageleje no hay demasiados ascensores.

Meneé la cabeza en señal de negación y me bebí el resto del agua.

—Porque usted vive allí, ¿verdad? —No esperó respuesta—. ¿No es mucha casualidad que Verner se interesara por un crimen ocurrido cerca de donde usted vive y después fuera asesinado en un hotel donde usted se hospeda?

Le di la razón en que era mucha casualidad, pero precisamente era lo que diferenciaba la realidad de la ficción, en la ficción no era ninguna casualidad. Pareció que lo reflexionaba y asintió para sí mismo con la mirada fija en
Demonios exteriores
, situado entre los dos.

—Sí, es un poco raro —dijo, y se estiró hacia el libro.

—Gracias por la ayuda —le interrumpí, y agarré el libro antes que él—. Pero debo meterme en la cama. —Señalé con un gesto de la cabeza el dormitorio.

—¿Seguro que está mejor? —preguntó, y se levantó Le confirmé que sí.

Me miró fijamente durante un buen rato.

—Es increíble la fuerza que pueden tener las fobia? —dijo—. He visto a personas adultas sufrir un ataque en un avión y a policías correr por una simple araña. A propósito, ¿no ha escrito también una novela sobre fobias?

Intenté succionar las últimas gotas de agua del vaso.

—Sí, claro —respondí—.
En el espacio rojo
.


En el espacio rojo
—repitió—. Me lo apunto. Las fobias son fascinantes, quizá debería leerlo.

Mi respiración era casi normal, pero el corazón seguía latiendo como el de un corredor de maratón.

—Creo que sí que debería leerlo —dije, y pude esbozar una sonrisa.

—Bien —exclamó Kim Vendelev—. Ahora le dejaré en paz para que se reponga. Ya habrá tiempo para hablar del tiempo libre de Verner.

Asentí y sonreí, aunque sabía que, si volvía a ver a Kim Vendelev, sería esposado.

35

L
O PRIMERO QUE HICE cuando Kim Vendelev me dejó solo en la habitación fue deshacerme de mi ropa y tomar un baño. Mi cuerpo olía a sexo y a muerte, y restos de la sangre de Linda Hvilbjerg seguían embadurnando mis piernas. Estuve más de media hora debajo de la ducha antes de sentirme limpio.

Me puse ropa nueva y me senté en el sofá con
Demonios exteriores
en mis manos. Mis peores sentimientos de horror se calmaron y fueron reemplazados por la determinación desencadenada tras mi descubrimiento. Había descubierto el móvil del asesino: los errores en datos y detalles no del todo verídicos que había en mis libros. El siguiente paso era hallar la forma de detenerlo.

Demonios exteriores
era mi tercer libro; mientras lo escribía, no puse demasiada energía en la búsqueda de información. Verner me había ayudado con algunos detalles, pero el libro se había escrito casi solo, y no quería echarlo a perder haciéndolo más técnico o explicativo. Por eso podía contener un montón de errores en datos y pormenores no del todo verídicos, simplemente se trataba de saber cuál había ofendido más al asesino.

Tras la publicación había recibido una serie de cartas, pero no recordaba ninguna que se quejara de detalles específicos descritos. Muchos opinaban que era un libro execrable que casi no se podía terminar, pero era debido a las descripciones de hechos con pelos y señales, no porque fuera poco realista.

Miré la foto de mi hija. Una punzada de terror me aguijoneó y se extendió por todo mi cuerpo.

Puse la foto en el sofá vuelta del revés y me concentré en el libro. Me puse a pasar las páginas una a una. No había nada escrito en ningún lugar, ninguna marca ni huella que pudiera ponerme sobre la pista de cuál era el camino a seguir. Al llegar al final, cerré el libro y lo apreté contra mi frente como si así pudiera succionarle el secreto con la fuerza del pensamiento.

Demonios exteriores
es un libro sobre un monstruo, Henrik Booring, un rico que ha heredado una fortuna familiar y no le hace falta mover un dedo el resto de su vida. Puede comprarlo todo, casas, coches y mujeres, sin pestañear ante las facturas. Paulatinamente, sus gustos se vuelven más retorcidos y las personas que le rodean se convierten en sus juguetes. Cuando se cansa del sexo normal, ensaya los límites del sadomasoquismo, el sexo con hombres y el ejercicio de dominar al otro, pero nada le acaba de excitar. Solo es un juego, un acuerdo entre las partes involucradas. Lo que él quiere es
The Real Thing
, dolor real, miedo sin falsificar. El primer proyecto de Booring es la hija del vecino, una quinceañera de pecho opulento a la que ha espiado cuando toma el sol. La tortura en su recién equipada celda de prisión, pero, como tiene poca experiencia, esta muere demasiado rápido. Decepcionado e insatisfecho, se pone a practicar. Secuestra a varias mujeres y toma apuntes mientras las tortura para perfeccionar sus métodos. Cerrando las heridas enseguida, con transfusiones de sangre, diferentes formas de medicación e incluso con un desfibrilador para reanimar el corazón, puede mantener a las víctimas vivas cada vez más tiempo y se siente preparado para coronar la obra: la Princesa. Se siente atraído por una muchacha de solo trece años, una belleza rubia, la hija de uno de sus empleados, y sabe al instante que tiene que poseerla totalmente.

Other books

Riding Rockets by Mike Mullane
The Turning Season by Sharon Shinn
The Black Unicorn by Terry Brooks
Zero-G by Alton Gansky
He's So Fine by Jill Shalvis
Say it Louder by Heidi Joy Tretheway