Los crímenes de Anubis (18 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—Pensamos que te había sucedido algo —declaró el capitán de la guardia del templo.

Amerotke se incorporó frotándose los ojos.

—¿Cuánto hace que os habéis marchado?

—Al menos dos horas, y hemos encontrado lo que querías.

Asural vació en el suelo el contenido de una bolsa de cuero. La emoción hizo sobresaltarse al magistrado al ver una máscara de Anubis negra y dorada, un faldellín militar de cuero negro y un cartapacio pequeño, estropeado y desgastado. Asural metió la mano en su interior y extrajo un trozo de papiro.

—Lee la inscripción.

Amerotke pudo ver que el papiro era viejo y estaba algo seco, como los que empleaban los escribas para sus documentos. Contenía una serie de extraños jeroglíficos, garabatos y señales. El juez reconoció el nombre de Sinuhé.

—¿Nada más?

Asural torció el gesto.

—¿No es suficiente?

—¿Para qué iba a querer Weni una máscara de Anubis y un faldellín de combate negro? —preguntó Prenhoe—. ¿No iba ataviada de ese modo la figura que vieron cerca de las ruinas de Bes cuando asesinaron a Sinuhé?

—Tiene sentido —admitió Amerotke—: Weni usó la máscara y el faldellín. De ese modo, podía parecer tanto un egipcio como uno de Mitanni. Debió de invitar a Sinuhé a reunirse con él en aquel lugar solitario para matarle. Esta bolsa pertenecía al viajero, aunque su manuscrito…

Asural sacudió la cabeza.

—Nada: no hemos encontrado ni rastro de él. Weni era algo extraño y su casa contenía poca cosa.

—Era un heraldo —repuso el juez—, por lo que siempre se hallaba viajando.

—Hemos interrogado a un vecino —señaló el escriba—; dice que vio a una mujer de aspecto extraño entrar en casa de Weni ayer por la mañana. No fue capaz de proporcionarnos una descripción, pero vislumbró una peluca ungida de aceite y un chal de color. El vecino le dio los buenos días, pero ella respondió en una lengua desconocida y gutural, como si…

—¡Wanef! —exclamó Amerotke.

—Es posible; el vecino de Weni dio por sentado que su visitante no era de Egipto.

—Ese hombre hablaba como una cotorra —señaló Asural—. Le hemos preguntado por las costumbres de Weni, dónde solía gastar su dinero y dónde le gustaba pasar el tiempo. Al parecer, el único tema de conversación del heraldo era la bondad del sepulcro que había comprado para él y para su difunta esposa. Siempre estaba visitándolo, según nos ha dicho, y no hacía más que comprar dones con los que adornarlo.

Amerotke se puso de pie. Se sintió más fresco y con la mente más despejada.

—Da la impresión de que nuestro Weni no trabajaba para nadie más que para sí mismo. Aun siendo el heraldo de Hatasu, se dejó sobornar por los de Mitanni para robar la Gloria de Anubis y el manuscrito de Sinuhé. Al menos, eso parecen indicar las pruebas. —El magistrado se mordió un labio. Había oído hablar de personas como Weni, cuya mayor ambición era la compra y el mantenimiento de una hermosa tumba. A ella consagraban su vida… «Y también su muerte», pensó sarcástico. La creciente riqueza de la clase mercantil, los cortesanos y los soldados profesionales podía verse reflejada de un modo obvio en la Necrópolis, en la que los embalsamadores, los vendedores de artículos funerarios y los fabricantes de ataúdes estaban obteniendo un clamoroso éxito comercial. Estos sepulcros no sólo constituían un signo de riqueza y posición social… Amerotke se detuvo en sus pensamientos y sonrió.

—¿Qué ocurre, amo?

—Coged vuestras capas. —El magistrado se dirigió hacia la puerta—. Vamos a visitar la Necrópolis: ya sé dónde tenía Weni escondido el manuscrito de Sinuhé.

