Shufoy levantó su jarra de cerveza y la usó para enfriar su acalorado rostro.
—No había pensado en eso —comentó enojado—. En cualquier caso, eso llevaría cierto tiempo.
—Claro que sí —terció el Hombre Cocodrilo—. No irás a creer que fuera sincero con Weni. Le dije que en Tebas vendían cuchillos como éste por todas partes. Además, el que comprase uno no quiere decir que lo usara.
Shufoy pidió otra cerveza a voz en grito.
—Y estáis olvidando otro detalle de suma importancia —añadió el confidente—. Si él no hubiera muerto, yo no estaría ahora hablando con vosotros.
—Al señor Amerotke no le va a gustar nada —señaló quejicoso—. Porque si Weni compró el cuchillo, debía de estar implicado en el asesinato de Nemrath.
Shufoy se detuvo mientras ponían ante él una nueva jarra de cerveza.
—La rata te manda recuerdos —sonrió el propietario.
El enano le contestó con un gesto obsceno mientras aquél se retiraba. Sombra apareció en el umbral y volvió a apostarse tras su amo. La prostituta, hecha unos zorros, lo siguió sumisa haciendo sonar sus amuletos y brazaletes. Shufoy la agarró del brazo cuando pasó a su lado.
—¿Conocías a Nemrath, el sacerdote del templo de Anubis?
La muchacha clavó la mirada en la cerveza. Shufoy le sirvió una copa, y ella se inclinó entre efluvios de sudor perfumado.
—Hombrecillo —musitó—, si eres capaz de encontrar una puta en Tebas que no conociese a Nemrath, seré yo quien te invite a beber. —Dicho esto, se marchó caminando como un pato.
—No me creías, ¿verdad? —preguntó enfurruñado el Hombre Cocodrilo.
—Aún no te has ganado tu plata; estábamos hablando de Weni.
—Sí, es cierto. ¿Estás preparado para una sorpresa? —El confidente se rehizo—. ¿Has oído hablar de los amemetes?
—¿Y quién no? —respondió el enano—. Son un gremio de asesinos que siguieron a la divina Hatasu en su expedición al norte y luego desaparecieron.
—¿Cómo sabes eso? —inquirió el Hombre Cocodrilo.
—¡Vamos, sigue con tu relato!
—Pues, como ya sabes, mi querido Shufoy, en Tebas puede comprarse cualquier cosa: un cuchillo, una amatista, una daga… Bueno, casi todo —añadió enseguida al notar la mirada de advertencia de Shufoy—: la honestidad del señor Amerotke es proverbial; nadie lo pone en duda. En la ciudad también pueden contratarse asesinos, no sólo pertenecientes al gremio o matarifes de la ribera, sino gente… ¿cómo diría?… dispuesta a llevar a cabo cierto trabajo para quien paga. Weni era uno de ésos.
—¡Era un heraldo! —exclamó Mareb.
—Ya te he contestado a eso —insistió el confidente—. Nuestro ajetreado Weni perpetró una serie de asesinatos. ¿Sabíais que estuvo casado con una de Mitanni? Según los rumores, murió a causa de un accidente.
—No estarás insinuando que fue él quien la mató, ¿verdad?
—En efecto. Weni se la llevó a dar un paseo en barco por el Nilo. Bebieron vino; ella se echó al agua para nadar y no tardó en desaparecer. Su cadáver apareció pasado un tiempo, sin rastro alguno de violencia. Nuestro heraldo creía estar a salvo. Sin embargo, la misma tarde que eligió para su paseíto, yo me hallaba trabajando en el Nilo. Había llevado mi embarcación a los carrizales y pude ver lo que sucedió en realidad. Ella estaba dormida y él la asfixió con un cojín, tras lo cual lanzó el cadáver por la borda: así nos conocimos Weni y yo.
—¿Estás hablando de chantaje? —interrumpió el hombrecillo.
