Tendría que salir, apañárselas para hacerlo sin que Battifolle pudiera controlarlo de inmediato y conseguir que no fuera capaz de encontrarlo por esas mismas calles que ahora presumía dominar. Resultaba complicado, sin duda, tal vez imposible, un nuevo y póstumo fracaso en una cadena de desastrosas estrategias. Ni siquiera sabía de antemano qué hacer cuando se encontrara lejos del palacio. Pero si su orgullo y su familia lo merecían, debía al menos intentarlo, otorgarse una posibilidad antes que ofrecer su cuello dócilmente a sus verdugos. Su destino era como uno de esos relojes de arena que grano a grano, inexorables, dejan escapar su carga por un reducido embudo; sin embargo, ninguna mano que no fuera la suya iba a darle la vuelta cuando se vaciase. Si la salida habitual era imposible, había que buscar otra manera y hacerlo a despecho de los nervios y la tensión acumulada que le agarrotaban las piernas y aceleraban los latidos de su corazón, cargándole de inercias y malos augurios.
En plena ansiedad, se cruzó con un criado que le miró con cierta curiosidad insolente; sintió que su semblante debía de ser un fiel reflejo de la congoja de su espíritu. Pero ese encuentro fugaz le proporcionó una idea que irrumpió en su cabeza con la fuerza de un aldabonazo. Existía una posibilidad cierta y casi olvidada de salir del edificio con discreción y sin testigos. Energías renacidas hicieron que se moviera deprisa, vencido por sus ansias de ganar la planta baja. Rogó porque a nadie se le hubiera ocurrido vedar el paso al patio, como se había hecho con otros accesos y estancias, y suspiró aliviado cuando vio que no encontraba ningún impedimento en su camino. Bajó rápido y sin precauciones aquellos escalones gastados de piedra adosados al muro. Al pie de la escalera estuvo a punto de tropezar con una figura que no había visto hasta ese momento. Con una mezcla desbordante de sorpresa y entusiasmo se dio cuenta de que el destino, por una vez aliado con su suerte, le ponía ante sus ojos a la persona que venía a buscar. Se abalanzó prácticamente sobre el estupefacto Chiaccherino, que dio un par de precavidos pasos hacia atrás. El poeta le tomó firmemente por ambos brazos como un náufrago que se agarrara desesperadamente a su tabla de salvación.
—¡Chiaccherino! ¿Me reconoces? —le dijo, transpirando ansiedad.
—Sí, claro,
messer
… —respondió el criado sin salir de su asombro.
Dante aflojó la presión de sus manos, pues percibió reflejado en el rostro atónito del criado su propia turbación, y trató de calmarse. Mientras tanto, le faltaron las palabras.
—¿Estáis bien? —preguntó el viejo, preocupado—. No tenéis buena cara,
messer
… Si me permitís decirlo, parece que os acabáis de tropezar con la misma Muerte.
El poeta sonrió débilmente. Las piernas le temblaban por efecto de la tensión acumulada; un tenue vahído le aflojaba los músculos. Le parecía poco menos que imposible adoptar un creíble aire de tranquilidad.
—Estoy bien…, no te preocupes —acertó a balbucear.
—¡Y eso que no habéis visto lo que yo! —exclamó el criado—. A Dios nuestro Padre doy gracias de estar medio ciego para no distinguir semejantes horrores con toda claridad.
Dante se dio cuenta de que el vestido de aquel hombre estaba algo húmedo y su escaso cabello revuelto como si acabara de intentar secarlo.
—¿Has estado fuera? —preguntó el poeta—. Pensaba que nadie podía salir —añadió con intención.
—Pero ya sabéis que yo tengo mis métodos,
messer
—respondió Chiaccherino con cierto orgullo clandestino, guiñando un ojo a su interlocutor.
El corazón de Dante dio un vuelco de esperanza. Eso es lo que había venido a buscar y las posibilidades de conseguirlo parecían mantenerse intactas.
—Como a muchos florentinos, me perdió la curiosidad de ver a esos demonios que llevaban a los Stinche. Pero ya os lo dije…, no es buena cosa —continuó el criado, con uno de sus característicos y supersticiosos vaivenes de cabeza—. El Señor nos ha castigado por ello con una de esas visiones que sólo se pueden tener en los Infiernos. Por eso me he vuelto a palacio tan pronto como he podido.
—¿Qué ha sucedido? —interrogó Dante, tratando de frenar la impaciencia que le consumía.
—¡Algo horrible! —respondió Chiaccherino, con un teatral gesto de miedo y unas irreprimibles ganas de narrarlo—. Sería justo castigo, no lo niego, porque han hecho mucho mal y son unos odiosos hijos de Satanás —comentó santiguándose—, pero da mucho miedo ver lo que puede hacer una multitud furiosa con tres simples personas, o demonios o lo que fueran, porque sangraban como cualquiera de nosotros.
Dante se estremeció aún más. Sus augurios se habían vuelto a cumplir. Las vidas de aquellos desgraciados no se habían podido prolongar hasta una ejecución formal.
