Los crí­menes de un escritor imperfecto (22 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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Pasaron algunas semanas antes de contarle a Line que nuestro proyecto común tendría que esperar en beneficio de un ejercicio para cultivar mi imagen y de la economía. No le entusiasmó. En realidad, pareció que estaba dispuesta a renunciar tanto al chalé de la playa como a la casa en Kartoffelrekkerne si era necesario. Yo le aseguré que simplemente se trataba de un periodo corto, un sacrificio que nos daría la posibilidad de escoger nuestro futuro. Esas palabras eran de Finn. Eran los mismos argumentos que él había usado conmigo, y yo no pude evitar sentir un poco de pena cuando Line, al final, cedió y aceptó que a
Demonios exteriores
le seguirían dos libros del mismo género. Pero después se habría acabado el escribir historias horripilantes, como decía ella.

Una vez que todas las partes implicadas hubieron prestado juramento, solo me quedaba ponerme manos a la obra. Pero no era algo dicho y hecho. Yo había estado como una res con derecho a pasto en el prado durante unos meses y ahora debía volver al oscuro establo un periodo largo.

Además existían otros muchos elementos perturbadores. De continuo me llegaban ofertas para entrevistas y programas de televisión. Me había convertido en la persona a la que se llamaba cuando había que discutir de violencia y literatura en la televisión, en el cine o en los juegos de ordenador. En ese periodo decía siempre que sí a participar en lo que fuera, desde los programas de entretenimiento de los sábados hasta ser columnista en los periódicos locales. Todas las interrupciones eran bienvenidas. Así tenía una excusa para no escribir, porque no tenía nada que escribir. Cada vez que me sentaba al ordenador, perdía la capacidad de expresarme con coherencia, y no podía pensar ni en tramas ni en estructuras. A medida que la frustración crecía en mí, hallaba más y más excusas para aplazar la escritura, y siempre tenía tiempo para salir con Bjarne, hacer trabajo de casa o simplemente dejarme arropar por el idilio familiar con Line y mi hija.

De manera que me abrí socialmente, pero me cerré a mi trabajo. No hablaba con nadie, ni siquiera con Line, de lo que estaba escribiendo, es decir, nada. Pero ella era lo suficientemente discreta para no preguntarme demasiado, y yo lo interpreté como su aceptación de que yo acabara la trilogía de novelas de terror sin ella a cambio de estar presente en el hogar y ocuparme de la familia. Y vaya si estaba presente. Era un superpadre que siempre tenía tiempo para jugar con mi hija, además del marido atento que apoyaba a su mujer en su carrera como bailarina.

Todo lo que no podía hacer como escritor, podía hacerlo como padre de familia, y los padres procrean niños, así que cuando un día Line me contó que estaba embarazada fui presa de una gran alegría y de un gran alivio. Ahora tenía otra razón para no trabajar, un proyecto al que nunca nadie me reprocharía que le dedicara energía. La mejor excusa del mundo.

A menudo me fascina cómo trabaja el inconsciente. Algunas veces creo que se produce un tira y afloja entre las dos mitades del cerebro, la lucha entre voluntad e intuición. Si una cede, gana la otra. Cuando intentaba forzarme a escribir o a inventar la trama de una historia, no salía nada. Pero cuando ya me había hecho a la idea de ser padre a tiempo completo y aplazar la actividad de escritor, apareció por sí sola una historia.

La idea de
Demonios interiores
llegó poco tiempo después de que Line se quedara embarazada por segunda vez. Tumbados en la cama, desnudos y sudorosos tras haber hecho el amor, yo tenía la cabeza en su regazo y ella deslizaba sus dedos por mi pelo. Todavía su barriga no abultaba casi nada, pero los pechos habían aumentado y los tenía un poco doloridos, para mi disgusto, porque le ponía totalmente histérica que yo los toqueteara. Y yo, al contrario, nunca me saciaba de hacerlo. Line no tenía mucho pecho, pero cuando estaba embarazada le crecían hasta alcanzar el tamaño de caber en una mano a la perfección.

No sé cómo se nos ocurrió, pero nos pusimos a hablar de cómo eran los nacimientos en épocas anteriores, lo duro que debió de ser sin anestesia, y las muchas muertes tanto entre bebés como madres. ¿Cómo le influía a un niño haber estado expuesto a un nacimiento traumático en el que la madre además moría y el hijo tenía que vivir el resto de su vida relegado a ser culpable de la muerte de su madre? Fue esa idea la que empezó a anidar en mí, y que más tarde sería la base de
Demonios interiores
.

Line dejó de bailar, pero mantuvo el contacto con el mundillo aceptando un trabajo de ayudante en el teatro Bellevu. Eso significaba que yo me quedaba solo con Ironika durante el día y podía dedicarme a escribir y a cuidarla. Casi como cuando escribí
Demonios exteriores
, una colaboración entre padre e hija que estrechaba nuestros lazos.

