—El asesino pudo haber entrado por la ventana —insistió Mensu.
El juez se acercó para inspeccionar el alféizar, pero no vio señal alguna de que nadie hubiese entrado. Cerró los postigos y fijó los pasadores en sus encajaduras.
—Cuando nosotros llegamos a la habitación —declaró Mareb con apremio—, estaba, sin duda, cerrada. Como sabéis, he tenido que abrirlo todo.
Amerotke hizo un gesto de conformidad, tras lo cual se frotó los dientes con el pulgar y se encogió de hombros.
—Suponiendo que podamos determinar el modo en que entró el asesino —intervino Wanef—, ¿cómo pudo envenenar a Snefru sin que éste alarmase a nadie? Era un guerrero, y lo normal es que se hubiese resistido.
—Debemos esperar a conocer el informe del cirujano —respondió Amerotke—. Aunque, por misterioso que resulte, Snefru fue envenenado en esta habitación. —Dicho esto, tomó la copa de vino y la escudilla y se las tendió a Weni—. Bájaselas al médico y pídele que las analice con detenimiento y me haga saber cuál es su opinión.
—Así que —señaló Wanef poniéndose en pie— no sabemos en realidad cómo murió mi señor Snefru, ni tampoco quién lo asesinó…
—Y, sobre todo, ignoramos el porqué —añadió Amerotke.
Estudió el rostro taimado de la princesa de Mitanni. Estaba convencido de poder prever las reacciones de sus dos compañeros, pues había conocido a hombres semejantes entre los altos oficiales del Ejército egipcio: guerreros valerosos, tenaces en el combate y poco acostumbrados a negociar, y menos aún con una reina-faraón que había aplastado sin compasión sus fuerzas militares. Snefru no debía de haber sido diferente. Sin embargo, ella, su rostro astuto y aquellos extraños ojos burlones…
—¿Estás triste? —le preguntó de súbito.
—¿Triste? —repitió ella con un mohín—. El señor Snefru no tenía parentesco conmigo, pero era un buen guerrero, uno de los favoritos de Tushratta. Junto —se apresuró a añadir— con mis otros dos compañeros aquí presentes.
—¿Tenía interés en lograr la paz con Egipto? —inquirió Amerotke.
—Eso no es de tu incumbencia. Estaba aquí en calidad de enviado…
El juez dio un paso al frente.
—Mi señora, me pesa la muerte de este guerrero, pero esto es Egipto. No has dudado en empezar a señalar con el dedo, aun a pesar de que, en realidad, no sabemos quién es el asesino.
Mareb, el heraldo, tosió.
—Mi señor —exclamó para atajarlo.
—Ésta no es la sala del consejo —contestó Wanef. Acto seguido, se dirigió a Amerotke con una sonrisa—. Deja que mi señor, el juez, hable. ¿Estás dando a entender que uno de nosotros puede ser responsable de la muerte del señor Snefru?
—¡Mentira! —espetó Mensu al tiempo que dejaba que su mano se dirigiese al lugar donde debía haber estado su espada.
—Conteneos —advirtió el magistrado—. Todos nosotros podemos ser tan inocentes de la muerte de este hombre como el que más. Sin embargo, si queréis la verdad, no tengo más remedio que hacer preguntas.
—En ese caso, hazlas. —Wanef volvió a sentarse en el escabel e indicó con un gesto a los dos nobles que guardasen silencio.
—¿Había diferencias de algún tipo entre vosotros? —preguntó el juez.
Wanef miró a Mensu y a Hunro y negó con un gesto.
—En tal caso, Snefru era vuestro amigo —insistió Amerotke.
—Era un miembro de nuestro pueblo —declaró Hunro—, un jefe de clan.
—¿Existía alguna enemistad entre vuestros clanes?
Volvieron a negar sin pronunciar palabra.
—Si lo que buscas son diferencias —repuso con calma la princesa—, debes saber que no todos los del reino quieren la paz con Egipto.
