Read Los crímenes de un escritor imperfecto Online
Authors: Mikkel Birkegaard
Tags: #Intriga, #Policíaco
—No es eso… —intenté aclarar antes de que me interrumpiera.
—Seguro que existe un número limitado de formas de asesinar, tú lo sabes mejor que nadie, cada vez debe de resultar más difícil hallar nuevos métodos que no hayan sido usados, ¿no? A ti también te resulta difícil no repetirte, lo noto. —Se encogió de hombros—. Sí, perdona, pero algunos de tus últimos crímenes parecen demasiado artificiosos, si quieres saber mi opinión.
—¿Artificiosos?
—Sí, ya sé que eso se ha convertido en tu sello —dijo Bjarne—. Pero parece que lo fuerzas demasiado, que la forma de llevar a cabo el crimen, la descripción de cada detalle y el propio acto eclipsan la historia.
—No lo entiendes —murmuré.
—Te lo digo como amigo, Frank —continuó Bjarne, y me puso una mano en la rodilla—. Las detalladas torturas y escenas de crímenes ocupan todo el espacio. La trama se ha convertido en una fina cola que enlaza los crímenes y la galería de personajes, en un conjunto de clichés.
Siempre habíamos sido sinceros respecto al trabajo de cada uno. En el Scriptoriet incluso éramos despiadados al criticar nuestros textos, a veces tan duro que tirábamos cosas y dábamos portazos, pero ahora las palabras de Bjarne no me afectaban. Lo que me irritaba era que no me entendiera.
—Bjarne… —Atrapé su mirada, y entonces pareció darse cuenta de que tenía algo importante que decirle. Al menos se calló—. Dos personas, personas de carne y hueso, han sido asesinadas. Las han matado a causa mía o, al menos, con los métodos que yo he descrito.
Bjarne se me quedó mirando. Como si esperara que fuera a estallar en carcajadas. Cuando vio que no reaccionaba, carraspeó.
—¿Es por eso por lo que quieres localizar a Mortis? Asentí con un gesto.
—No le veo la relación. Mortis no mataría ni a una mosca. ¿No recuerdas lo delgado que está? Solo piel y huesos.
—Y odio —añadí—. Si la policía me preguntara si tengo algún enemigo, pensaría en Mortis. Creo que me odiaba con todas sus fuerzas.
Bjarne sacudió la cabeza.
—Solo estaba celoso. Es diferente.
—Lo uno puede llevar a lo otro —dije—. Le robé a su chica y tuve éxito con…
—No tenía celos de tus libros —me interrumpió Bjarne—. Al contrario, casi se entristecía por ti. Ya lo conoces, no hace concesiones tratándose de literatura. A su manera de ver, te habías extraviado, alejado de la luz, ibas camino de las tinieblas. Ya era suficiente castigo para él.
—¿Cuándo has hablado con él por última vez?
Bjarne tomó un sorbo de coñac antes de responder.
—No hace más de dos meses. Me llamó para preguntarme si quería comprar algunos de sus libros. —Bjarne cerró los ojos y se masajeó una sien—. Le dije que no, que gracias. Ya tenemos suficientes libros, pero…
—¿Pero?
—Me pareció que estaba atravesando dificultades. —Bjarne suspiró—. Lo pensé más tarde, ¿comprendes?, he intentado apartarlo de mi mente… hasta ahora.
—¿Le has hecho alguna visita?
—Hace mucho. Vivía en la zona de Nordvest, en Rentemestervej, 43, lo he consultado. Pero si todavía vive allí no lo sé.
—Ya lo averiguaré —dije.
Tengo la sensación de que voy por la mitad
.
Quizá es ser demasiado optimista, porque aunque pueda ver el camino a seguir, sé que, en la última parte, me saldrán al paso varias tentaciones. Será difícil resistirse a no tomar atajos y con ello evitar dolorosas cuentas que pagar, pero tengo que mantenerme firme, todo el tiempo fijar la atención en el paso siguiente
.
Estoy más sereno que nunca. Hay gran seguridad en lo que escribo, y puedo trabajar periodos más largos sin perderme o hacer pausas. Quizá porque creo que el crítico está más cerca. Ha salido de la sombra y lo siento a mi lado, como un guía o un compañero de viaje
.
Pero estoy solo
.
Me doy cuenta cuando alejo la mirada de la pantalla y la fijo en la oscuridad exterior. Intento escuchar, pero no hallo ningún consejo en ella ni instrucciones de qué camino seguir, porque ya existe una ruta trazada para mí, y debo seguirla si quiero llegar a buen puerto
.
Entonces vuelvo la vista a la pantalla y avanzo un paso más
.
L
AS SEMANAS QUE SIGUIERON a la publicación de
Demonios exteriores
fueron una babel de entrevistas, charlas y actuaciones en diferentes contextos. Tenía que opinar sobre cualquier cosa, desde el acoso en las escuelas a los márgenes penales y, por supuesto, de la violencia como entretenimiento y medio de expresión. Fui invitado a fiestas, galas de estrenos y entrevistas televisivas y, en general, asistía a casi todo.
