—Un extranjero… —respondió, sin embargo, Dante a media voz.
—¡Efectivamente! —exclamó el vicario—. Un extranjero. Concretamente, un hombre de negocios, uno de esos mercaderes avariciosos que vienen al olor de los florines para comerse su porción de pastel florentino —añadió, mostrando una vez más su poco aprecio por la gente del comercio—. En realidad, le tocó a ese boloñés por pura casualidad, pues le podía haber tocado a cualquier otro. Pero como ellos mismos aseguran, el mundo de los negocios es frecuentemente tan azaroso como jugar a los dados.
Las ironías del conde mantenían a Dante en un permanente estado de desasosiego. Llegado el caso, y si eso formaba parte de la trastienda oscura de sus planes, se preguntaba cómo narraría Guido Simón de Battifolle ante su amo, el rey Roberto de Nápoles, la muerte del poeta burlado. Qué sarcasmos adornarían sus soliloquios ante el satisfecho soberano y señor de Florencia. En el fondo, reconocía con amargura lo sencillo que resultaba ridiculizar sus ingenuas pretensiones de recompensa por parte de sus conciudadanos. Sus enemigos lo habían comprendido enseguida. Habían hecho escarnio de su figura altanera, de sus maneras de personaje noble cuya realidad era arrastrarse como un mendigo por las cortes de Italia. Tal vez, el mismo conde le había escogido sabedor de esa fama que le precedía. No la fama de gran pensador y filósofo, hombre de letras, hábil negociador y combativo defensor de su patria que él pretendía haber tallado a golpes de pluma; más bien, la fama de ingenuo, inútil estratega, cultivado bufón de cortes necesitadas de lustre cultural, algo que parecía haberse ganado con sus actos, sus renuncias y sus compromisos.
—Era otro paso —comentó el conde—. Los sucesos de Florencia trascenderían sus fronteras, extenderían el miedo más allá de las murallas. Visitar nuestra ciudad no estaba exento de riesgos, y si de algo no pueden prescindir los florentinos es de recibir la provechosa visita de mercaderes extranjeros.
—Queríais haceros imprescindible… —divagó el poeta.
—¿Yo? —replicó Battifolle—. En realidad, no. Imprescindible sería únicamente el rey Roberto y su acuerdo de protección sobre Florencia. Sin respetar esto, y ante la manifiesta incapacidad de los gobernantes, es difícil sentirse seguro en una ciudad como ésta —enfatizó el vicario con los brazos abiertos—. Y no me diréis que ésa no es algo cierto incluso sin tener que aludir a estos sucesos.
Un breve silencio ocupó el espacio entre los dos hombres. Dante, abatido, se revolvió, incómodo, en su asiento. El conde se echó hacia atrás en el suyo para proseguir su soliloquio. Mirando hacia el techo, parecía observar cómo las palabras salían de su boca y se entrelazaban en una danza invisible de serpientes en el aire, antes de afilarse como dagas y penetrar en los atormentados oídos de su interlocutor.
—Y si para alcanzar los previstos buenos fines había que extender al máximo el horror —continuó hablando, protegido por aquella coraza de cinismo con la que depuraba sus actos—, ahora sí que no quedaba más remedio que sacrificar a verdaderos inocentes, como aquel desgraciado cuyos restos aparecieron entre las ramas de un árbol en Oltrarno, el mismo cuya muerte juzgasteis, en principio, ajena a vuestra obra. A él, le era indiferente que unos u otros ocuparan el poder, nunca había tenido influencia ni partido por el que decantarse. Anónimo y vulgar, de ese tipo de ciudadanos que hoy mismo se hacinan como pulgas en las vías que recorrerán los asesinos camino de los Stinche. Porque, a veces, los hombres como nosotros, que influimos o decidimos sobre la suerte o el futuro de los Estados, parece que olvidáramos que la mayor parte de los ciudadanos son así. Son mudos espectadores de las decisiones que toman otros, míseros contribuyentes a los que el Comune extrae, grano a grano, su escaso patrimonio para engordar los graneros de la ciudad. Cuando tienen hambre protestan, pero cuando han saciado ese apetito inmediato se echan despreocupadamente a dormir en lugar de procurarse los medios para no volver a sufrir privaciones. Personas que se conforman con sobrevivir al margen, pero quizá por eso no soportan verse perturbados por asuntos a los que ellos mismos han renunciado en favor de otros superiores.
