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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (36 page)

BOOK: Los círculos de Dante
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—¿Justificáis que todo es válido con tal de cumplir esos objetivos? —interrumpió el poeta, cargado de incredulidad en su voz.

—Yo soy un hombre de Estado —argumentó Battifolle con serenidad—. Para hacer el bien desinteresadamente disponéis de otro tipo de hombres. Yo me debo a unos fines e intereses superiores, como un soldado se debe exclusivamente a su patria. ¿O vos no habéis sido soldado? Por lo demás, tengo que actuar sobre seres de carne y hueso, no sobre fantasías literarias como vos. Sé que hay cosas que aunque los hombres no vean son observadas por Dios, que todo lo ve. Espero que en su momento, nuestro Señor, en su infinita sabiduría y bondad sepa comprenderlo y me perdone…

Dante aumentó su perplejidad. Guido Simón de Battifolle, según propia confesión, había decidido luchar contra la hipocresía a base de cinismo y brutalidad solapada.

—Habéis hecho matar a inocentes… —exclamó el poeta con indignación.

—Sacrificios… ¿Cuántas vidas diríais vos que vale la estabilidad de vuestra patria? —preguntó el conde sin moverse ni un ápice de su cínica postura—. ¿Y cuántos inocentes no sufren a diario por la desastrosa situación de Florencia? ¿No sois lo suficientemente inocente vos como para sufrir tan injusto exilio?

Dante no supo qué decir. El vicario de Roberto manejaba y mezclaba sus argumentos con espuria habilidad. Establecía falsos silogismos en los que parecía que negar uno de los extremos suponía la renuncia implícita a los otros. Pero reconocer la validez parcial conllevaba el riesgo de asumir una falaz justificación de sus procedimientos; máxime cuando el poeta veía claramente que su propia vida tampoco tendría el menor valor para Battifolle, llegada la ocasión, si con ello se justificaban y favorecían sus objetivos.

—¿Por qué elegirme a mí y a mi obra? —dijo entonces Dante con desazón, descendiendo a la raíz misma de sus tribulaciones.

Battifolle reordenó sus pensamientos. Ahora que, en la práctica, había reconocido estar detrás de aquellos terribles sucesos parecía meditar sus argumentos, calcular el efecto de sus palabras, antes de acometer cualquier explicación exhaustiva sobre la demanda planteada por el poeta.

—No fue así desde el principio, creedme —comenzó el conde—. Ni tampoco existió plan premeditado alguno destinado a perjudicaros a vos o a vuestra imagen…

—Sólo soy un medio más en el tortuoso camino de vuestro fines… —interrumpió el poeta con acidez.

Battifolle, mostrando una tímida sonrisa, hizo caso omiso de tal comentario.

—A mi llegada a Florencia —prosiguió el conde—, y siento volver a ser repetitivo con algo de lo que ya hemos hablado, me encontré una ciudad profundamente dividida. Unos mostraban su intención de mantenerse leales a la señoría concedida a
messer
Roberto durante cinco años, mientras que otros despreciaban a las claras o solapadamente dicho acuerdo. Incluso, volvían sus ojos hacia otro protector extranjero…

—¿Me concederíais la merced de ser más breve? —interrumpió de nuevo Dante con moderada irritación, nada dispuesto, en este momento y situación, a recorrer con el conde el camino de sus largas perífrasis—. Como vos bien reconocéis, no es momento de ser repetitivos.

—No temáis —concedió el vicario sin excitarse—, seré tan claro y conciso como sea posible. Si os recordaba las profundas divisiones entre los florentinos de intramuros era para aclararos que existe cierta correspondencia, no total, por supuesto, ya que hay de todo en los dos bandos, entre los partidarios del Rey y los «populares», y entre los que ofenden a nuestro soberano y los «grandes». Como quiera que estos últimos han ejercido el poder apoyados en la tiranía del aborrecible Lando, la idea era muy sencilla: soliviantar y movilizar lo máximo posible a las otras filas para que ejercieran una presión notable sobre los priores y que éstos se vieran forzados a hacer respetar el acuerdo con Puglia.

—Y para eso asesinasteis al «popular» Doffo Carnesecchi —resumió Dante.

—El desventurado Doffo era un próspero maestro curtidor y uno de los más declarados partidarios de mantener la señoría concedida, en buena hora, a
messer
Roberto —reveló el conde—. Y además, un destacado miembro del Arte de Curtidores y Zapateros. Sabéis que la suya es una actividad bastante despreciada y poco valorada por considerarse sucia y molesta; pero os aseguro que sus corporaciones se encuentran entre las más ricas y poderosas en toda Italia.

—Poca recompensa obtuvo por su fidelidad a Puglia —ironizó Dante.

—Creedme si os digo que con su muerte podía hacer mejor servicio a la causa que defendía —replicó el conde sin emoción visible.

—¿Y por qué matarle de esa forma? —preguntó el poeta con extrañeza—. ¿Por qué os acordasteis de mí en tan maldita ocasión?

