—De modo que un Gobierno hostil —continuó Dante— o, peor aún, una alianza con otro príncipe extranjero, pueden dar al traste con todos sus negocios y el idilio con esos mercaderes. Como vos mismo asegurabais hace un momento, el mundo de los negocios resulta tan azaroso como jugar a los dados.
Battifolle sonrió como un niño cogido en falta.
—Ya veis —dijo sin inmutarse—. Mejor aún. Las relaciones más sólidas siempre se basan en intereses comunes.
Dante percibió que había alcanzado el núcleo mismo de las verdaderas motivaciones. No quiso insistir por un camino que, probablemente, no podía traerle más que complicaciones. El conde de Battifolle era un hombre al que le gustaba hablar, pero, sobre todo, gozaba escuchándose a sí mismo. Probablemente, ya le había perturbado más de lo previsto haciéndole reconocer su autoría en la trama. Aquello podía haber sido un error para su seguridad, un paso fatal, pero que, en cualquier caso, ya era irreversible. Su anfitrión ya resultaba peligroso amparado en sus silencios y sus secretos, sus manipulaciones y amenazas veladas. Si llegara a verse privado de argumentos, boca arriba esas cartas ocultas que se jactaba de mantener siempre, tal vez podía ser letal. Ganar tiempo y escapar eran los únicos pensamientos que ganaban espacio en la mente de Dante. A fin de cuentas, poco importaban ya los pormenores de todo lo que había sucedido, lo mismo daba un motivo u otro, una verdad o mentira más. Era preciso salir de Florencia, revolverse y zafarse de aquella ratonera; olvidarse de los años de dura pugna por retornar y desear más que nunca dar la espalda a las murallas de aquella ciudad tan irremediablemente hostil. Para eso resultaba necesario saber algo más de las intenciones del conde. Había que desechar el envoltorio farragoso de sus palabras y tratar de percibir algo más allá de lo que éstas parecían expresar tras deslizarse cuidadosamente entre sus labios. Se incorporó en su asiento y afrontó con seriedad la mirada de su anfitrión.
—Os lo pregunté casi al inicio de esta conversación y lo vuelvo a hacer —dijo Dante con calma—, ¿qué tenéis preparado para mí? Sé el papel que he ocupado hasta ahora en esta farsa, aunque no alcanzo a comprender qué necesidad teníais de mí para llevarla a cabo. Pero ahora que habéis compartido conmigo vuestros secretos, puede que me consideréis un peligro…
E
l conde Guido Simón de Battifolle se adornó con una mueca de extrañeza. Una de sus manos dibujó en el aire un gesto de protesta y rechazo ante tal evidencia.
—¿Peligro? —exclamó—. ¿Por qué habríais de serlo? Considero que ésta es una charla entre caballeros y en ningún momento he dudado en contar con vuestra confianza; sin embargo, aunque así no fuera —avisó, sin perder su instrumental cortesía—, de bien poco os servirían tales informaciones sin recuperar ante los ojos de vuestros compatriotas de intramuros vuestra credibilidad. Trabajad a mi lado —continuó—. Conseguiremos que todos piensen que no eran más que unos desalmados los que se dedicaban a ensuciar vuestro honrado trabajo. Si alguien sospecha de una conspiración desde arriba, ¿cómo convencerle de que vos mismo no estáis en ella? ¿Cómo justificar tantos conocimientos sin haber participado?
Dante se mordió el labio superior hasta sentir un dolor agudo, forzándose a permanecer en el silencio que le aconsejaba su prudencia. El conde lo observaba con una frialdad amenazante. Parecía intentar penetrar hasta el torbellino de su mente, apoderarse de sus pensamientos, vaciar su cabeza de cualquier contenido que pudiera contradecir sus exposiciones. Esos planteamientos ya suponían una implícita confirmación de sus temores. Allí residía la clave de su estancia en Florencia. Un leve escalofrío recorrió su cuerpo mientras asimilaba el absurdo rol asumido en todo este enredo. El vicario le había reservado el puesto de dirigente, involuntario e ignorante, en una conspiración que se dotaba así de un contenido político. El poeta exiliado, activista furtivo en la ciudad vedada que no debía pisar, era el eslabón suelto de la cadena con la que el conde había ceñido Florencia; el elemento que invalidaba cualquier teoría acerca de unos locos sin control como autores de tan terribles sucesos aislados. Su previsible apresamiento público era un buen golpe de efecto, medido y calculado de antemano por su astuto anfitrión.
—Respecto al motivo de vuestra presencia en la ciudad —continuó el conde—, debo reconoceros que todo lo acaecido se ha desviado un tanto en relación con lo inicialmente previsto. Nuestro afán de paz y reconciliación es sincero. Lanzado el plan de la manera que os he relatado, quise que conocierais la situación de primera mano, que colaborarais en unas investigaciones que no dudo hubierais llevado a buen fin si no se hubieran precipitado de esta forma los acontecimientos. Siempre he actuado animado con la intención de que vos mismo limpiarais vuestro buen nombre, de que librarais a la ciudad de esa chusma y recuperarais vuestro innegable prestigio dentro de Florencia, de que me sirvierais de puente a una definitiva reconciliación entre todas estas malditas banderías.
