Los crí­menes de un escritor imperfecto (18 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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Tal vez fuera la droga, pero el sexo con Linda Hvilbjerg fue lo más desenfrenado que haya experimentado nunca. No fue apasionado como con Line, sino salvaje y exigente, como si el mundo fuera a sucumbir. Sudábamos y jadeábamos en busca de aire cuando llegamos juntos al orgasmo, luego nos relajamos. Yo, sentado en la tapa del excusado con los pantalones bajados hasta los tobillos, y ella, sentada a horcajadas sobre mí, todavía con mi miembro dentro.

Linda se reía despacio entre jadeos.

—Mañana el cuerpo me pasará la cuenta —dijo.

Mañana. De repente caí en que había un mañana, un día con mujer, hija y trabajo. Una vida con las personas que lo eran todo para mí. Fue como si, expulsado de mi cuerpo, flotara por encima de ese retrete en el que estábamos sentados y contemplara la nefasta escena debajo de mí. La fuerza de atracción había desaparecido. Mi miembro ya flácido se retiró del cuerpo de Linda casi con asco. Yo deseaba hacer lo mismo. La náusea subía hasta mi garganta y me mareé tanto que tuve que cerrar los ojos.

Cuando los abrí, Linda estaba de pie arreglándose el pelo. Su rostro y el cuello todavía conservaban un ligero color rosado.

—Nos vemos arriba —dijo, se inclinó hacia delante y me dio un beso suave antes de abandonar los servicios.

Lo único que pensé entonces fue que quería salir corriendo. Me levanté con las piernas temblando y me subí los pantalones. Mi camisa estaba empapada en sudor, y me resultaba casi imposible abrocharla porque mis manos temblaban. Desistí de intentar metérmela dentro de los pantalones y salí. Hacía frío y caminé pegado a los muros de las casas hasta que me paró un taxi. Deseaba que el viaje a casa durara toda la noche y aplazar el reencuentro con mi vida verdadera, pero en un momento estuve allí plantado delante de la puerta de mi piso.

Titubeé. Mi corazón latía con fuerza, y el sudor brotaba por mi frente. Era poco más de la medianoche y seguro que Line ya se había acostado. Aspiré fuerte un par de veces, metí la llave en la cerradura con sigilo y abrí la puerta con suavidad. Estaba oscuro, pero evité encender la luz. Tras haber cerrado la puerta, me quité los zapatos y me deshice de la chaqueta. Me escurrí hacia la puerta de la habitación de Ironika y eché un vistazo en su interior. A pesar de estar a oscuras, pude ver que no estaba en su cama. Si yo no estaba en casa, a veces, dormía con Line en la cama grande, así que me escurrí hasta el siguiente dormitorio. Contuve la respiración y escuché. Nada, no se oía nada. Avancé despacio, con las manos extendidas ante mí, hacia el lugar donde estaba la cama.

Estaba vacía.

Encendí la luz de la cama y constaté que mis manos no se equivocaban. La cama seguía hecha. Me embargó un repentino alivio. Quizá todavía estaba a tiempo de tomar una ducha y restregar de mi cuerpo el olor de Linda. Pero el alivio se convirtió rápidamente en preocupación. Si no estaban allí, entonces, ¿dónde estaban? Me fui al salón y di la luz.

Line estaba sentada en el sillón cerca de la ventana, de brazos cruzados y mirándome con fijeza. No sonreía.

—¿Cómo pudiste hacerlo, Frank?

Su mirada no se apartaba de mí y pensé: «Tierra, trágame». Las palmas de las manos me empezaron a sudar y me sentía arder las mejillas.

—¿Qué quieres decir? —conseguí articular, pero sonó bajo y atropellado.

Mi pregunta tenía bastante sentido. Era imposible que Line supiera que había estado con Linda. Pudiera ser que alguien hubiera entrado en los servicios mientras duró nuestra bacanal, pero no con tan mala fortuna que nos conociera a mí o a Linda. Demasiado improbable. El remordimiento por haber sido infiel desapareció por un momento.