El muelle situado en el Nilo era un hervidero cuando los tres subieron a la pequeña embarcación pesquera de un solo mástil que hacía las veces de transbordador a través del río. Los tres hombres de la tripulación miraron de arriba abajo a sus pasajeros y comenzaron a hablar entre ellos en la
lingua franca
de la ribera.

—¡Callad! —gritó Asural—. Entiendo todo lo que decís; no somos tan estúpidos como puede pareceros: pagaremos una moneda de cobre y nada más.

Los tres hicieron muecas e indicaron a Amerotke y sus acompañantes con gestos burlones que podían sentarse. Giraron la embarcación, desplegaron las velas y pusieron rumbo, a través de un estrechamiento del Nilo, al pequeño embarcadero situado al borde de la Necrópolis. El calor se había vuelto agobiante; negras nubes de moscas y mosquitos atestaban las márgenes pantanosas. De cuando en cuando, levantaban el vuelo bandadas de pájaros en un estallido de colores. El río en sí estaba vacío y silencioso, pues los pescadores, barqueros, mercaderes y viajeros se hallaban resguardados del bochorno del mediodía. Los olores resultaban tan penetrantes como siempre: el del pescado frito se mezclaba con los de la brea, el sulfuro y, al llegar al centro de la corriente, el sobrecogedor tufo proveniente de la Ciudad de los Muertos, compuesto de empalagosas especias, natrón, cola y resina.

—¿Vais a visitar vuestras tumbas? —preguntó el encargado del timón—. ¡Cómo me gustaría a mí tener un sepulcro para un servidor y su señora, un lugar que planificar! Así, los días de fiesta podría ir a verlo con mis familiares para mostrarles lo que he comprado. —Miró a Amerotke, que se hallaba sentado a su izquierda—. Tú seguro que tienes una tumba, ¿verdad, amo?

—Una pequeña —le hizo saber el magistrado—. Para mis padres y mi hermano mayor.

Asural levantó la mirada sorprendido. No era frecuente que el juez hablara de su hermano, al que envolvía un gran misterio, tal vez provocado por un escándalo que se perdía en la bruma de los tiempos. El magistrado se dio la vuelta para dar a entender que no deseaba seguir con la conversación. La cuestión de la tumba familiar se había convertido en un motivo constante de discusiones entre Norfret y él. Amerotke creía en los ritos y el viaje al mundo de los muertos, pero, tal como le había confesado a ella, consideraba repugnante el simbolismo religioso, la obsesión que parecían tener todos con los sarcófagos y los ataúdes. Los nobles y los mercaderes enriquecidos de Tebas llegaban incluso a organizar cenas para que los invitados pudiesen admirar el último féretro que habían adquirido. Sacudió la cabeza e intentó despejar su mente. Elevó la vista al laberinto de calles, las tiendas y los puestos que surgían de la niebla a medida que se aproximaban al embarcadero. Sobre la Necrópolis se erguía un afloramiento de piedra rojiza, el Pico de Poniente, consagrado a la diosa serpiente Meretseger, la amante del silencio.

—Guárdate de la diosa del Pico de Poniente —murmuró Asural, recitando su plegaria favorita—, la que ataca de improviso y sin avisar.

—Tal vez no lo haga hoy —bromeó Amerotke.

El transbordador comenzó a disminuir su velocidad; se arrió la vela y, gracias a la pericia del timonel, quedó perfectamente atracado en el muelle. El magistrado pagó un teben de cobre por el servicio, dio las gracias a los tripulantes y puso el pie en tierra. Tomaron la carretera que subía a la Necrópolis, no sin detenerse ante el nuevo santuario de Osiris, primero de entre los habitantes de Poniente y dios de los muertos. Siguiendo el ritual, musitaron una breve oración y se introdujeron en la Ciudad de los Muertos. Aun a plena luz del día, no dejaba de ser una experiencia espeluznante, aumentada por la visión de las casas apiñadas de embalsamadores, fabricantes de ataúdes, cereros, pintores y diseñadores de muebles funerarios. A través de las puertas y ventanas abiertas, Amerotke vislumbró los féretros apoyados contra los muros de diversas tiendas de tal manera que el cliente pudiera elegir el que más se adecuaba a sus gustos. Los aprendices se habían apostado en los umbrales con bandejas de sarcófagos en miniatura colgadas del cuello. El aire hedía a natrón, vino de palma, incienso, mirra y casia, que los embalsamadores empleaban para vendar los cadáveres una vez destripados y limpios.