Absurdos embustes, espurias palabras endulzadas con la miel venenosa de este valedor de la supremacía de los Anjou. Oyendo sus excusas, parecía que hubiera que darle las gracias por la oportunidad de restaurar un nombre que él mismo se había encargado de ensuciar. Si los acontecimientos se habían precipitado, había sido por expreso deseo del conde Guido Simón de Battifolle. El poeta rememoraba la imagen de aquel individuo belicoso y violento, el desorejado del gorro verde. Ese delincuente demasiado apasionado, ahora lo comprendía, como para participar en todos los disturbios sin un verdadero y visible interés personal. Seguramente, no era el único. Estaría acompañado por otros agitadores profesionales; mercenarios contratados para fomentar la rebelión como otros lo eran para mantener el orden.
Dante creía despejar las dudas por completo. Leía a través de los surcos del rostro de aquel taimado noble y contemplaba su propio futuro; su visión repetida de hogueras y perros iracundos, de huesos mancillados y sonoras carcajadas de burla. Trató de reprimir su temblor, de que, al menos, la palidez que sentía que le conquistaba el rostro no delatara sus fúnebres conjeturas. Intentó asomarse desesperadamente a esa luz de su conciencia que le impelía a resistir, no tanto, quizá, para conservar una vida que se había hecho pesada como una roca sobre sus hombros gastados, pero sí al menos para que su orgullo y su linaje no yacieran en una tumba maldita junto a los restos odiosos de un grupo de asesinos a sueldo. Si tenía que pasar a la historia alejado para siempre de aquel que había sido su hogar, al menos que lo hiciera singularizado por su trabajo, por su afán de dignificar aquel
vulgar
toscano de su lengua materna que había plasmado en páginas conocidas en toda Italia. Deseaba que las generaciones venideras, esos cachorros orgullosos paridos a la vera del Arno, no aprendieran a maldecir su nombre y su estirpe antes aun de conocer las primeras letras. Tenía que evitar que su recuerdo quedara como el de un traidor, un delincuente que había quebrado su destierro para introducirse en la ciudad que le había visto nacer y sembrar el pánico, hasta ser aprehendido y vergonzosamente ejecutado, con escarnio público. Sintió verdaderas ganas de escupir su indignación a la cara de aquel perverso gobernante, mientras éste desgranaba sus palabras falsas y retorcidas. Pero retuvo la ira entre los dientes. No era momento de heroicidades ni había tiempo para desperdiciar esas escasas fuerzas suyas en meros desahogos verbales. No podía paralizar su mente. Su trabajo allí no había concluido. Sólo que, ahora, consistía en encontrar la manera de esquivar ese negro destino.
En un momento dado, se produjo una nueva y definitiva interrupción. Volvieron a golpear la puerta, pero no hubo demora tras la llamada y se abrió de golpe. Ambos dirigieron la mirada hacia aquel lugar del que volvió a surgir ese hombre rocoso de la visita anterior. Visiblemente nervioso, tanto que había ignorado el permiso para acceder a la estancia de su superior, traía el rostro pálido y demudado, como si acabara de cruzarse con todas las legiones infernales. Traspasó el umbral, sin pronunciar siquiera una palabra, aunque su perfil desencajado apuntaba con ansiedad directamente hacia su sorprendido señor.
—¿Qué ocurre? —tronó el conde con impaciencia.
El recién llegado murmuró algo, pero después de mirar levemente a aquel desconocido de aspecto cansado que le escrutaba curioso desde su escaño, optó por hacer una seña al conde, para rogarle que se acercara. Battifolle alzó su mole, con un movimiento cansino, dispuesto a escuchar aquello que su subordinado no quería dar a conocer en voz alta delante de su invitado. Por el camino, apartó de un ligero puntapié la sobreveste del suelo, que volvió a repicar con su tintineo metálico. Al llegar a la altura del otro, el hombre hizo un leve saludo, como si ahora penetrara en la estancia por primera vez. Después pasó a narrar en voz baja y muy cerca del oído del conde aquellas noticias que tanto parecían haberle afectado. Dante se dedicó a observar la cara del vicario, jugando a reconocer por sus gestos la naturaleza de aquel mensaje y sus posibles consecuencias. Creyó vislumbrar un brillo especial en los ojos, un atisbo de sonrisa furtiva en los pliegues de los labios, aislada en medio de un gesto hierático de seriedad. Estaba seguro de que su peligroso anfitrión, en el fondo de su corazón, estaba recibiendo aquellas nuevas con una íntima satisfacción que su pose no estaba dispuesta a exteriorizar. No respondió nada a su subordinado cuando éste acabó su atropellado monólogo. Se alejó despacio, dejándole allí con su alterada impaciencia. En un movimiento rápido, con una agilidad insospechada para un hombre de su corpulencia, recogió del suelo su vestimenta militar. Su asistente se precipitó hacia él para ayudarle a vestirla. El conde volvía a ser otro, una especie de condotiero imponente y poderoso. En vez de recubrirse con nuevos ropajes de guerrero, parecía más bien haberse desnudado de esos otros hábitos de paciente y refinado diplomático, de cínico y sutil negociador, con los que siempre había tratado de transmitirle seguridad.
