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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (24 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—¡Llegaremos en menos de una hora! —exclamó Mareb poniéndose de pie.

Ataviado con el color verde oscuro propio de los automedontes reales, el heraldo parecía aún más joven. Tenía el rostro encendido por el esfuerzo. Había recogido su cabello negro con una cinta decorada con jeroglíficos que le proclamaban el portavoz de la reina-faraón. El cordón que le ceñía la cintura sostenía la vara que hacía de enseña de su cargo, ornada con una pequeña águila con las alas extendidas.

—¿Temes un acto de traición? —preguntó Amerotke.

Mareb agarró con fuerza la barandilla del carro y fijó la mirada en lontananza. El chillido de algún pájaro rompía el silencio y la brisa les hizo llegar el rugido apagado de un león.

—A decir verdad, mi señor, me preocupa más este lugar que la gente de Mitanni. Parece vacío, pero es engañoso. ¿Oyes el león?

Amerotke asintió.

—Por aquí merodean manadas enteras —prosiguió el heraldo—. También hay hienas, chacales y gatos salvajes, además de serpientes y escorpiones. Es un lugar horrible para morir, mi señor. A veces tengo pesadillas: estoy solo en el desierto de noche y se congregan asesinos a mi alrededor.

El magistrado contuvo un escalofrío.

—¿Te gustan los de Mitanni?

—No, mi señor, y el sentimiento es mutuo. Mi padre y mi hermano mayor tomaron parte en la victoria de la divina Hatasu en el norte. Ambos fueron asesinados y ni siquiera pude vestir sus cuerpos para que fuesen enterrados.

—¿Y Weni? —preguntó el juez.

—Ya te lo he dicho. —Mareb se introdujo en el carro y desató las riendas—. Era un tipo extraño.

—¿Qué opinión tenían de él los de Mitanni? Ambos servíais juntos como enviados.

Amerotke subió en el carro al lado del heraldo.

—En ocasiones, Weni se mostraba hosco, resentido. Nunca hablaba de sí mismo. La mayor parte de nuestras conversaciones versaba en torno a la Casa de los Enviados: quién llevaba camino de ascender y quién descendía. Yo sabía que él tenía sangre mitanni y que estaba casado con una mujer de ese reino, por lo que callaba mi opinión al respecto. Cada vez que nos reuníamos con Wanef, no podía evitar más sospechas de que había algo entre ellos. La princesa no es la más hermosa de las mujeres, pero… —Soltó una risotada—. Ya sabes lo que quiero decir, mi señor.

—¿Crees que ella controlaba sus movimientos?

—En realidad, todo es posible. Weni no era más que una puta dispuesta a ofrecerse al mejor postor: su dios era el dinero.

—Quien lo asesinó debía de odiarlo. —Amerotke exhaló un suspiro—. Si no, no se explica que hiciese que los perros destrozaran su cuerpo.

—¿Pudieron haber sido los de Mitanni? —Mareb tomó las riendas e hizo chasquear la lengua para que el carro comenzase a rodar lentamente.

—Nos queda aún una hora para llegar al oasis —declaró Mareb—. Prefiero que los de Mitanni me vean magnificente antes que sudoroso y desaliñado.

Amerotke asió la barandilla cuando el heraldo puso a los caballos al galope. Habían pasado años desde la última vez que estuvo en el Oasis de las Palmeras, pero a medida que se acercaban le iban llegando recuerdos del lugar. El desierto dio paso a una zona de mayor espesura y, por fin, pudo verse el oasis, una isla verde que se extendía al este. Amerotke vislumbró los destellos del bronce y los centelleos de colores que indicaban que los carros de guerra de Mitanni salían a su encuentro. Éstos eran más voluminosos y pesados que los egipcios; sus cuatro ruedas requerían el uso de caballos más robustos. Cada uno de los vehículos podía llevar a tres guerreros.

—Tushratta está alardeando de fuerzas —murmuró el automedonte.