—Por los gritos de la gente ya se veía lo que iba a pasar, creo yo —prosiguió el criado—. Y creo, también, que había pocos soldados, pero yo no sé mucho de esas cosas —se excusó humildemente—. Encima, cuando empezaron a llover las piedras, algunos se retiraron, así que, cuando se quisieron dar cuenta había un montón de gente subida al carro en que iban, tiraba de ellos y los llevaba hacia la masa.
El poeta escuchaba en silencio la descriptiva narración de Chiaccherino, con el alma encogida y esa sensación tan familiar de desolación y desconfianza en sus compatriotas. Era como una pesadilla que no quería revivir o escuchar, pero que no se sentía con fuerzas para rechazar. En esas circunstancias, aquel charlatán era imparable.
—¿Habéis visto cómo chillan las ratas cuando las queman en su escondrijo? —continuó el viejo, con una pregunta retórica—. Pues así chillaban esos demonios. Unos chillidos horribles y sin palabras, porque dicen que son mudos. Luchaban por quedarse sobre ese carro como si prefirieran abrazarse al verdugo, porque, al fin y al cabo, los iban a matar igual, ¿verdad?
Dante asintió sin gran entusiasmo o interés. Deseaba cuanto antes que terminara aquella tortura para sus oídos, escapar cuanto antes de aquel palacio, dejar atrás Florencia con su sed de sangre o morir de una vez en el intento.
—Pues dos de ellos no lo consiguieron y fueron arrastrados por la multitud. El otro se agarró con uñas y dientes al carro y, como los soldados se habían conseguido aproximar en su defensa, la gente se retiró corriendo; pero antes de irse, uno que llevaba una maza enorme, debía de ser albañil, digo yo, le soltó un tremendo golpe en la cabeza y se la aplastó por un lado —dijo, tocándose un lateral de su rostro—. Nunca había visto cosa igual,
messer
… Le salió el ojo disparado y se le hundió toda esta parte, y le salía una masa blanca y roja, como un puré. Y yo creo que por ahí dentro debemos de tener los mecanismos de respirar, porque abría mucho la boca, como si le costara coger aire.
El poeta volvió a asentir sin pensarlo. Era tan repugnante que no tenía ganas de entrar en coloquios o aclaraciones semejantes. Sintió verdadera compasión por el estado de su patria. Si ésa era la fría y desapasionada narración de un hombre que se había confesado horrorizado por aquellos actos, estremecía pensar en la degradación moral y espiritual a que debían de haber llegado todos los que habían participado con placer.
—Y los otros dos, os lo podéis imaginar —relató con un gesto de asco—. No creo que haya nadie que haya recibido nunca tantos golpes, pisotones o pedradas. Se hicieron pedazos como cerdos descuartizados; debe de haber trozos por toda la ciudad.
Al final, aquel beguino vengativo había tenido su propio martirio, que no desmerecía nada respecto al horrible final de Dolcino y los suyos. Sin embargo, él no pasaría a la historia como loco o como mártir y apenas sería recordado cuando las laboriosas gentes de Florencia recuperaran la cordura y volvieran a sus diarias ocupaciones. Todo lo más, sus absurdas pretensiones quedarían reducidas a cuentos de viejas sobre demonios mudos con las uñas azules destinados a asustar a los niños. Dante no pudo reprimir una náusea y un leve tambaleo al pie de aquella escalera. Se encontraba mal, cada vez peor, pero no podía ceder al malestar, desmadejarse, ser vencido por el miedo y la desesperación. Chiaccherino le observó con preocupación. Su estado era demasiado obvio y visible como para pasar desapercibido.
—Messer
…, sería mejor que tomarais asiento —le ofreció, servicial—. Si no os incomoda en exceso puedo acompañaros a la cocina. Un buen caldo caliente os reconfortará.
El poeta accedió sin palabras, con una tímida aunque franca sonrisa de agradecimiento, y arrastró sus pies hacia el interior de las cocinas. Al fin y al cabo, allí debía de estar el acceso que le permitiría salir libremente del palacio. Se trataba de una estancia muy amplia, cargada de esa suciedad de grasa y de hollín que se pega como una maldición y con la que es inútil luchar por limpiarla. Olía a tocino rancio y humo, un aroma pringoso que tapizaba la garganta e irritaba levemente los ojos. Tenía la fragancia perenne de los sitios mal ventilados. El poeta pensó que aquello, a pleno funcionamiento, debía de ser un penoso infierno. Un lugar fastidioso donde, quitando a los cocineros, el servicio estaría formado por aquellos criados más inútiles, inservibles o inermes, sin fuerzas o argumentos para resistirse. Entre ellos, los más viejos y los más jóvenes. De los viejos, el locuaz Chiaccherino era una muestra clara, aunque había sabido, con su gran habilidad, hacer mucho menos penosa su tarea. En cuanto a los jóvenes, Dante vio al fondo a unos cuantos de ellos y éstos sí que sudaban a conciencia sus tareas. Algunos eran casi niños, adolescentes curiosos que observaron fugaces, con mirada de ardilla, la entrada de los dos personajes. Con un enorme balde de agua intentaban desprender una mugre imposible de cacerolas, parrillas y enseres diversos, frotando con manojos de esparto y toda su alma puesta en el empeño.