Tal vez Line se sintió excluida, porque un día afirmó que la dejaba fuera y se temía que yo estuviera demasiado subyugado por mi trabajo. Ella no sabía exactamente lo que estaba escribiendo —eso lo reservaba para mí y para Ironika—, pero notaba un cambio en mí. Yo no tenía la misma percepción y no podía entenderla. El manuscrito crecía día a día, y con ello recuperé mi autoestima como escritor. Había olvidado las ambiciones de
Bienvenidos al club
y experimenté una inyección de adrenalina viendo que las páginas de
Demonios interiores
se engrosaban; quizá tuviera ella razón en lo de que me mostraba un poco distante y agotado cuando cumplía con la cuota diaria de palabras. Pensó tomar el permiso de embarazo pronto, pero yo la convencí de que continuara por el bien de su carrera. No es que yo no pudiera trabajar estando ella en casa, pero me gustaba la rutina de dejar y recoger a Ironika en el jardín de infancia, y tener el placer de jugar con ella cuando no se podía entretener sola. Line envidiaba nuestra comunión, porque era como compartir un secreto y ocurría que nos dirigíamos unas miradas de complicidad durante la cena que exasperaban a Line. Era una pena, pero nos divertíamos con nuestro jueguecito, y jamás pensé que podría perjudicar a la madre.

Entretanto, la barriga de Line crecía y yo seguía muy de cerca la evolución de su cuerpo. Cuando Line estaba embarazada de Ironika, yo tenía poco tiempo y muchos trabajos para poder pagar el alquiler. Sin embargo, esa vez podía seguir el proceso del embarazo con detalle. Además de lo fascinante que resulta estudiar cómo cambia el cuerpo de una mujer, tenía otro motivo, el libro precisamente, para el que era del todo decisivo recopilar toda clase de detalles en torno al embarazo y el momento de dar a luz. Quizá algunas veces fui demasiado intenso en mi curiosidad, porque una noche, cuando, como de costumbre, yo escrudiñaba su barriga y su sexo, remarcó que preferiría que le hablara a su rostro y no a sus órganos sexuales.

Un par de días después sucedió algo que Line nunca me ha perdonado.

Ironika había estado toda la mañana enfadada y no quiso ir al jardín de infancia. Yo me irrité. Había contado con poder escribir unas cuatro o cinco horas ese día, pero mi hija estaba en una edad en la que exigía atención constante. Intenté llegar a un acuerdo con ella. Si quería quedarse en casa, tendría que entretenerse sola. Me preparé una taza de café y me senté al ordenador para trabajar. Pero el acuerdo con mi hija duró diez minutos, después apareció en la puerta con su set de cocina infantil e insistió en hacer un pastel. Intenté de verdad dominarme, pero después de un rato me enfadé a pesar de todo. Con voz dura le ordené que bajara al salón, donde debía entretenerse sola y en silencio. Si no lo hacía, la llevaría al jardín de infancia y la dejaría allí hasta el día siguiente. Por supuesto que era una amenaza vacía, pero funcionó e Ironika se fue del despacho con las orejas gachas.

Al rato se escuchó un estrépito en la cocina, seguido de ruidos metálicos y un alarido de mi hija.

Pegué un salto y corrí abajo hacia la cocina. Ironika estaba tendida en el suelo lanzando bramidos. Esparcidos a su alrededor había cuchillos, tenedores y otros cubiertos. Estaba claro que había decidido hacer un pastel ella sola. A duras penas, había llegado a uno de los cajones de cocina, había tirado de él y le había caído encima la cubertería. Para mi espanto, descubrí una mancha oscura de sangre debajo de uno de sus muslos que aumentaba con alarmante velocidad. La alcé hasta la mesa, le bajé los pantalones y pude ver una herida profunda en la parte interior de su muslo. Era un corte limpio de uno de los cuchillos de trinchar, y me mareé viendo el chorro de sangre que manaba de él. Cogí unos paños de cocina limpios, uno se lo até fuerte un poco más arriba de la herida y con el otro se la taponé. Irónica seguía aullando, pero había empalidecido de forma alarmante.

La cogí en mis brazos y salí corriendo de la casa. Si hubiera sido necesario, habría corrido los buenos dos kilómetros que nos separaban del Hospital Central, pero Kaj, nuestro vecino, tenía coche y, en general, estaba en casa. Afortunadamente allí estaba aquel día, y nos llevó al hospital, nosotros sentados en el asiento trasero de su viejo Saab. Por el camino, me pareció que Ironika empalidecía cada vez más, a pesar de que yo presionaba la herida lo más fuerte posible. Sus alaridos se habían transformado en sollozos y casi no podía mantener los ojos abiertos.

El único pensamiento que puedo recordar que me asaltaba era: «¿Qué he hecho?».

En la sección de urgencias nos atendieron al instante y hombres en bata blanca cogieron a Ironika de mis brazos y se la llevaron directamente al quirófano. Llamé a Line al trabajo y le conté lo ocurrido. Se hizo un silencio total al otro lado del auricular. No podía ni oír su respiración. Cuando al final habló, le temblaba la voz; dijo que ya estaba en camino.