—Prefiero considerarlo un acuerdo comercial. Le hice ver que era un hombre muy hábil, y él aceptó mi proposición. Yo le proporcionaba nombres de posibles víctimas, y él se encargaba de ejecutar el trabajo. Le encantaba la jardinería: las flores, los árboles y, sobre todo, las hierbas; era todo un experto en venenos. No era un hombre violento. —El Hombre Cocodrilo señaló con un gesto la jarra de cerveza de Shufoy—. ¿Cómo sabes que no he pagado al propietario para que ponga veneno ahí? No te darías cuenta hasta notar los retortijones. —Sonrió—. Estoy bromeando. Como ya he dicho, yo me limitaba a proporcionar los nombres. Weni les enviaba regalos: viandas, vino… Resulta sorprendente la cantidad de personas que están dispuestas a deshacerse de quien les hace la competencia, del amante de su esposa o de un pretendiente del que se han cansado.
Shufoy se mostró incrédulo, aunque había de reconocer que aquel bribón no mentía. La muerte tenía muchas caras en Tebas: desde la insolación a toda una variedad de enfermedades, pasando por accidentes en el río, comida o bebida contaminadas, la mordedura de una serpiente… Eran muchas las veces que el señor Amerotke se había preguntado, al examinar el rollo de los fallecidos clavado a la entrada de cualquier templo, cuántos de aquellos muertos habrían recibido un empujoncito para atravesar el lejano horizonte.
—Podrían juzgarte por asesinato —espetó, acusador, Shufoy.
—¿Por qué asesinato? —repuso con expresión inocente—. ¿Dónde está la víctima? ¿Y el cadáver? ¿Qué pruebas me incriminan?
—Mareb podría ser mi testigo.
—¿Quién os iba a creer? Siempre podría decir que estaba bromeando.
—En ese caso, ¿por qué nos lo cuentas?
El Hombre Cocodrilo ilustró su respuesta extendiendo sus dedos rechonchos y sucios.
—En primer lugar, quiero que me des tu palabra, Shufoy, de que no corro ningún riesgo. Sólo los dioses saben, ahora que se han removido las aguas, qué suciedad podrá subir a la superficie. En segundo lugar, quiero recibir mis emolumentos. Por último, antes de que Asural me agarre por el cuello, quiero estar fuera de Tebas sano y salvo.
—Estás asustado, ¿me equivoco? —lo reprobó Shufoy.
—Sí, estoy asustado. No estamos hablando de la gente miserable que habita la ribera del Nilo, sino de los señores que moran sus divinas mansiones. Weni ha muerto, pero yo pienso escapar: no estoy dispuesto a que me crucifiquen en los muros de Tebas.
—Es decir, que piensas que fue Weni quien robó la Gloria de Anubis.
—Tal vez.
—Y que quizá mató también a Sinuhé.
—Tal vez.
—¿Trabajaba para alguien? —inquirió Shufoy.
El confidente se rascó la mejilla y miró melancólico hacia la puerta.
—No lo sé: Weni era solitario como un chacal. Todo lo que le preocupaba era aquella tumba en la Necrópolis. Gustaba de llamarse a sí mismo
el Jardinero.
—El Hombre Cocodrilo hizo un mohín—. Estaba convencido de que su labor era limpiar, eliminar malas hierbas y dejarlo todo en orden.
—Antes de morir —insistió el hombrecillo—, ¿te contó algo? ¿Sabes si había cambiado su estado de ánimo?
El confidente toqueteó su dentadura irregular. Del exterior de la taberna llegó una canción de amor cantada por un hombre:
Mi amor es impar; como ella no hay dos.
No hay nada en Egipto que sea más bello.
Sus labios son dulces,
hermoso es su cuello.
Sus jóvenes pechos son firmes, redondos,
a la luz del sol de ardientes destellos.
Higos le daré,
hojas de azurita,
esquirlas de jaspe,
un soplo de brisa del Verde Gigante.