La venta de libros subía y subía. En algunos países, los derechos de traducción fueron subastados, y diversas compañías cinematográficas se interesaron por los derechos para la película.
Pronto las ventas y el revuelo que se formó fueron tan grandes que el programa cultural de televisión más popular y exclusivo con crítica de libros,
En torno a una mesa
, tuvo que ceder y ofrecerme una entrevista. Linda Hvilbjerg era la locutora, una periodista que por aquel entonces había visto varias veces en el Café Viktor, en Dan Turéll u otros lugares donde había estado celebrando la publicación de mi libro. No habíamos hablado demasiado, pero la impresión que me causó fue que era una fría y calculadora bruja. Como contrapartida, estaba buena a rabiar. Pelo moreno y rizado, ojos pardos y una deslumbrante sonrisa blanca. En el programa iba vestida con discreción, una falda clara y una camisa negra que dejaba traslucir un talle delgado y un par de tersos pechos, de tamaño mediano.
Nos citamos en el estudio una hora antes de la emisión del programa en directo. Estaba nervioso. Era una entrevista importante y la idea que tenía de ella me asustaba un poco. Sentado en la sala de maquillaje, deseaba que concluyera sin que me dejara a la altura del betún, así que me sorprendió mucho que me saludara tan efusivamente al llegar. Me dio un abrazo y se comportó abierta y acogedoramente.
Una vez maquillado, me invitó a su
beautypowder
, tal y como lo llamaba ella. En un pequeño espejo de bolso preparó cuatro rayas de polvo blanco, de las que ella esnifó dos en un santiamén. Atrapado en el ambiente y para controlar los últimos nervios, esnifé las dos restantes. La nerviosidad no tardó en desaparecer e, incluso, empecé a sentirme a gusto en la situación.
Hablamos por los codos y nos divertimos hasta el momento de la emisión. Me sentía seguro y tenía la sensación de que compartíamos algo importante, vaya, que podía contárselo todo.
El estudio consistía en dos paredes falsas con estanterías repletas de tapas de libros vacías, un sofá de terciopelo rojo para los invitados y un sillón para la locutora. Todo decorado en un estilo discreto, con gruesas alfombras, lámparas de pie y tonalidades oscuras. Nos sentamos y, mientras ella repasaba sus notas por última vez, tuve ocasión de estudiar el entorno. Dos técnicos comprobaban las instalaciones. Fuera del campo de visión de las cámaras había cables por doquier, y del techo colgaban lámparas arracimadas. Los técnicos parecían no reparar en nuestra presencia; para ellos éramos solo parte del decorado.
La entrevista empezó, y Linda Hvilbjerg me felicitó por el éxito y el desbordante interés registrado. ¿Que si lo esperaba? Contesté lo mismo que en las innumerables entrevistas de los últimos días, diciendo que nunca se está lo suficientemente preparado para el éxito, pero que lo disfrutaba después de tanto trabajo con el libro. Hablamos del revuelo que había levantado y del debate sobre la violencia en los medios de comunicación en general. Todas, preguntas que ya me habían hecho y que podía responder con temple; sin embargo, la atmósfera y la confianza creada, además de su
beutypowder
, me hacían sentir que estaba en una charla íntima más que en una entrevista. Expliqué más cosas de mí mismo de las que hubiera deseado. Ella flirteaba un poco, lo que también contribuyó.
Casi a la mitad de la entrevista, me preguntó cómo podía imaginar todas esas atrocidades y cómo podía describirlas al mínimo detalle creando imágenes que eran casi insoportables. A esa pregunta también había respondido antes y, sin embargo, a ella le di una respuesta que no fue la acostumbrada.
Le conté toda la verdad.
Ironika ocupaba gran parte de mi vida durante el periodo en que escribí
Demonios exteriores
. Era el centro de mi actividad diaria y, en cierto modo, mi inspiración. Ocurría a menudo que la llevaba en brazos por el piso, la ayudaba a explorar, y mientras la tenía así, indefensa y llena de confianza y amor, investigaba mi mayor terror: ¿qué era lo peor que podía ocurrirle? Como padre primerizo, mi concepción del mundo había cambiado, no existía nada que no estuviera dispuesto a hacer por mi hija, y mi entrega total abría espacio a sentimientos todavía más fuertes, o sea, el miedo. ¿Y si le pasaba algo a ella? Viví mis peores pesadillas y exploraba mis reacciones. Lo que no podía soportar imaginármelo con relación a mi hija, lo utilizaba en el libro. Si no, lo desechaba y seguía la búsqueda. Merodeaba por los cajones en busca de los instrumentos adecuados y concebía los peores escenarios que mi miedo podía provocar.
Las víctimas en
Demonios exteriores
, no obstante, no eran bebés, sino adolescentes, pero las ideas de lo que tenían que padecer provenían de los días pasados con Ironika.
Fue esa la respuesta que le di a Linda Hvilbjerg sin titubear. Se hizo un silencio y pude ver un cambio en su mirada. No era de asco o distancia, sino una especie de admiración o alegría. Continuó con las preguntas, centradas entonces en otras fuentes de inspiración, a qué autores leía y qué modelos tenía.