Abandonaron el mercado para seguir un sendero que desembocaba en el enjambre de tumbas excavado en la roca caliza. Se hicieron a un lado para dejar pasar a un cortejo fúnebre. El sarcófago se hallaba sobre una armazón tirada por bueyes; detrás caminaban los acompañantes, cuyos lamentos y gemidos apenas dejaban oír las plegarias de los sacerdotes. Amerotke llegó por fin a la oficina del superintendente de tumbas, un hombre corpulento y craso que, sentado en el umbral, se abanicaba al tiempo que respondía a los saludos de los comerciantes que iban y venían.

—Necesito ver la tumba del heraldo Weni.

—¿Ahora? —murmuró con voz ronca, sin siquiera molestarse en levantar la vista—. ¿Y quién eres tú para exigirlo?

—¡Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades! —le apuntó Asural con un gruñido—. Y, si no mueves tu mantecoso culo ahora, no tardarás en necesitar una tumba para ti. Estamos aquí por mandato de la divina.

El superintendente se levantó como una lagartija que tratara de escabullirse del vuelo en picado de un halcón y, de un salto, se plantó en su oficina para ahinojarse sobre una alfombra de caña y hacer la más respetuosa de sus zalemas.

—Mi señor Amerotke —repuso con voz silbante al tiempo que dejaba asomar una sonrisa a su mofletudo rostro y agitaba las manos—. No sabía… No llevas ningún distintivo que anuncie tu posición. Pero, claro…

El magistrado abrió la bolsita que llevaba consigo y mostró el jeroglífico de la divina reina-faraón. El superintendente estuvo a punto de sufrir un ataque. Gateó como un perro a cuatro patas para besar el sello y, si Amerotke no se lo hubiera impedido, habría hecho otro tanto con sus sandalias.

—Por amor a la verdad —murmuró el juez—, ponte de pie y ve a buscar tus registros.

Poco después, el superintendente los condujo, correteando delante de ellos, al sendero de las tumbas. La subida se hacía ardua, dado que se hallaban en el momento más caluroso del día, y no tardaron en verse bañados en sudor. Los senderos estaban desiertos.

—Es por el calor —hizo saber el superintendente con voz ahogada—. Si su señoría hubiese esperado tan sólo una hora… —Sonrió—. Pero claro, eso no era posible.

La tumba de Weni se había erigido en uno de los extremos, un enclave rocoso. La enorme losa que sellaba la entrada había sido precintada con el sello funerario del superintendente.

—¿Vigila alguien estos sepulcros? —inquirió Amerotke mientras el encargado rompía el precinto.

Éste sacó un pequeño silbato y sopló para obtener un agudo chiflido. Amerotke vio sorprendido cómo de entre diversas cuevas situadas en lo alto y los laterales surgían enormes nubios armados con arcos y flechas, porras y lanzas.

—Nadie puede acercarse aquí —declaró el superintendente— si no lleva un pase y se le reconoce.

Cuando acabó de romper el sello, se aproximaron dos nubios y corrieron la losa para permitir el acceso al interior de la tumba. Ésta no difería de muchas otras que había visitado Amerotke: una casa de dimensiones reducidas con cámaras contiguas. Una de éstas contenía sarcófagos; otra, adornos, cofres, arcas y piezas de mobiliario. Las paredes tenían dibujos y anaqueles para colocar jarrones. En ellos se habían introducido algunas flores, aunque ya estaban ajadas.