—Ya os lo dije, fue algo fortuito —se explicó el conde, abriendo los brazos en un expresivo aspaviento. Parecía haberse lanzado a una confesión abierta y disfrutar morbosamente explicando sus crímenes a su interlocutor—. En el caso de Doffo, no hubo ningún plan o proyecto que fuera más allá de su simple muerte. Fueron la naturaleza, con su lluvia insistente y continua que convirtió el suelo en un cenagal, y el azar, que llevó a ese grupo de perros hasta allí para disputarse los despojos, los que establecieron las coincidencias. Luego, alguien sugirió cuánto se parecía aquello a uno de los pasajes de vuestra obra y yo, que siempre he admirado vuestro trabajo, recordé que disponía de un ejemplar. Aunque, desgraciadamente, adquirido en Lucca —añadió el conde.

Dante no pudo reprimir un mohín de disgusto. Las maneras del conde de Battifolle le resultaban impertinentemente triunfantes y sarcásticas, aun cuando su plan hubiera sido descubierto. Poco parecía importarle. El vicario de Roberto había resultado victorioso, al fin tenía en sus manos el destino de Florencia. De eso no cabía la menor duda, y le hacía disfrutar de aquel momento sin pensar siquiera en apearse de su condición.

—Entonces fue cuando surgió la idea —continuó hablando, mientras sus ojos se iluminaban de orgullo.

Sus planes le causaban satisfacción, independientemente de que hubieran desencadenado una demencial orgía de sangre y horror.

—¿Por qué? —replicó el poeta, al que la voz que se le atragantaba en el nudo amargo atascado en su garganta—. ¿Qué necesidad teníais?

—Porque los planes iniciales no salieron tan bien como hubiéramos deseado —se justificó Battifolle con vehemencia, como si estuviera hablando con un comprensivo aliado en lugar de hacerlo con la persona a la que más daño moral había causado con sus acciones—. Creció la tensión, pero la situación varió muy poco. Los que eran fieles al Rey lo continuaron siendo y los que ya renegaban de su protección también siguieron haciéndolo; sin embargo, el Gobierno florentino no tuvo excesivos problemas para continuar usurpando el poder. De modo que hubo que seguir adelante y fomentar la creencia de que los exiliados blancos y gibelinos tenían suficiente poder y arrojo como para actuar de manera tan cruel en la ciudad, ya fuera por medio de hombres o demonios. Parecía una buena forma de encrespar los ánimos y conseguir los objetivos propuestos. Y, a la larga —completó el conde con gesto de autosatisfacción—, creo que así ha sido.

—De modo que seguisteis cometiendo crímenes en mi nombre —comentó Dante con amargura.

—Desde algún punto de vista, podríais decirlo así —afirmó meditabundo el conde—. Aunque el hecho de utilizar vuestra obra como inspiración no necesariamente os involucra en persona.

—Quizá deberíais haber convencido de eso a quienes hablaban de «crímenes dantescos» —replicó el poeta.

—No deberíais preocuparos tanto por esa cuestión —afirmó Battifolle quitándole importancia—. Los que tal dicen ni siquiera conocen vuestra obra y lo mismo que se les ha empujado a decirlo, mañana pueden ser convencidos de lo contrario.

Dante no dejaba de admirarse de la insultante seguridad que transpiraba el astuto vicario en sus manifiestas capacidades para manipular opiniones y pensamientos ajenos.

—Planeasteis, pues, adaptar los siguientes asesinatos a palabras que yo había imaginado con fines muy diferentes —afirmó el poeta.

—Tras la experiencia de Doffo, se tomó la decisión de actuar sobre el bando contrario —corroboró—. Nada mejor que hacerlo, simultáneamente, sobre dos familias no precisamente bien avenidas de la misma
consorteria
. Y os aseguro que, cuando hablabais de inocentes, deberíais pensarlo dos veces antes de poner esa etiqueta a semejantes individuos. Con Baldasarre y Bertoldo se pusieron en práctica estos nuevos planes. Claro que hubo que estudiar bien vuestra obra y crear algún ingenio mortífero para hacerlo más creíble —añadió con una sonrisa ominosa—. No podían caber dudas, así que se empezaron a utilizar notas escritas que recordaban el pasaje de vuestra obra en que se inspiraba todo.

—Una nota que no existía en el primer caso… —murmuró Dante.

—No podía existir —precisó el conde—. Hubo que añadirla posteriormente a las actas.

—Por eso la posición y la letra con que estaba transcrita eran diferentes… —comentó el poeta, como si hablara consigo mismo.

Dante concluyó, también para sí, que por eso para la mayoría, entre ellos el bien informado Chiaccherino, simplemente no existía.

—El primer notario tuvo que abandonar Florencia —explicó Battifolle—, pero pocas personas son tan perspicaces como vos para percatarse de tales detalles.

—De poco sirvió que me percatara —replicó Dante, molesto con lo que parecía un elogio—. Procurasteis que me fuera imposible hablar con cualquiera de los dos notarios y…

Las protestas de Dante se frenaron en seco por una inesperada interrupción. Una llamada a la puerta, aunque ésta no se abrió inmediatamente; sólo lo hizo cuando el conde dio su conformidad.