—Parece que, al final, el Comune va a ahorrarse alguna ejecución —afirmó de repente.
Un escalofrío aún más intenso recorrió al poeta de parte a parte. Aquello sólo podía querer decir que el linchamiento, al fin, le había sido servido. Dante imaginó al manco desaliñado del gorro verde interviniendo activamente en los sucesos, soliviantando el ánimo de los presentes, asestando quizás el primer golpe para retirarse luego con sus compinches, satisfechos de haber cumplido satisfactoriamente con su señor. Ni el Comune iba a disponer de los prisioneros, ni el extraño traslado de los mismos, de prisión a prisión, iba a ser tan estéril como pareciera. Para Dante, el plazo se acortaba, se aceleraba el fin tan temido de aquella historia. Si se cumplían los funestos augurios del poeta, sólo faltaba él para culminarla. Le temblaron las piernas. Pensó que si tuviera que levantarse caería de bruces en el suelo, abandonado su cuerpo de los espíritus que proporcionan la fuerza y el equilibrio. Contempló la figura del conde, marcial, severa; el metal de su traje relampagueaba con las brasas temblorosas de las antorchas. Le observó un instante que a Dante se le hizo tan persistente y cruel como una larga vida. Con una mano en la barbilla parecía dudar, meditar sobre algo. El poeta, aprensivo, pensó que tal vez la resolución del juego de su destino era cuestión de segundos.
—Pero si hemos ganado la lucha contra la violencia por un lado, no podemos perderla por otro —dijo entonces Battifolle—. Ni consentir que siga corriendo la sangre, aunque sea por indignación o afán de justicia.
Después, dio media vuelta, dispuesto a salir al exterior, a recorrer las calles de Florencia en un remedo del César vencedor. Antes de hacerlo, aún dedicó unas palabras al poeta. Los dos sabían que serían las últimas que se cruzaran. Aun así, ninguno quiso dar señales de despedida.
—Sería muy aconsejable —dijo con tono neutro— que todavía no salierais al exterior ni os dejarais ver por la ciudad.
M
ás que un consejo, el conde había establecido una prohibición, como pudo comprobar algo más tarde. Battifolle había sellado el palacio casi por completo. Aunque el movimiento en el interior era de aparente libertad, las entradas y salidas estaban férreamente controladas y los permisos concedidos eran muy estrictos. Él no estaba incluido dentro de ese grupo, como pudo comprobar en la práctica, acercándose con apariencia casual a la puerta de acceso de la vía del Proconsolo. Lo había hecho para probarse hasta qué punto el conde estaba o no interesado en que permaneciera en el palacio, pues sólo conociendo los deseos de su anfitrión podía aproximarse y, tal vez, anticiparse a sus intenciones.
El poeta razonaba con ansiedad febril y le parecía evidente que mantenerle allí dentro era la estrategia adoptada por Battifolle. No alcanzaba tampoco a distinguir con claridad qué ventajas le reportaba tal opción. Su figura y su presencia, deambulando a menudo por los rincones de palacio, aun bajo la cobertura de su falsa personalidad, se había hecho de sobra conocida para todos. Le costaba predecir de qué manera el conde podía escenificar la captura de un personaje que se movía tan libremente por palacio, o justificar un alojamiento prolongado de alguien a quien se pretendiera presentar como un terrible conspirador, como el instigador cruel y sanguinario de esos terribles sucesos que habían conmovido a Florencia. A menos que el disfraz que presuntamente amparaba su seguridad sirviera simultáneamente como prueba fehaciente de su mala fe y su afán de introducirse subrepticiamente en la sede del vicario, con engaños y malas artes. Dante sacudió la cabeza. Deseaba purgar esa frenética espiral de pensamientos que embarullaban sus ideas. Acumular despropósitos e hipótesis, en un desesperado bullir de conjeturas, resultaba fácil, pero no aportaba soluciones. Si contaba con alguna posibilidad de huida, sólo podía aprovecharla manteniendo la mente clara y afrontando rápidas decisiones. Así, si bien para él resultaba más lógico considerar que Battifolle le prefería vagando por las calles revueltas de la ciudad, de poco le servía contradecir sus pretensiones o dejarse confundir por esa estancia forzada entre los muros de su cubil. La mosca atrapada en la telaraña no puede sentirse segura por mucho que la araña no haya mostrado fulminantes deseos de comérsela.