—¿Sucede algo? —preguntó el encargado. Tomó la antorcha de brea encendida que había llevado uno de los nubios—. ¿No va a venir Weni a visitar la tumba?

—Sí que la va a visitar —repuso Amerotke—, y viene para quedarse. Weni ha muerto.

—Suerte que no ha dejado deudas sin pagar.

—De eso puedes estar bien seguro.

El magistrado recorrió el lugar con la mirada y soltó un discreto silbido: cuanto más miraba, menos dudas albergaba de que Weni debía de haber sido un hombre muy rico. No había cofre, caja, mueble ni jarrón de los allí guardados que no estuviese fabricado de un material precioso. La mayoría, además, lucía un grueso baño de oro o plata. Las piedras preciosas titilaban a la luz cada vez más clara de la tea.

—Tiene el aspecto de una mina de piedras preciosas —musitó Asural.

—O tal vez como una cueva de ladrones —puntualizó Prenhoe—. ¿De dónde iba a sacar un heraldo un tesoro así?

Amerotke asió el hombro del superintendente.

—¿Cómo justificaba Weni tantas riquezas?

—No lo sé. —Su carrilludo semblante dibujó una amplia sonrisa—. ¿Se quedará aquí?

—Ésta es la tumba de Weni —contestó el juez—. Tendrá que responder por los crímenes que pudiera haber cometido en la otra vida, no en ésta.

—Tu sabiduría, mi señor, sólo puede parangonarse con tu generosidad —gimoteó el encargado—. ¿Qué estáis buscando?

—¿Acostumbraba venir aquí Weni?

—Ya lo creo: éste era su lugar de esparcimiento.

—¿Y traía regalos?

—Sí: mira esos jarrones.

—¿Trajo alguna vez a otra persona con él?

El superintendente esbozó una sonrisa picara.

—Alguna vez que otra venía con una
heset.
No sé si su señoría sabrá cómo funciona: una jarra de vino…

—¿Trajo a alguien estos últimos días?

El interpelado echó un vistazo alrededor tapándose los labios con los dedos.

—En ocasiones mandaba objetos acompañados de instrucciones escritas.

—¿Como qué? ¿Remitió algo recientemente? —lo apremió el juez—. Un cofre, una caja…

El superintendente desapareció para regresar al poco con un arca de madera de sándalo que no llegaba al metro de largo. La tapa estaba cerrada con el sello de Ibis, una práctica común entre escribanos y amanuenses. Amerotke lo rompió y, haciendo caso omiso del grito sofocado de preocupación del encargado, abrió el arca. De ella extrajo un rollo de papiro y un fajo atado con un cordel. Los examinó con detenimiento y sonrió al superintendente.

—Puedes quedarte con el arca; yo guardaré esto.

—Pero, mi señor, esto es una tumba. Ya conoces el ritual: nada puede retirarse sin el consentimiento del propietario.

—Precisamente —espetó el magistrado— esto no era propiedad de Weni. Se lo robó a la divina Hatasu. Tal vez incluso haya cometido un asesinato para hacerse con ello. Pensándolo mejor, me llevaré también el cofre: mi señor Senenmut estará encantado. ¿Trajo Weni esto personalmente?

—No, no: fue un mensajero, una mujer.

—¿Podrías describirla?

El superintendente extendió los brazos en señal de resignación.

—Su señoría, recibimos tantos visitantes… No puedo decir nada más.

Amerotke se sentó en un escabel y observó la entrada de la tumba. Le vino a la mente la imagen de Belet sentado en el jardín de aquella casa de comidas, hablando de un robo en un lugar en el que habría algunos guardias. ¿Se estaría refiriendo a la Necrópolis? ¿No sería la tumba de Weni el lugar que habían elegido los bandidos? ¿Existía alguna relación entre el hombre que había hablado con Belet y el misterioso heraldo muerto? El magistrado levantó la mirada para cruzarla con la del superintendente.

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