—Por eso a veces se amotinan —apuntó Dante con intención.
—A veces —confirmó el vicario con un deje de desilusión—. Y, en este caso, también estuvieron a punto de hacerlo, aunque al final se frenó ese ímpetu.
Dante era bien consciente de esa realidad. Él mismo había sido testigo del áspero enfrentamiento entre los espectadores del macabro panorama en las faldas del monte de las Cruces y había temido que estallara la rebelión por toda la ciudad. Entonces ni siquiera sospechaba que una de las partes en cuestión pudiera estar detrás de aquellos sucesos.
—Pero al menos sirvió para algo —continuó Battifolle, dando un nuevo brío a su voz potente—. De todo esto salió una reunión entre las partes, un principio de arreglo pacífico y el compromiso de una señoría de consenso…, pero creo que ya os hablé de eso suficientemente.
—¿Por qué seguir adelante entonces? —preguntó el poeta con desolación—. ¿Para qué más crímenes?
—No se puede bajar la guardia —se justificó el conde, exponiendo sus argumentos con la misma lógica perversa que animaba todas sus explicaciones—. Se consiguió un acuerdo, sí, y un compromiso de señoría renovada. Eso supone añadir seis priores a los siete que ocupan el poder, pero no elimina la necesidad de seguir influyendo lo posible para alcanzar las mejores condiciones en esa próxima elección. Además, una vez se pone en marcha un plan de este tipo, creedme, es más ventajoso proseguir con él temporalmente que detenerlo de repente. Fue ése el ánimo que condujo a la última acción.
—El último crimen, por el que fueron descubiertos sus ejecutores —apuntó Dante—. ¿De dónde sacasteis a esos asesinos? ¿Formaban parte de los planes de paz para Florencia del soberano de Puglia?
—No. Veréis que nada estaba tan planeado como os empeñáis en creer —contestó Battifolle sin perder la calma—. Conocí a esos desgraciados bastante antes de que me fuera encomendada esta misión en Florencia. A mis oídos llegaron noticias de alarma entre la población del
contado
de Poppi. Se trataba de unos rumores sobre vagabundos extranjeros que convivían en sospechosa fraternidad. La superstición, junto con el temor hacia los herejes, hizo correr historias de brujerías y prodigios de Satanás. Supuse que eran cuentos de viejas, historias propias de gentes simples e ignorantes. Pero, aun así, juzgué conveniente investigar un poco. Vivimos épocas demasiado agitadas como para dejar pasar cualquier suceso fuera de lo habitual en tu territorio —dijo con énfasis—. Y no fue difícil encontrarlos. A decir verdad, no pasan de ser más que unos locos imprudentes que no se esconden con demasiada habilidad, si en realidad es eso lo que pretenden. Me sorprende que no dierais antes con ellos.
—Eso es lo que queríais desde un principio —murmuró Dante—. Por eso me animasteis a seguir las investigaciones en su dirección.
Battifolle sonrió dirigiendo la mirada hacia sus manos, ambas extendidas sobre la mesa. Eran grandes, poderosas, las manos de un nombre acostumbrado a asir el poder con persistencia. El poeta sintió sobre sus piernas la débil presión de sus propias manos, trémulas. Tan impotentes y huecas las sentía que pensó que si fueran atrapadas por las del conde resultarían aplastadas como la cáscara frágil de una nuez.