—¿Y Snefru?
—He contestado a tu pregunta, mi señor Amerotke.
El juez no pasó por alto lo que sus ojos y su voz tenían de ladino.
—Yo, sus familiares y los miembros de su clan lloraremos la muerte de Snefru.
Amerotke había obtenido su respuesta: a todas luces, no existía un gran cariño entre aquellos tres y el difunto.
—Sugiero —terció Senenmut dando un paso al frente— que levantemos por hoy la sesión. Mi señor Amerotke se alojará también aquí, en el templo de Anubis. Se dispondrán habitaciones para ti y tus sirvientes. —Abrió la puerta—. Mi señora…
Wanef dedicó una cortés reverencia a Amerotke y, seguida de sus dos compañeros, salió de la estancia.
Senenmut clavó su mirada en la de Mareb.
—Lo que has oído hoy no debe salir de aquí.
—Por supuesto, mi señor: soy un heraldo.
Senenmut respiró hondo; un gesto de preocupación asomó por su rostro. Se inclinó para quedar apoyado en la puerta e hizo que sus dedos tamborileasen sobre uno de sus costados.
—¿No se estarán matando unos a otros los de Mitanni?
—Imposible —le interrumpió Mareb—. Mi señor, todos los que han estado aquí eran egipcios.
—En ese caso, ¿quién puede ser el responsable?
Senenmut abrió la puerta y se sirvió de ella para ocultar su rostro a Mareb.
—Mi señor Amerotke, tú ya has recorrido antes este sendero. ¡La sombra de Set, el asesino, se cierne sobre este templo!
—Sí —repuso el magistrado, con lo que puso punto y final a la frase—. Y no cabe duda de que volverá a matar.
El visir cerró la puerta y Amerotke contempló la cerradura. Se admiró de que todos los misterios a los que se enfrentaba, o al menos la mayor parte de ellos, tuviesen algo que ver con puertas y cerrojos. Al robo de la amatista, había que sumar el asesinato de Snefru y aquella extraña conversación que había mantenido con Belet en la casa de comidas. No pudo evitar preguntarse si se trataría de una amenaza común. Nada de lo sucedido parecía deberse a la casualidad. Tal vez todo formaba parte de una gran estratagema concebida para desconcertar a Egipto y sumir el reino en la confusión. En ese caso, no podía cometer el error de aislar cada uno de los incidentes; eso le impediría penetrar en la mente del responsable de todos ellos.
E
l médico cubrió el cuerpo de Snefru con un velo de gasa. Amerotke había estado horas esperando a poder hablar con él. Fuera, en los jardines, el sol comenzaba a ocultarse, el calor empezaba a remitir y los sacerdotes de Anubis se preparaban para el sacrificio vespertino. La canción de las bailarinas que danzaban ante la procesión resonaba por todo el templo.
Oh Anubis, a ti suplicamos.
Todos te honren, dios de la muerte.
¡Noble señor, gran Anubis!
¡Dios de toda infinitud!
Tú guías la Barca de los Millones.
Señor nuestro, dios de los muertos.
¡Fiel de las almas!
Es para el mundo tu gloria…
—… O lo que queda de ella —señaló el médico con amargura. Despidió agitando los brazos al ayudante que esperaba a que reanudasen el proceso de embalsamamiento—. El dios está disgustado con nosotros —prosiguió.
Tomó a Amerotke del brazo y lo introdujo en una pequeña despensa abarrotada de tarros de diversos tamaños para ofrecerle el único taburete mientras él se sentaba en una esquina de la mesa.
—¿Qué piensas? —le preguntó Amerotke—. Me refiero —añadió enseguida— a la Gloria de Anubis.
El rostro del médico, surcado de arrugas, se mostró aún más agriado.