Shufoy escuchó con atención: recordaría esas palabras. Lanzó una rápida mirada a Mareb. El heraldo parecía fascinado por el relato del Hombre Cocodrilo. El enano se sintió incómodo. Miró por encima del hombro: el propietario del establecimiento estaba de pie, bloqueando la puerta. En el exterior, recortadas contra la luz del sol, pudo vislumbrar formas de hombres al acecho.
—De momento estás a salvo, Shufoy. —Los ojos del confidente se elevaron, confiriéndole un aspecto semejante al de aquella bestia del río de ojos severos e inmóviles.
—Espero que lo estemos todos —musitó el hombrecillo. Desenfundó su pequeño cuchillo y punzó con él la rodilla del Hombre Cocodrilo por debajo de la mesa.
—Estás a salvo —murmuró. Recogió las piezas de plata—. En pocas palabras, Weni estaba preocupado, nervioso, pero no sé por qué. Eso es cuanto puedo decirte. —Retiró el taburete y se puso de pie.
—Mi amo pedirá pruebas.
—En ese caso, dejaremos que las encuentre él mismo. ¿Conoces el viejo templo de Bes en el que asesinaron a Sinuhé? —Se inclinó por encima de la mesa—. En la entrada de la capilla lateral, hay una losa; retírala y encontrarás un cadáver.
—¿A quién pertenece?
—Después de que Weni asesinara a su esposa, estuve observándolo. Pasé días siguiéndolo y descubrí algo más: también mató al amante de ella. Lo invitó a visitar el templo y le golpeó la nuca con una hacha. —El Hombre Cocodrilo sonrió—. Estaba enterrándolo cuando me presenté yo. —Levantó una mano—. Ahora calla, Shufoy. Te dejaré pagar la cuenta; respira cien veces y podrás salir sano y salvo. Recuerdos al señor Amerotke.
Shufoy lo observó mientras se iba.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mareb.
—Nada —contestó el enano meneando la cabeza—. El Hombre Cocodrilo es un bribón: lo lleva en la sangre. Lo conozco desde hace años y nunca había imaginado que pudiese ser tan locuaz ni servicial.
E
l águila ratonera irrumpió en el cielo procedente de las Tierras Rojas; el sol comenzaba a ponerse y el calor del día se iba aplacando. Una fresca brisa ondulaba las aguas del Nilo y enviaba al templo abandonado de Bes las ramas secas de los matorrales, que se mecían como bailarinas. La penetrante mirada del ave observaba el movimiento como buscando carroña. Bajó en picado, con las alas ligeramente replegadas, hasta vislumbrar a los dos hombres que caminaban hacia las ruinas. Sabía reconocer el peligro, la amenaza que supone una jabalina, una flecha o una lanza; así que, frustrada su intención de obtener ganancias sin esfuerzo, volvió a remontar el vuelo. En la espesura también reconoció movimiento: otro hombre, vestido de un modo extraño, con el faldellín de cuero negro propio de un soldado y una máscara que le cubría el rostro. Demasiado movimiento para el águila; aquél era un lugar peligroso. El ave se elevó y recorrió las marismas que flanqueaban el Nilo.
Insensible al ave y a todo, el asesino de la espesura observaba tras la máscara de chacal cómo el señor Amerotke y su siervo Shufoy se introducían en la sala principal del templo en ruinas. En una mano, sujetaba con fuerza los útiles para una muerte pronta y repentina; en la otra, un arco corto. Sabía que tirar en ese momento resultaría peligroso por la distancia: Amerotke y Shufoy no eran un buen blanco. Tal vez se acercasen algo más. Ya era hora de que los agudos ojos del juez se cerrasen para siempre. El asesino levantó la vista al cielo. Hasta entonces, todo había sucedido según lo planeado, excepto un detalle. Se preguntó si debía actuar en ese momento o más adelante. Entonces, y tras apartar el espinoso arbusto, apoyó una rodilla en el suelo sin dejar de fijar su mirada, oculta tras la máscara, en el magistrado y su sirviente mientras examinaban el templo. Podía lanzar una flecha, pero dudaba de si alcanzaría su objetivo. Si fallaba… Sí: lo mejor era esperar a otra oportunidad. El asesino soltó las ramas del arbusto y, tras abandonar las ruinas, se alejó corriendo sin salir en ningún momento de las sombras.