A pesar de que seguramente no fue más de media hora, me pareció una eternidad el tiempo que la niña pasó en la sala de operaciones. Me tranquilizaron diciéndome que todo había ido bien. Le habían hecho una transfusión de sangre y le habían cosido las venas.

Line todavía no había llegado, así que me senté al lado de Ironika mientras dormía. Era terrible ver ese cuerpecito en esa cama grande de hospital, pero, a la vez, tenía un aspecto de paz total, ahí echada no le afectaba en nada el barullo a su alrededor. Cuando Line llegó, no me miró apenas; se dirigió a la cama y le cogió la mano a la niña. Lloró casi en silencio, solo interrumpido por el moqueo. Le tendí una servilleta de papel y se sonó todavía sin mirarme.

Cuando al final habló, estaba colérica.

—¿Dónde estabas? ¿Por qué no la vigilaste? ¿Por qué no estaba en el jardín de infancia?

Las preguntas me martilleaban demasiado aprisa para poder responder cuando no bastaba un sí o un no. La tomé en mis brazos y la estreché contra mí. Al principio se resistió, pero poco a poco se dejó vencer y, al final, me rodeó con sus brazos y sollozó. Yo también lloré un poco.

Line se quedó con Ironika mientras yo volvía a casa, habíamos salido sin cerrar la puerta y las ventanas. La adrenalina bombeaba en mi cuerpo. No podía dejar de especular acerca de lo mal que podía haber ido, y me pareció que era el hombre más afortunado del mundo. En un intento de tranquilizarme hice el trabajo de casa que había planificado para ese día. Lavé ropa, ordené la cocina, restregando la mancha de sangre del suelo, lavé todos los cubiertos y los volví a colocar en el cajón. Los pantalones ensangrentados de Ironika los tiré. No quería arriesgarme a que me recordaran, a mí o a otros, lo ocurrido, así que los tiré al contenedor de la basura. Una vez acabada la tarea, la única señal del accidente era la marca del suelo, justo donde se había clavado el cuchillo tras haber cortado a mi hija en el muslo.

Cuando no hubo más tareas con las que ocupar mi mente, volví al hospital y reemplacé a Line.

Ella había tenido tiempo de pensar, eso estaba claro, y me dirigió una mirada inquisidora nada más llegar. Tuve que explicarle toda la historia de nuevo, dónde estaba cuando sucedió, qué había pasado antes del accidente y cómo habíamos llegado al hospital. Al final se le agotaron las preguntas, pero pude ver que algo le corroía por dentro. Era algo que no podía o no se atrevía a formular.

Ironika se despertó y se encontraba bien. Su vocabulario todavía era limitado, pero pudimos ver que no recordaba con exactitud lo que había sucedido. Al ayudarla un poco, pudo recordar que había estado en la cocina antes del hospital, pero no recordaba la causa por la que estaba allí. Se acostumbró con rapidez. La mimamos con golosinas y contándole historias, y todo el tiempo uno de los dos se quedaba junto a su cama.

Al día siguiente los tres pudimos marcharnos a casa.

Ironika estaba feliz de poder volver a su habitación e insistió en echar una siesta casi antes de poderle quitar la ropa de calle. Line y yo nos quedamos al pie de la cama contemplándola hasta que se durmió. Cuando nos escurrimos hacia el piso inferior, Line me pidió que le mostrara lo sucedido. Me irritó un poco. Ya habíamos hablado de ello, y ya era agua pasada, pero Line insistía y entonces le señalé el cajón y la marca que el cuchillo había dejado en el suelo. A ella le pareció extraño que hubiera tirado los pantalones. Podían haberse cosido, claro, y tal vez no era tan mala idea que nos recordaran el episodio de vez en cuando. Sentí que estaba obligado a defenderme y hacer verosímil una desgracia fortuita como si de una trama de novela se tratara.

Al final ya fue demasiado y fui al contenedor para recoger los pantalones de Ironika. Por supuesto llovía y tuve que revolver la basura un buen rato; me quedé empapado intentando encontrarlos. Los pantalones no estaban. A mi alrededor había basura esparcida por toda la acera y noté la mirada de los vecinos detrás de las ventanas. O habían vaciado el contenedor o alguien se los había llevado. Empecé a recoger la basura esparcida mientras me maldecía por haber tirado «la prueba». Mojado y sucio, volví a casa e intenté explicarle que no había podido encontrarlos. Line me siguió hasta el baño, donde me quité la ropa mojada y me remojé debajo de la ducha. Cuando no me hacía preguntas, me observaba con mirada escrutadora, y, cuando quise abrazarla después de la ducha, me rechazó. El resto del día casi no me habló, pero al día siguiente volvió a ser la misma persona dulce de siempre. Parecía que no había pasado nada y respiré aliviado.

Ese mismo día renunció a su puesto de ayudante para poder quedarse en casa. Yo no creía que fuera necesario, pero dado que ella insistía y nos lo podíamos permitir, no había más que hablar. Eso significó que yo podía centrarme en escribir, pero mi relación con Ironika cambió. Ahora eran las mujeres quienes compartían secretos y yo quien no comprendía sus códigos y miradas cómplices.

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