Me enderecé y abrí los brazos.

—¿Qué he hecho?

Mientras esperaba la respuesta, rastreé en mi cerebro para hallar otras cosas que pudieran haberla irritado, cosas que hubiera dicho o hecho, pero no podía hallar nada.

—¿Cómo pudiste pensar esas cosas de nuestra hija? —dijo Line al fin.

¡La entrevista! Era la entrevista. Estaba tan borracho de mi éxito que no veía la relación entre la entrevista de televisión y su reacción. ¿Cómo pude? La entrevista había ido de fábula a mi parecer y según lo que había expresado Linda Hvilbjerg.

Di un paso hacia ella. Lo correcto habría sido ir hacia ella y tomarla en mis brazos para tranquilizarla y convencerla, pero mi cuerpo y mi ropa desprendían olor a sexo y a Linda, así que me detuve. Ella debió de interpretarlo como una vacilación, porque apartó la mirada de mí y su rostro adquirió una expresión resuelta.

—Entonces es cierto —dijo—. Fantaseaste con torturar y asesinar a mi hija.

—No es eso lo que quise decir —protesté—. O sea… Nunca podría, claro, haber…

—¿No crees que parece un poco enfermizo, Frank?

Sacudí la cabeza.

—Nunca le haría daño a nuestra hija —dije—. No quiero a nadie tanto en el mundo como a Ironika.

Line volvió a mirarme. Sus ojos estaban llenos de desconfianza.

—He leído tu libro, Frank —dijo lentamente—. No puedo entender de ningún modo cómo puedes pensar así estando cerca de Veronika.

Miré a mí alrededor buscando a la protagonista de la discusión, que había estado presente mientras escribía el libro y había aprobado cada línea. Quizá podía socorrerme ahora y desarmar la situación.

—Está en casa de su abuelo materno —dijo Line.

Sentí que me partían en dos. Una parte tenía el dolor del arrepentimiento por haber sido infiel a Line. La otra estaba llena de cólera por ser tratado injustamente. Era imposible conciliar las dos partes en mí, la naturaleza contraria de las mismas neutralizaba cualquier acto decente. Resultó que me quedé allí quieto mirando a mi mujer y sin defenderme ni disculparme.

Line estuvo mirándome un rato, pero, al no reaccionar yo, se levantó exhalando un suspiro.

—No puede ser —dijo—. Necesito tiempo.

Di un paso hacia ella, pero entonces interpuso una mano entre los dos.

—Sola —especificó, y se dirigió a la puerta.

Cuando pasó, me retiré un poco hacia atrás. El olor de Linda seguía carcomiendo mi conciencia, pero para Line debió de significar que renunciaba a ella. Seguía sin encontrar nada razonable que decir, y ella se vistió en silencio y abandonó el piso sin mirarme. Desde la ventana pude ver cómo arrastraba su bicicleta en dirección a Amager. En una esquina volvió la cabeza y miró la casa.

Sin la mirada de reproche de Line, la parte de mí que se sentía tratada injustamente tomó las riendas. Repasé mentalmente la entrevista. El diálogo entre Linda Hvilbjerg y yo se repetía en mi mente. No había mentido, así fue cómo se gestó
Demonios exteriores
, pero creer que… Si precisamente era el amor a mi hija lo que me había permitido escribir esas atrocidades.

Eran mis peores pesadillas, lo más horroroso que podía imaginar que le ocurriera.

La rabia se iba apoderando de mí hasta que no pude contenerla. Golpeé el sofá con los puños, di patadas a los cojines y a los muebles que me rodeaban, chillé hacia la puerta por la que había desaparecido Line.

Estaba encolerizado y me sentía traicionado. De todas las personas, Line era la que mejor debía comprenderme.

Cuando acabé de castigar a todo el inventario de la casa, me derrumbé rendido.