Amerotke se mostró de acuerdo. Los de Mitanni corrían hacia ellos como el rayo, lo que hacía agitarse las plumas de sus caballos. Los soldados llevaban escudos y corazas de cobre, faldellines de cuero y cascos de bronce dotados de ostentosas plumas. Mareb hizo caso omiso de su presencia y mantuvo a sus caballos a medio galope. Los carros les rodearon antes de acercarse por cada uno de los costados. El magistrado levantó la mano en un gesto de paz. El oficial al mando hizo otro tanto, con el rostro casi oculto por el casco y una barba negra y cerrada. Mostró sus blancos dientes en una amplia sonrisa y gritó a Mareb que lo siguiera. El carro de los de Mitanni echó a andar a gran velocidad delante de ellos, siguiendo la pista que desembocaba en el oasis.

Amerotke se sorprendió de la agitada actividad del lugar. El oasis debía de tener una legua por cada lado. La corte de los de Mitanni lo había ocupado con sus pabellones, tiendas y tenderetes de variados colores, así como con hileras de caballos. El aire estaba preñado del acre olor a madera quemada, carne asada, perfumes y especias. Aun así, pese al aparente caos, el campamento estaba bien ordenado, mediante calles y senderos artificiales creados por sus ocupantes. Su perímetro estaba resguardado por líneas de soldados y agrupaciones de carros de guerra. Algunos iban ataviados como los que ya había visto Amerotke; otros eran mercenarios cananeos y llevaban sus exóticos vestidos, armadura y casco. También había kushitas, nubios, libios…, cada uno con una lengua diferente; incluso podían verse mercenarios de las islas del Verde Gigante. Las mujeres se arracimaban alrededor de las hogueras; los niños corrían desnudos de un lado a otro gritando; los perros ladraban y caminaban ligeros a su encuentro. De no ser por alguna que otra mirada hosca de los soldados que pasaban, Amerotke y Mareb habrían pasado por completo inadvertidos entre la turbamulta. Por fin llegaron al centro del oasis. El rey había montado sus tiendas alrededor de la laguna, a la fresca sombra de los sicómoros y las palmeras.

El pabellón real era un lugar suntuoso, formado por lonas de color elevadas por mástiles. En la puerta, de guardia y armados con escudos y lanzas, había apostados mercenarios cananeos con sayas blancas, corazas de bronce y grebas. Amerotke y Mareb esperaron mientras los mozos de cuadra desaparejaban los caballos y los retiraban.

—Mi señor Amerotke, me alegro de volver a verte.

El magistrado se volvió para encontrarse con Wanef, que le sonreía vestida con una túnica verde oscura y un chal de bordes azules sobre los hombros. Ella se acercó con aire despreocupado.

—¿Habéis tenido un viaje seguro?

Amerotke inclinó la cabeza.

—Espero que tanto como el de vuelta. Mi señora, ¿por qué estoy aquí?

—Por todo lo que está sucediendo. El rey está muy alarmado por el asesinato de uno de sus más allegados consejeros. Necesitamos garantías —prosiguió escogiendo con cuidado cada palabra— de que todo esté en orden. —Al mirar a Mareb, se desvaneció su sonrisa—. El rey os verá ahora.

Los introdujo en la tienda real una vez franqueada la línea de los guardias. El juez quedó aturdido: el interior estaba oscuro, aunque muy fresco. Superada la confusión inicial, recorrió el lugar con la mirada. El suelo estaba cubierto de tejidos variopintos. Se habían apilado ricos cojines alrededor de las diversas mesillas. Sobre la mayoría de éstas, descansaban preciosos adornos, estatuillas, copas, jarras y escudillas. Los incensarios elevaban sus tirabuzones de humo aromático. Los guardias permanecían callados como estatuas, al igual que los encargados de agitar el denso perfume del aire con abanicos de multicolores plumas de avestruz.