—Su origen extranjero, sus modales, el enigma de las lenguas cortadas —prosiguió Battifolle—. Parecían indicios más que suficientes de que algo turbio se ocultaba tras de ellos. Estaba claro que escapaban y lo hacían a tumba abierta, como si en realidad no tuvieran más objetivo que eludir la hoguera por un día más. No daban en absoluto la impresión de ser proscritos que buscan sobrevivir en paz escondidos de todos. Su portavoz, el único que podía serlo, se delataba rápidamente como un loco exaltado y lleno de odio. Transparentaba un enfermizo afán de venganza. Sus seguidores, obedientes como borregos, no estaban más sobrados de voluntad propia que de lengua. Hacían o pretendían aparentar vida de beguinos y eso los hacía aún más vulnerables, teniendo en cuenta las intenciones del nuevo Pontífice contra todos esos beatos y pedigüeños. Podría haberlos puesto en manos de la Inquisición y acabar de un golpe con sus aventuras…
—Pero no lo hicisteis —completó Dante.
Battifolle respiró hondo desplazando su voluminoso cuerpo hacia atrás. A veces adoptaba la apariencia de un hastiado maestro que tuviera que explicar o justificar cuestiones tan evidentes como lógicas a un alumno tozudo y resabiado.
—Dante Alighieri —comenzó a hablar de nuevo, con verbo pausado—, vos lleváis mucho tiempo haciendo política. Habéis ocupado, incluso, un puesto de la más alta responsabilidad como prior de esta república. Sabéis que desde una magistratura semejante tomar decisiones implica haberlas sopesado cuidadosamente y, en lo posible, haber previsto sus consecuencias. ¿No votasteis en días complicados por la salomónica expulsión de Florencia de seguidores de la parte negra y de la parte blanca por igual, aun sabiendo que era desproporcionado respecto a la culpabilidad? ¿No os pareció injusto, teniendo en cuenta, además, que actuabais contra vuestro propio amigo?
Battifolle parecía manejar cruelmente sus sentimientos. Le clavaba espinas en el corazón recordándole aquellos días de frustración, la expulsión de Guido Cavalcanti, el «primero de sus amigos». Una amistad que no pudo nunca recuperar, porque el poeta dejó su vida, recién venido de su exilio, víctima de unas fiebres contraídas en Sarzana.
—Se busca la conveniencia o no de esas decisiones, vos lo sabéis —continuó el conde—. Y si interesan o no en un momento concreto. Respecto a estos individuos, consideré más que suficiente mantenerlos bien controlados. Son tiempos azarosos, ya os lo dije, de alianzas confusas y variables. No sé si sois adicto a algún juego, pero sabréis al menos que el buen jugador nunca expone todos sus recursos sobre el tablero. Siempre guarda alguno para momentos de emergencia. Decidí que esos beguinos serían mi jugada oculta, por si algún día precisaba ofrecerle alguna alegría al partido del papa Juan, donándole sus cabezas en bandeja de plata.
—Y, mientras tanto, los trajisteis a Florencia para que sembraran el terror —afirmó el poeta con desdén.
—Los traje a Florencia para controlarlos —rectificó el vicario—. No quería dejarles campar a sus anchas por mis tierras. Posteriormente, descubrí esas capacidades suyas para llevar a cabo la ejecución de ciertos planes. Os aseguro que son unos bastardos sanguinarios que han disfrutado con cada uno de sus crímenes.
—Organizasteis un buen linchamiento cuando comprendisteis que habían sido descubiertos —acusó directamente el poeta.
—Sobrevaloráis mis capacidades —argumentó Battifolle, metido de lleno en un juego de ambigüedades en el que era difícil distinguir las fronteras entre la verdad y la mentira—. Ya habéis visto lo soliviantada que está la población. Cualquier indicio de culpa es más que suficiente para que se desborde la ira. Los que han quemado su escondrijo, seguramente, los deseaban ver muertos más que yo mismo.