Despacio volvió el arrepentimiento. Si no merecía ser lanzado al fuego eterno a causa de la entrevista, sí que lo merecía por mi patinazo con Linda Hvilbjerg. Todo el episodio había sido tan grotesco que mal podía caracterizarlo de infidelidad, pero claro que lo era, y yo era un cerdo, un padre horroroso y un mal marido. La rabia contra Line había cedido —ella tenía razón, yo era una mala persona que causaba dolor a las personas que me rodeaban—. Lloré, eché pestes y me golpeé a mí mismo por ser tan grosero. Corrí por el piso golpeando las paredes y los marcos de las puertas con las palmas de las manos, me tiré al suelo. En un momento dado bebí ginebra a morro y mi ataque de cólera fue cediendo a medida que ascendía el índice de alcohol en mi sangre. Se me nubló la vista y la luz se apagó paulatinamente hasta que todo quedó a oscuras.

Me desperté hecho un ovillo en el suelo del baño. Olía a vómito y a orina. Ese terrible olor me provocó náuseas y alcancé la taza del excusado antes de que el vómito saliera disparado. Aunque no habría sido necesario. El suelo ya estaba encharcado con orines y vómito.

Me puse de pie a duras penas y me miré en el espejo, que estaba agrietado por el cabezazo que le había atizado en algún momento y que me había abierto la ceja. Mi ropa estaba empapada, tenía amasijos de vómito pegados a mi pelo y en mis ojos se dibujaba un bello y detallado delta sanguíneo. Permanecí así un par de minutos, contemplando todo el desastre en los pedazos de espejo. Después me quité la ropa con lentitud y la eché a la bañera. Llené un cubo con agua y producto de limpieza y me puse a lavar el suelo con una bayeta.

Esto había acabado.

A partir de ahora iba a enmendarme.

Quería tener a mi familia conmigo. No más alcohol ni drogas, no más juergas en la ciudad, no más fiestas ni recepciones, y menos con Linda Hvilbjerg.

21

L
A CALLE RENTEMESTERVEJ no había cambiado, aunque yo nunca hubiera estado allí. El barrio de Nordvest siempre me ha parecido gris, lúgubre y desafortunado, y no esperaba encontrar otra cosa ese día al llegar allí en taxi desde casa de Bjarne y Anne. Tras haber obtenido la dirección de Mortis, hallé una disculpa para abandonar su casa. Era visible que Bjarne estaba preocupado y seguro que sospechaba que iría directo a la calle Rentemestervej, pero no dijo nada ni tampoco intentó detenerme. Quizá pensara que hallar a Mortis podía esclarecer la situación y convencerme de que estaba totalmente equivocado.

Yo mismo dudaba, plantado ante el número 43. El edificio era de ladrillos amarillos, pero, con el paso del tiempo, el tráfico y la mugre le habían conferido un tono grisáceo enfermizo. A las paredes exteriores de cada piso del edificio de tres plantas habían adosado balcones baratos de aluminio, pero parecía que la mayoría de los vecinos solo los usaban para depositar basura y trastos viejos que no cabían en el piso. Uno no podía imaginarse que hubiera alguien en ese edificio que planificara o realizara otra cosa que no fuera sobrevivir.

En el vestíbulo estudié la lista de nombres de los vecinos y hallé el nombre de Morten Jensen. Claro. Por eso no podía hallarlo en la guía. Mortis se llamaba en realidad Morten Jensen Due, pero en la época del Scriptoriet se negaba a usar Jensen y se hacía llamar Morten Due a secas. «Jensen es un apellido danés tan gris como la masa del paté», decía si alguien sacaba el tema. El quería ser diferente. Convertirse en alguien. Era visible que había cambiado de opinión.

La luz de la escalera estaba apagada, así que la encendí y me lancé escaleras arriba. Titubeé delante de la puerta de Mortis. Bien pensado, no sabía por qué estaba allí. Quizá quería constatar que él existía de verdad, devuelto a la vida por las blancas letras plastificadas encima de la boca del buzón.