La primera parte del pabellón formaba una antesala. Tushratta esperaba en una cámara interior mucho más opulenta. El soberano se hallaba arrellanado sobre un montón de cojines, acompañado, a su izquierda, de Hunro y Mensu. Wanef fue a sentarse a su derecha. Tushratta, ataviado con una toga blanca y un chal púrpura que le cruzaba el pecho, levantó la cabeza. Era un hombre alto, musculoso, de rostro severo y cruel flanqueado por dos mechones ungidos que le llegaban hasta los hombros. Tenía el bigote afeitado y la barba, ondulada y ungida con esmero, le caía hasta el pecho. No miró a Amerotke directamente, sino que, con la cabeza gacha, observaba desde debajo de sus pobladas cejas mientras se rascaba la nariz carnosa con un dedo. De sus orejas pendían madreperlas, en tanto que su garganta estaba ornada con un collar de joyas. Y sus dedos rechonchos mostraban una fortuna en piedras preciosas.

—Entiendo tu lengua.

Tushratta, que aún no había levantado la cabeza, les indicó con un gesto que tomasen asiento en los cojines que tenía delante. Los recién llegados obedecieron. Los criados sirvieron vino helado y dátiles confitados. Amerotke tomó la bebida, pero rehusó probar lo demás. Sin embargo, el monarca se hizo con la bandeja y comenzó a lanzárselos uno a uno a la boca para masticarlos ruidosamente con un calculado gesto de desprecio, tras lo cual eructó y se limpió la boca.

—¿Has venido a explicar los sucesos del templo de Anubis?

—No he venido a explicar nada, mi señor —repuso el magistrado—. ¿Por qué debería explicar algo de lo que Egipto no es responsable?

—Ha muerto uno de mis enviados.

—También uno de nuestros heraldos.

Tushratta se hurgó los dientes y sonrió con la mirada.

—En tal caso, ¿por qué estás aquí, Amerotke? ¿No deberías estar en tu propia corte? Es cierto que hemos solicitado tu presencia como señal de garantía, pero ¿qué más nos has traído?

El juez, que había sido aconsejado por un agitado Senenmut antes de abandonar Tebas, meditó antes de responder.

—Egipto quiere la paz, no la guerra; pero las condiciones serán impuestas por la divina Hatasu, encarnación de la voluntad de Ra.

Los ojos del soberano dejaron de sonreír.

—Ella ya ha decretado —prosiguió Amerotke— qué es lo que proporcionará una paz perdurable. Egipto no es responsable de la muerte del señor Snefru: has pedido garantías al respecto, y por eso estoy aquí.

Hizo caso omiso de los gruñidos de protesta de Hunro y Mensu. Wanef, por su parte, mantenía el gesto impasible.

—¿Qué quieres decir con eso? —se burló Tushratta—… ¿Que el asesinato de Snefru fue perpetrado por alguien más?

—Todo es posible, mi señor.

—¿Por ejemplo?

—La Gloria de Anubis, la muerte de Sinuhé, el robo de su manuscrito…

El rostro cetrino y picado de Tushratta se puso rojo de ira.

—Nosotros no hemos venido a Egipto a robar.

—Es decir, que no sabéis nada acerca de estos hechos.

El monarca meneó la cabeza. Wanef tosió un poco para aclararse la garganta. Tomó su copa haciendo sonar los brazaletes, lo que, en opinión de Amerotke, no era más que una señal convenida para que Tushratta se mantuviera calmado.

—Mi señor Amerotke —murmuró ella—, sabemos algo; la muerte de vuestro heraldo Weni…

—Era un traidor —respondió el magistrado—, dispuesto a vender cuanto poseyese al mejor postor. ¿Te incluye eso a ti, mi señora?

—Weni era un espía. —Wanef sonrió compungida—. Fingía espiar para nosotros. —Torció el gesto—. Al fin y al cabo, ése es el trabajo de un traidor, ¿no? Estoy convencida de que también mi señor Senenmut tiene sus propios espías en este campamento. Hemos sabido —repuso exhalando el aire de sus pulmones—, digamos que de…

—¿De vuestros espías tebanos? —Amerotke le regaló una sonrisa.

—Muy diplomático, mi señor. Hemos sabido que Weni mató a Sinuhé. Tomó su manuscrito y lo escondió en la tumba que poseía en la Necrópolis. Sí, estamos al corriente de todo eso. También robó la Gloria de Anubis y se ofreció para vendérsela a otros, pero no a nosotros.