Capítulo 53

C
uando el conde de Battifolle dio su permiso apareció en escena un asistente del vicario. Era un hombre robusto y con la mirada dura como un diamante, ataviado también con una vestimenta militar que denotaba a las claras que era bastante más que un simple soldado.

—Todo está preparado —dijo el recién llegado en un tono grave y algo urgente.

El conde volvió la vista hacia Dante para hablarle, sin dejar de lado ese odioso aire complacido.

—¿Querríais ser testigo del traslado de esos asesinos?

El poeta miró con asombro a su interlocutor. Demasiado pronto para una ejecución, por muy sumario que fuera su juicio. Llegó a dudar si el conde pretendía realmente facilitar la huida de aquellos desalmados.

—El Comune los quiere para llevar a cabo una ejecución pública ejemplar —dijo el conde como respuesta al interrogante que adivinaba en la mirada del poeta—. Y no es mi intención arrogarme méritos en exclusiva, de modo que los vamos a trasladar solemnemente a los Stinche.

Dante se limitó como respuesta a volver el rostro, con asco y desprecio explícitos.

—Pues os aseguro que pocos en Florencia están dispuestos a perderse el espectáculo —añadió el conde—. Me han asegurado que, desde muy temprano, el recorrido hasta la prisión está más abarrotado que el camino de la procesión de las artes hacia San Giovanni. —Después, se volvió hacia su asistente, liquidando su presencia con una frase breve—. Yo tampoco asistiré de momento, excusad mi ausencia.

El rostro del ayudante reflejó estupefacción y dudó un instante antes de retirarse. El conde zanjó toda cuestión con un explícito gesto de despedida de su mano derecha. Otra brasa desprendida de una de las antorchas llamó la atención del poeta. Mientras contemplaba la miríada de puntitos rojos de fuego que morían sobre el pavimento, advirtió, de reojo, cómo el conde se le acercaba y volvía a rasgar el aire con una voz firme que justificaba su última decisión.

—Reconozco que os debo muchas explicaciones…

Indicó a Dante un escaño situado frente a su sólida mesa de madera invitándole a tomar asiento. Las urgencias del conde se habían disipado aún más rápido e intensamente que sus iniciales reticencias a reconocer su participación en los hechos. Parecía dispuesto a contarlo todo, explayarse en la historia que tan bien había urdido y mantenido en las sombras. Quizá por dar rienda suelta y salida a la satisfacción que anidaba en su pecho; quizá porque consideraba que el poeta, a la postre, se había ganado el derecho de comprender todo aquello que tanto le había intrigado en los últimos días.

Dante se sentía agotado. Un cansancio complejo, no el agudo pinchazo de los músculos lasos o el crujido íntimo de los huesos. Un cansancio formado de miedos, melancolías y tristezas, de soportar la carga de las ilusiones rotas y pesadas como losas. Una oscura desidia, un siniestro abandono de las fuerzas del alma. Se dejó caer en la silla ofrecida sin decir palabra. Battifolle se despojó, con alguna dificultad, de su rígida sobreveste. La dejó caer en el suelo, sin demasiado cuidado, como si se liberara de una carga necesaria pero indeseada. Aquel movimiento produjo un espontáneo tintineo metálico. Con su casaca a la vista, un fino paño de entretiempo forrado y ribeteado en piel, recuperó ese aspecto cortesano y algo acomodaticio ya familiar para Dante. Se sentó en la otra silla, al frente de esa misma mesa que había sido testigo de la primera reunión. La misma posición, un instante colgado en el tiempo, como la salida a un largo paréntesis en el que habían ocurrido tantas cosas.

El poeta miró con aprensión hacia las sombras por si volvía a divisar a Francesco agazapado entre ellas, pero no lo vio. Desde la tarde anterior, no se había encontrado con su habitual acompañante. Era una de las pocas diferencias a que agarrarse para ser consciente de que aquel encuentro no era una mera prolongación del primer día; para evitar la sensación de que había caído, en medio de las frases de su interlocutor, en un profundo sueño, poblado de pesadillas del que ahora despertara sobresaltado. Había otra gran diferencia, mucho más importante y notable: por fin la verdad era el ingrediente básico de la conversación; no una amalgama de embustes, promesas y medias verdades destinadas a convencerle. No obstante, esta verdad no era mucho más tranquilizadora, ni resultaba menos turbadora que la incertidumbre que le había atenazado en su conversación inicial. Battifolle, ya sentado, tomó aire como un buzo que se preparaba para la inmersión y acto seguido volvió a sumergirse en los horrores de su narración.

—Las muertes de Bertoldo y Baldasarre sí que removieron la conciencia de los florentinos —continuó hablando, enlazando con el hilo interrumpido de su narración—. Al fin y al cabo, eran miembros de la clase dominante y, si ellos no se encontraban seguros, ¿de qué les servía monopolizar el poder? Las sospechas entre familias, además —añadió con una sonrisa maligna—, auguraban un baño de sangre como en los viejos tiempos…, y eso era algo que no interesaba en absoluto a los prósperos comerciantes florentinos. Abonado el campo, ¿imagináis qué tipo de semilla faltaba por sembrar? —preguntó, de forma más retórica que como verdadera interrogación.

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