No había timbre y golpeé la puerta, tres golpes fuertes que retumbaron en la escalera. Dentro había silencio. Esperé unos segundos y golpeé de nuevo, pero no hubo reacción alguna. Irritado, me puse en cuclillas, levanté la tapa de la boca del buzón y traté de ver dentro. Estaba totalmente oscuro.

—¿Morten? —grité con los labios pegados a la boca del buzón.

No podía ser que hubiera ido hasta allí en vano. No podía tratarse de una pista falsa. Era demasiado lo que estaba en juego.

Alcé el felpudo para ver si había alguna llave debajo. Claro que no había ninguna, pero la idea no era tan absurda. Mortis solía perder cosas cuando iba al centro, así que en la época del Scriptoriet siempre tenía una llave extra en otro sitio. Me levanté y deslicé mi dedo por el canto superior del marco de la puerta, pero solo había polvo. Quizá ya no perdía las llaves. Moví el pomo de la puerta, solo para asegurarme de que aún las usaba, pero la puerta estaba cerrada.

La luz se apagó y cayó sobre mí el resplandor de la luna que penetraba por una de las ventanas que había entre las plantas. Subí los pocos peldaños que me separaban de ella y la abrí. Mi corazón se puso a latir fuerte. El balcón de Mortis estaba a solo dos o tres metros de la ventana y pude ver que la puerta estaba entreabierta. El balcón no tenía más de dos metros cuadrados y al mirar hacia abajo pude ver que la mayor parte de la superficie estaba llena de botellas vacías, solo quedaba libre un pequeño espacio alrededor de la puerta.

Mi mirada recorrió el edificio. No eran más de las once y había luz en la mayoría de los pisos. Algunos estaban iluminados solo por la luz procedente de los televisores; otros tenían candelabros en las ventanas o lamparillas, pero no se veía a nadie, nadie que pudiera enterarse de una visita vía balcón.

Apoyé la frente contra el marco de la ventana y cerré los ojos. ¿En qué medida deseaba esto? Si me caía del tercer piso podía romperme brazos y piernas, y, si caía mal, adiós muy buenas para siempre. Se me apareció la imagen de Verner en la cama del hotel. Mortis era mi única pista concreta. En realidad, solo un seudónimo en una de mis novelas que había reservado la habitación 102. Pero aun así era una pista, un nombre.

Abrí los ojos y abrí la ventana del todo. La cornisa de debajo era ancha. Las palomas también lo habían descubierto, porque estaba llena de sus cagadas. Me agarré al marco de la ventana y de un solo salto me subí a ella y salí a la cornisa. Me acuclillé como un corredor en el momento de la salida y me concentré en el balcón que tenía debajo. La sangre bombeaba fuerte por todo mi cuerpo y me pareció estar preparándome más para saltar en paracaídas que un par de metros. La mano que agarraba el marco con fuerza empezó a sudar.

Lancé una última mirada a mí alrededor antes de tomar impulso.

Mis pies patinaron con la mierda de las palomas, mis brazos se extendieron hacia delante con la mirada fija en el balcón y sentí el viento golpear en mi cara mientras me movía en el aire. No fue elegante ni gracioso, sino más bien un salto de trampolín de tres metros en el que al saltador le da un ataque al corazón a la mitad. El balcón se acercó a mí velozmente y mi pecho golpeó contra la barandilla seguido del resto del cuerpo, que con un golpe seco fue a dar contra el recubrimiento de aluminio. Sonó muy fuerte en mis oídos y en lo único que pensé fue en subir al balcón y desaparecer de la vista. Me encaramé por encima de la barandilla y me deslicé entre una ristra de botellas vacías que se derrumbaron y tintinearon de manera tan estrepitosa que el ruido retumbó en toda la finca.

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