—Llevo trabajando aquí, mi señor, desde que era un crío; primero en la Casa de la Luz y después en la Casa de los Escribas. La esmeralda era un bien valiosísimo para este templo. Nadie sabe de dónde vino, aunque no falta quien afirme que era parte de una roca enorme caída de los cielos.
—¡No cabe pensar que haya vuelto allí!
El cirujano se limitó a encogerse de hombros. Entonces se inclinó para atarse un cordón de la sandalia.
—Hay quien dice —murmuró— que ha sido el propio dios quien se la ha llevado.
—Lo dudo, y tú también.
—Sí, mi señor Amerotke: yo también lo dudo. La han robado, y las murmuraciones apuntan hacia los de Mitanni. La muerte de Snefru no hará más que empeorar las cosas.
—¿Por qué? —quiso saber Amerotke.
—El pueblo empezará a decir que los del reino de Mitanni robaron la joya y están recibiendo su justo castigo.
—¿Y cuál fue el castigo de Snefru?
—No lo sé: ni el vino ni las uvas contenían tósigo alguno. Hay arañazos y cortes insignificantes por todo el cuerpo de Snefru, mas son idénticos a los que podemos tener todos nosotros: picaduras de pulga, rasguños, antiguas heridas…
—¿Murió envenenado?
—Sí, mi señor Amerotke; así lo creo. Sin embargo, sigue siendo un misterio cuál fue el veneno empleado y cómo se administró.
El médico se levantó para cerrar la portezuela de madera y volvió a sentarse.
—Cuando era joven estudié muchas cosas. Una de ellas fue los venenos. Algunos pueden matar sólo con aplicarlos sobre la piel y otros pueden acabar con la vida del hombre que los inspire. Los hay también que pueden administrarse por el oído. Algunos actúan despacio: pueden tardar días, semanas e incluso meses; otros matan —hizo chasquear los dedos— con la misma celeridad con que se apaga una lámpara de aceite. Nadie ha hecho una clasificación de los distintos venenos que están a nuestra disposición: el del áspid u otra serpiente, el que podemos extraer de las plantas e incluso de algunas frutas…
—Y ésa es sólo la mitad del problema, ¿verdad? —lo interrumpió Amerotke—. Snefru tenía una constitución fuerte, la propia de un guerrero, y es poco probable que se tumbase para dejar que lo mataran sin más. Lo más normal es que hubiera protestado, forcejeado, gritado: que se hubiera defendido. Sin embargo, no hizo nada de esto.
Amerotke se puso de pie, posó la mano sobre el hombro huesudo del cirujano y le dio un suave apretón.
—Padre divino, te agradezco lo que has hecho, y te estaré aún más agradecido si me hicieses saber todo lo que descubras.
—¿Dónde vas? —preguntó el médico.
Amerotke le dirigió una sonrisa por encima del hombro.
—Ni tú ni yo creemos que Anubis entrase en su templo para sustraer su propia amatista del misterioso pórtico en el que se custodiaba. Así que voy a cazar al ladrón.
El magistrado abrió la puerta, atravesó la sala de embalsamamiento y subió los escalones. Las sombras comenzaban a alargarse. El aire estaba denso, impregnado de olor a carne asada e incienso. Los sacerdotes y los eruditos paseaban por los paradisíacos jardines, disfrutando del frescor del atardecer. Amerotke se detuvo al oír el aullido de los perros.
—Amo…
El magistrado dio un respingo. Shufoy apareció de detrás de un arbusto, con un parasol en una mano y una bolsita de cuero en la otra, sonriente como Bes el dios enano.
—He estado esperando —dijo con voz quejumbrosa—. Mi corazón se moría de pena por no ver tu rostro.
Amerotke se agachó y limpió las migas que quedaban a cada lado de la boca de Shufoy.
—Y no has perdido la ocasión de comer dulces y dátiles ni de beber más vino de Jerú del que te conviene.
El enano se tambaleó ligeramente y parpadeó antes de responder:
—He estado esperando, amo.
—No me cabe duda. —Amerotke se incorporó.