La enorme sala tenía algo mágico si se miraba con los mismos ojos con que la imaginería popular retrataba alguna de sus supersticiones. Los grandes calderos de cobre, cazuelas y pucheros de barro, asaderos, espiches, graseras, cucharones y palas, diseminados por aquí y por allá recordaban la apariencia temida del escondrijo de una bruja. Los almireces y morteros, indispensables para macerar y triturar todo tipo de alimentos, evocaban el misterioso laboratorio de un alquimista. Convivían además, en anárquica armonía, las grandes parrillas que separaban las carnes de las brasas acumuladas en fogones de carbón o leña, colecciones completas de cuchillos de todas las formas y tamaños…
El atento Chiaccherino invitó al poeta a tomar asiento en una especie de taburete basto, descascarillado y mugriento, situado junto a una enorme mesa. Más bien era una plataforma casi rectangular, parte de un tronco de árbol colosal seccionado en su mitad. Por debajo, donde se asentaba sin demasiada firmeza sobre cuatro borriquetas, aún conservaba su corteza rugosa. En su superficie, áspera y cuarteada, acribillada de hachazos y marcas de cuchillo, permanecía el sucio rastro de la sangre y la grasa infiltradas en sus poros. Quedaban aún restos de mondongos y pellejos de pollo, gallina o cualquier otra ave, y una cresta de un rojo tumefacto adherida a una esquina. El poeta tomó asiento, pese a que aquel ambiente y ese despiezadero imponente no resultaran elementos excesivamente tranquilizadores, y cerró los ojos esperando derrotar al mareo. Cuando volvió a abrirlos se encontró de nuevo frente a Chiaccherino, que llevaba entre sus manos un cuenco humeante.
—Tomad esto,
messer
—dijo atento—. Vuestro cuerpo os lo agradecerá.
Con una leve sonrisa de agradecimiento, Dante tomó la escudilla entre sus manos. Probó con cuidado el caldo, aún demasiado caliente. Tenía un sabor fuerte y una textura grasienta. Supuso que provenía de una de las marmitas del fondo y que estaba cocinado con los restos de un pollo o gallina. Tal vez los del propietario de aquella cresta de la mesa. El calor del cuenco en sus manos y el del propio líquido en sus entrañas le tranquilizaron y aplacaron un tanto su malestar. El cambio debió de ser perceptible, porque su considerado servidor se interesó de inmediato por su estado.
—¿Os encontráis mejor? —apuntó en un tono de sincera inquietud.
Dante le observó quedamente. Aquel viejo amable y servicial le seguía infundiendo confianza. En cualquier caso, tampoco vislumbraba ninguna otra esperanza. Dante Alighieri, orgulloso florentino que había ostentado la más alta magistratura de su patria, que se había reflejado en los ojos de un papa y un emperador, dependía ahora de la buena voluntad de un anciano chismoso y poco trabajador, un ínfimo y torpe criado al borde del retiro. Y a él se encomendó sin dudarlo más.
—Chiaccherino… —murmuró en voz baja, temiendo que fueran otros los que le escucharan—, necesito desesperadamente tu ayuda…
El criado lo miró con la estupefacción que traslucían sus pensamientos. Debía de considerar ridículo que él pudiera prestar una ayuda semejante a algún insigne invitado de su señor.
—En lo que pueda serviros —respondió, más por cortesía profesional que por una verdadera convicción en sus capacidades.
—Preciso… —vaciló el poeta, que dirigió la mirada hacia ambos lados, para vigilar la indeseable presencia de espías—, preciso salir de palacio.
—Bueno —replicó el criado con extrañeza—, ya sabéis que el conde…
—No me refiero a salir del modo habitual —interrumpió Dante—. Quiero decir salir sin que nadie se entere, como tú mismo me has confesado que haces a menudo. Pero es necesario que seas absolutamente discreto y que nadie lo sepa.
Con cara de susto, Chiaccherino evidenciaba su sorpresa ante tales proposiciones.
—Pero,
messer
—dijo, tratando de hacerle desistir—, os aseguro que se está mucho más seguro aquí dentro que allí afuera. Ahora mismo, en esas calles…
—Debo salir —atajó Dante con gesto serio—. Y necesito de tu imprescindible ayuda para hacerlo. Si es verdad lo que me has dicho, eres de los pocos que pueden entrar y salir sin ser visto.
—No os he mentido —se defendió Chiaccherino—, pero…
El criado se retorcía las manos en señal de preocupación. Estaba inmerso en un atolladero y el poeta lamentaba tener que ponerlo en tal aprieto. Sabía lo que se jugaba y el castigo que le esperaba si era descubierto. Pero, en aquel momento, luchaba por su vida. No quedaba margen para otras consideraciones.
—Nadie tiene por qué enterarse —le animó Dante, tratando de infundir confianza y seguridad a un Chiaccherino pensativo y confuso—. Puedo…, puedo darte algo de dinero…