En el templo, Amerotke, ajeno a cuán cerca había estado de un ataque, examinaba la losa colocada en la entrada de la capilla lateral.
—¿Podemos moverla? —preguntó Shufoy.
Echó un vistazo alrededor y el vello de la nuca se le erizó ante la idea de un posible peligro. Se preguntó si estaban solos de verdad. De los arbustos y la espesa vegetación que asfixiaba los senderos y callejuelas que desembocaban en el templo, no parecía salir ruido alguno. El sol poniente rielaba en las aguas del Nilo. A sus oídos llegó el canto de los grillos sobre la hierba y el graznido de un ave de entre los carrizales de la ribera. No le gustaba aquel lugar amenazante, desolador.
—Deberíamos haber traído a Asural con nosotros —repuso quejicoso—. O al menos a un par de guardias.
—No hay ningún peligro —afirmó Amerotke sonriéndole mientras enjugaba el sudor de su frente.
El enano y Mareb le habían estado esperando en el embarcadero. Aquél le refirió de inmediato lo que había descubierto gracias al Hombre Cocodrilo.
—Encaja con lo que yo he averiguado en el sepulcro —afirmó el magistrado—. Weni era un hombre muy rico. ¿Así que decía ser el Jardinero?
—¿Has oído hablar de él? —preguntó Prenhoe.
—Un par de veces, en casos diferentes —respondió el juez—. Alguna que otra vaga referencia en los informes policiales.
Después de agradecer a Mareb que hubiese acompañado a Shufoy, había dicho a Asural y a los demás dónde los podrían encontrar.
—El Hombre Cocodrilo bien puede habernos vendido un saco de mentiras, y sólo hay una forma de saber la verdad.
El magistrado y Shufoy habían dejado el bullicioso embarcadero para seguir el mismo sendero solitario que debió de haber recorrido Sinuhé la mañana que lo asesinaron. El hombrecillo estaba muy nervioso. No confiaba en el Hombre Cocodrilo ni en Sombra; de hecho, no se fiaba de nadie. Además, quería regresar al templo: tenía una nueva canción de amor para su
heset.
Ella se había mostrado tan hábil y experta… Sin embargo, Amerotke se había empecinado en visitar las ruinas. No podía menos de sentirse enojado y nervioso ni de envidiar a Mareb y al resto, que regresaban al sosiego y la seguridad, en tanto que él había de recorrer a duras penas aquel lugar desolado.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque estamos buscando pruebas —apuntó el magistrado dejando escapar un suspiro—. ¿Cómo sabemos que no han pagado al Hombre Cocodrilo para que se invente toda la historia?
—Pero si ya tienes la prueba: las impresionantes riquezas de Weni.
Amerotke meneó la cabeza.
—Las pruebas son como las cuentas que has de ensartar en un cordón: has de encontrarlas de una en una, unas aquí y otras allá.
Shufoy golpeó el suelo con un pie.
—Pero ahora estamos aquí; ¿por qué tenemos que buscarlas allá? Además, la señora Norfret debe de estar esperándonos, y ¿no habías dicho que tenías que ir al Oasis de las Palmeras?
—Ambos tendrán que esperar.
Llegados al templo, el juez agarró el cuchillo de Shufoy; se arrodilló y clavó la hoja en el barro asentado alrededor de la losa.
—El señor Amerotke no es ningún peón.
—Te equivocas: el señor Amerotke es un peón que busca construir la verdad. Shufoy, ¿piensas quedarte ahí parado sermoneándome?