—Y vos —apuntó el poeta—, ¿qué les habéis ofrecido? ¿Qué les habíais prometido hasta ayer mismo para que ese miserable se sintiera tan seguro? ¿Libertad? ¿La posibilidad de continuar impunemente con sus fechorías?
—No había nada que ofrecerles —replicó seco el conde; quería aparentar firmeza, pero sus ojos rehuían nerviosos el cruce con la mirada de Dante—. Antes o después, habrían recibido el castigo que se les impondrá. El castigo que se merecen por sus crímenes, pasados o venideros.
Dante no salía de su asombro. El conde Guido Simón de Battifolle le parecía abiertamente un hombre sumamente peligroso, una víbora imprevisible y taimada, y no tanto por su poder o su fuerza, sino por el cinismo sin límites con que era capaz de administrar ambos. Había fomentado, planeado y ordenado aquellos crímenes, pero sólo sus ejecutores materiales merecían su desprecio y su castigo. Dante imaginaba, firmes y recias, aquellas dos manos poderosas alrededor de su cuello y comprendía el avispero en el que se había metido. Tenía la impresión de que, cada frase pronunciada por su anfitrión, cada reconocimiento de responsabilidad o acto espurio, se convertía en un palmo más de abismo en el que sus propios pies se iban enterrando.
—¿Venideros? —acertó a decir Dante—. ¿Es que hubiera habido más?
—Los necesarios, Dante Alighieri —afirmó rotundo el conde—. No se detiene una batalla por haber llegado a un número determinado de bajas. La lucha siempre continúa hasta la victoria final, o hasta que una inminente derrota aconseja la retirada.
—¿Y quién ha ganado estaba batalla,
messer
conde de Battifolle? —preguntó Dante con escepticismo.
—¡Florencia! —respondió el vicario solemnemente—. ¿Aún no os habéis dado cuenta de todo lo que estaba en juego?
—Creo que sí,
messer
Guido —replicó el poeta—. Incluso de aspectos que vos no habéis mencionado, pues no sólo Florencia recoge beneficios de esta victoria.
El conde miró a Dante con atención y un gesto de curiosidad.
—Os escucho —se limitó a decir, dando pie al poeta para que desplegara sus argumentos.
—Conseguiréis que se respete el plazo otorgado al rey Roberto para ejercer su señoría —continuó Dante—. En el mejor de los casos, incluso se ampliará ese plazo, porque un control efectivo de Florencia es lo que precisa vuestro soberano para mantener sus fructíferos acuerdos económicos con grandes mercaderes florentinos.
—¿Acuerdos económicos? —preguntó el conde, con falsa sorpresa.
Dante estiró las piernas aliviando la tensión de sus músculos. Esparció su mirada sobre la mesa, donde permanecía una sola de las manos del conde. Con la otra acariciaba su barba completando un gesto de atención.
—El reino de Puglia es un enorme granero de cereal muy apetecible para los negocios de cualquier mercader —dijo el poeta—. Y el soberano de aquel reino ha necesitado de muchos fondos en los últimos años para sus empresas. Roberto es tan dependiente de los florines de los Bardi o los Peruzzi como vos pretendéis que Florencia lo sea de él mismo.
Dante conocía perfectamente aquello de lo que estaba hablando. Roberto se había visto obligado a recurrir a continuos préstamos para asumir una imparable escalada de gastos. Dinero para cubrir los gastos de su viaje a Aviñón y su coronación, para abastecer a sus tropas o para afrontar la guerra contra el emperador Enrique VII. Un ingente desembolso que le había llevado a admitir préstamos por la impresionante cantidad de más de medio millón de florines. Los Bardi y los Peruzzi habían monopolizado ese servicio. A cambio, habían obtenido importantes privilegios comerciales, incontables favores en cargos y control de comercio, exportación de grano, e incluso actividades como la recaudación de impuestos, administración de la Casa de la Moneda o el pago de funcionarios y tropas. Una relación simbiótica que corría el riesgo de quebrarse si Roberto perdía su preeminencia en aquella ciudad.