Acabada la entrevista, me sentí satisfecho. Linda Hvilbjerg estaba entusiasmada. Una de las mejores entrevistas que había hecho, afirmó, y me dio las gracias de todo corazón. Su mirada había adquirido una insistencia, un hambre, que me incomodaba un poco.
Embriagado de su
beautypowder
y su interés, consiguió convencerme para que la acompañara a una fiesta. Tenía su traje en el armario y usó el baño del estudio y la sala de maquillaje para arreglarse. Mientras tanto, yo me había instalado en el sofá con un gin-tonic y un montón de revistas.
Cuando Linda Hvilbjerg salió de la sala de maquillaje, parecía otra. La vestimenta de ratón de biblioteca había desaparecido y, en su lugar, apareció ante mí una belleza vestida de gala con un ajustado vestido azul oscuro, el pelo recogido en lo alto y pendientes blancos.
No pude por menos que expresar disgusto por la ropa que llevaba, pero ella no quiso oírlo, me tomó del brazo con resolución y me llevó al taxi que nos esperaba.
La fiesta se daba en el cosmopolita barrio de Norrebro, en un estudio grande que se había reformado para convertirlo en oficinas de una empresa de publicidad. No obstante, no se veía escritorio alguno por ningún lado. Lo habían despejado todo y, en las vigas del techo, habían colocado luces que nada tenían que envidiar a las de la mayoría de las discotecas. Por supuesto también habían contratado disc-jockeys profesionales que aportaban una impenetrable pared de música electrónica. Linda conocía a un montón de gente y yo atisbé un par de caras conocidas, pero resultaba imposible hablar.
Ingerimos un par de bebidas de tonalidad verde e intentamos bailar un poco, pero enseguida estuvimos de acuerdo en que necesitábamos algo más potente. Linda gesticuló señalando los servicios y nos abrimos paso en medio de danzantes y conversaciones proferidas a gritos entre vestidos de fiesta y trajes.
La fiesta ocupaba los dos pisos del edificio, así que bajamos al piso de abajo, donde la música no estaba tan fuerte y no había cola en los servicios. Allí había pequeños grupos esparcidos aquí y allá que huían del ruido y registré con cierto orgullo que miraban hambrientos a Linda al pasar por delante de ellos.
Los servicios estaban recién construidos con grandes baldosas en la pared, suelo negro y espejos grandes encima de lavabos cuadrados con grifos dorados. Había tres compartimentos, todos vacíos, y nos metimos en el primero. Eché el pestillo y Linda sacó el pequeño espejo del bolso. Preparó cuatro rayas mientras yo hacía un canuto con un billete de cien coronas. Y esnifamos cada uno una raya.
Mientras yo esnifaba la última, Linda echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y aspiró con una amplia sonrisa en sus labios. Soltó una risita sofocada, entreabrió los ojos y me miró a través de las estrechas rayas que dibujaban.
—¿Sabes una cosa, Frank? —preguntó poniendo sus manos en mis hombros.
—Sí, ¿que en realidad eres un hombre?
Linda Hvilbjerg volvió a soltar una risita burlona.
—¿Quizá lo preferirías?
—De ningún modo —respondí al instante tomándola por las caderas—. Sería una lástima.
—Maldita sea, es un libro malo —dijo.
—Vale —contesté retirando mis manos como si me quemara.
Y ella continuó riéndose igual.
—Pero ¿sabes qué? —Me cogió las manos y las devolvió a sus caderas—. Me puso a mil.
Dejé que mis manos se deslizaran por su espalda y bajaran hasta las nalgas, que se tensaron un poco cuando las apreté. No llevaba bragas, podía notarlo a través de la fina tela.
—¿Y qué hiciste entonces? —pregunté con voz velada. La droga estaba haciendo efecto, Linda parecía resplandecer de energía y mi miembro estaba duro y apretado contra mis pantalones.
—Me llevé el libro a la cama. —Empezó a desabrocharme la camisa. Sus manos penetraron dentro y se deslizaron por mi pecho hasta el borde del pantalón—. Me tumbé desnuda por completo —continuó, mientras sus dedos me desabrochaban la hebilla—. Y leí los mejores párrafos mientras me acariciaba.
Empecé a levantarle el vestido, poco a poco.
—Me imaginé que era yo la que estaba allí atada. —Suspiró cuando al fin pudo liberar mi miembro, que saltó libre a placer—. Que era a mí a quien se follaban por todos los sitios sin poder hacer nada por evitarlo.
El vestido estaba tan subido que podía tocar su sexo. Su cuerpo se estremeció cuando rocé sus labios menores y apretó fuerte la base de mi miembro, un apretón que amenazó con parar el flujo de sangre.
—Tuve un orgasmo sensacional —me susurró al oído, mientras alzaba una pierna y apoyaba el pie encima del retrete para que pudiera penetrarla mejor—. Ahora quiero corresponderte.