—¿Volveremos hoy a casa? —preguntó Shufoy—. Me siento solo, amo.
De repente, una danzarina ataviada con una leve túnica sobre sus hombros desnudos surgió del mismo arbusto del que había salido el enano. Tenía la peluca algo torcida, el kohl de sus ojos desgastado y el carmín de sus labios difuminado.
—¡Lo he perdido! —exclamó, haciendo caso omiso de la presencia de Amerotke, al tiempo que se daba golpecitos en la muñeca—. ¡He perdido mi brazalete!
Shufoy intentó apartarla.
—Seguro que se ha caído detrás del arbusto —farfulló.
Riendo para sus adentros, el magistrado echó a caminar en dirección al foso de los perros. Atrás quedaron los gritos de la muchacha y las protestas del hombrecillo. Éste, al final, acabó por alcanzar a su amo.
—Me sentía muy solo, amo, y ella parecía tan agradable… Le he dado un trocito de cobre para que se haga otro brazalete.
Amerotke agachó la vista para mirarlo.
—Y la has visto bailar, ¿no?
—En efecto, amo. Ya lo dijo el poeta: «El corazón siente la soledad, y más aún de noche, cuando el alma toma alas…».
—Gracias, Shufoy —lo atajó el juez.
—¿Adónde vamos?
—A ver perros.
Cruzaron los jardines del templo y, a su paso, hubieron de pasar junto a diversos graneros, prensas de aceite y de vino que impregnaban el aire de su olor. Las sombras de los sicómoros, las acacias y los acantos acogían a sacerdotes, acólitos, bailarinas y siervos. El sol se ocultaba con gran presteza y comenzaba a levantarse una fresca brisa. Amerotke vio a la delegación de Mitanni en uno de los pabellones que había en los jardines tomando un refrigerio al aire libre mientras discutían, con toda probabilidad, los sucesos del día.
—Mi señor Amerotke.
El magistrado se dio la vuelta para encontrarse con Mareb, el heraldo, que había surgido como de la nada.
—¿Qué quieres con mi amo? —Shufoy dio un salto al frente y sacó el pecho.
—Mi señor Senenmut —prosiguió el heraldo haciendo caso omiso del enano, que, hecho una furia, golpeó el suelo con un pie— acaba de abandonar el templo para dirigirse a la Casa del Millón de Años. Tus aposentos están listos en la Casa de la Quietud.
—Esta noche regresaré a casa —repuso Amerotke—: debo ver a mi mujer y a mis hijos; luego volveré aquí.
Mareb hizo una reverencia y dirigió a Shufoy una mirada de desprecio que éste respondió con un gesto obsceno aprendido en las tabernas del muelle.
—No puedo soportar a los heraldos —observó desabrido—: son tan presuntuosos… —Dicho esto, corrió para situarse por delante de su amo—. ¡Abrid paso al señor Amerotke! —bramaba—. Al juez supremo de la Casa de las Dos Verdades, amigo del faraón y miembro del círculo real. ¡Él ha sido obsequiado con la sonrisa de la más beatífica de las mujeres!
El magistrado dejó escapar un gruñido y, aunque no impidió a Shufoy que prosiguiera, tampoco se dejó distraer por el escándalo que estaba provocando el enano. Salieron de los jardines, atravesaron las tierras comunales resecas por el sol y, tras pasar junto a un bosquecillo, cruzaron uno de los ríos dispuestos sobre los canales de riego que surgían del Nilo, hasta que se irguió ante ellos el gran muro que rodeaba el foso de la jauría sagrada. El aire transportaba su salvaje hedor y, de cuando en cuando, algún que otro gañido. Las gigantescas puertas de madera reforzadas con cobre del complejo se hallaban cerradas a cal y canto. Los guardias que había a cada lado les mostraron las lanzas al ver aproximarse a Amerotke, pero Shufoy les indicó que las apartasen y los hombres se relajaron.