—¿Cómo la robó? —preguntó Amerotke—. ¿Habéis visto la capilla de Anubis?

—Según nuestros informadores —repuso ella—, Weni se hallaba dentro cuando entró Nemrath: asesinó al sacerdote, se encerró y salió una vez descubierto el crimen.

El magistrado egipcio parpadeó sorprendido. Mareb se inclinó hacia delante e hizo ademán de intervenir, pero Wanef, sin siquiera mirarlo, levantó la mano y espetó:

—¡Amerotke es la voz del faraón! Tú estás aquí en calidad de guía y escolta. No queremos más trato con los heraldos de Egipto. —Bajó la mano y miró de hito en hito al juez—. El rey Tushratta desea que regresemos a Tebas mañana por la mañana para retomar las negociaciones. Sellaremos el tratado de paz. Aceptaremos el acuerdo con dos condiciones: que se retire a Mareb, aquí presente, del templo de Anubis y que se nos devuelva el sarcófago de la hermana del rey Tushratta, que ahora se halla en el Valle de los Reyes.

Amerotke recordó el consejo de Senenmut.

—Cierto: su cuerpo está embalsamado —declaró deseoso de volver al crimen de Weni— y yace en el mausoleo real. ¿No puede seguir durmiendo en paz con su amo, el faraón? —Se detuvo y notó cómo Mareb se ponía rígido—. ¿Y por qué os mostráis tan reacios con el heraldo de Egipto?

—Considero que nuestras peticiones son razonables —respondió con calma el soberano—. Benia era mi querida hermana, y no pasaba de ser una chiquilla cuando se desposó con el faraón Tutmosis. —Su rostro severo se dulcificó—. Cuando yo repose en mi propia tumba, deseo que mi amada hermana yazga a mi lado.

El magistrado inclinó la cabeza.

—Me ocuparé personalmente de esa cuestión. ¿Y nuestro heraldo?

Tushratta no se molestó siquiera en mirar a Mareb.

—Como muchos egipcios, vuestro heraldo perdió a parte de su familia en la gran batalla del norte. Debería aprender a ocultar sus sentimientos con más cuidado: su sonrisa taimada y sus labios fruncidos lo delatan. Asimismo, creemos que es un espía al tiempo que un heraldo.

El magistrado tomó a Mareb por la muñeca para indicarle que se mantuviese callado y decidió no insistir. No le gustaba la sonrisa desdeñosa del rostro de Wanef. La atmósfera había cambiado de un modo imperceptible. Hatasu tenía las riendas del poder y dominaba el tratado de paz: Tushratta debía aceptarlo; sin embargo, y de eso no le cabía duda a Amerotke, los de Mitanni no hacían sino reírse de ella.

—¿Por qué no se nos informó en Tebas —preguntó en un intento por reafirmarse— de lo que estaba haciendo Weni?

—Consideramos más conveniente divulgar aquí esas noticias —repuso Wanef—. Al fin y al cabo, no son más que rumores, y nos llegaron poco antes de partir de vuestra ciudad.

Amerotke dirigió una rápida mirada al estandarte de batalla que pendía tras el monarca: una media luna, un grupo de estrellas y la representación de un dios cánido. Estaba a punto de seguir preguntando cuando se abrió la tienda para dar paso a un chambelán apoyado en la vara propio de su cargo; tras él entró una curiosa fila de sirvientes con bandejas y platos de codorniz asada, antílope, higos y otras frutas. El aire se llenó de los olores de la comida. El juez se sintió fascinado por los criados, de piel negra como la noche y no más altos que Shufoy. Se movían con mucha gracia; estaban perfectamente formados y parecían niños en lugar de los hombres y mujeres adultos que eran. No llevaban más vestiduras que unos faldellines de cuero decorados, además de los brazaletes de sus muñecas y los pendientes de bola que brillaban en sus orejas y su nariz. Una de las sirvientas, al poner su bandeja en la mesa, cruzó su mirada con la del juez y le regaló una deslumbrante sonrisa.

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