Los cerebros plateados (27 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los cerebros plateados
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—Los muchachos no son fríos ni pedantes —protestó ardorosamente la enfermera Bishop—. Son… ¡Oh! Yo estaba segura de que al menos alguno sería bueno. Sobre todo cuando Robín me dijo que la mayoría de ellos no escribían relatos nuevos, sino unos textos que habían estado madurando durante más de un siglo para su propia distracción.

—Ésa es probablemente una de las principales causas del problema —dijo Cullingham—. Tratan de mostrarse como unas mentes superiores. Si no me cree, escuche esto.

Cogió un rollo que había separado de los demás, hizo correr el papel algunos centímetros y empezó a leer:

«Este oscuro lazo materno ilumina las cenizas del espíritu como un tañido de campanas negras impregnando el aire entre moribundas columnas de mármol. Deséalo. Empújalo. Aplástalo. Arranca de una vez de la…»

—¡Cully!

El grito se alzó como un toque de clarín.

Todos se volvieron hacia Flaxman. Los ojos del pequeño editor estaban pegados al rollo en movimiento. Tenía el rostro radiante.

—¡Cully, esto es magnífico! —dijo, sin alzar la mirada ni reducir la velocidad de la máquina—. ¡Será un éxito universal! Tiene todos los elementos para serlo. Basta leer un par de páginas…

Pero Cullingham estaba ya leyendo por encima del hombro de su socio, mientras los demás se apretujaban junto a la máquina para enterarse de algo.

—Trata de una muchacha que nace en Ganímedes y no tiene el sentido del tacto —explicó Flaxman, sin despegar sus ojos de la máquina—. Se hace acróbata de baja gravedad de un club nocturno, y el escenario del relato es todo el Sistema. Y aparece un famoso cirujano, pero la simpatía con que el autor presenta a la muchacha, su habilidad para lograr que el lector la vea por dentro… Lo titula
Tú has penado mis sentidos

—¡Ésa es la novela de Media Pinta! —reveló excitada la enfermera Bishop—. Me estuvo contando el argumento. La puse al final porque temía que no fuera bastante buena, que pareciera menos brillante que las demás.

—¡Muchacha, sería usted un pésimo editor! —dijo alegremente Flaxman—. ¡Cully! ¿Por qué diablos está apagada la televisión? ¡Hemos de dar la buena noticia a toda la guardería!

Al cabo de medio minuto de enloquecedora confusión, durante el cual la guardería fue informada de la victoria de Media Pinta y reaccionó con extraños graznidos y escogidas blasfemias, la pantalla se iluminó. La mitad superior de Media Pinta —tenía que ser Media Pinta— aparecía en el centro de la pantalla, flanqueada a ambos lados por los veintinueve ojos–cámara de los demás huevos y el rostro de la señorita Jackson.

—¡Te felicito, muchacho! —gritó Flaxman, uniendo sus manos por encima de su cabeza y sacudiéndolas en gesto triunfal—. ¿Cómo lo has hecho? ¿Cuál es tu secreto? Lo pregunto porque creo que todos tus compañeros pueden beneficiarse de ello, y espero que a ellos no les molestará que lo diga.

—Me limité a pegarme a la grabadora y dejar que mi poderoso cerebro trabajase —afirmó Media Pinta con orgullo—. Hice girar el universo como un tío–vivo y agarré las cosas a medida que pasaban. Tuve una visión de mi cáscara como un gigantesco falo y violé el mundo. Desovillé el cosmos y volví a tejerlo. Me senté en la silla de Dios mientras Él estaba fuera, alimentando a los arcángeles, y me puse su casco creador. Yo…

Media Pinta hizo una pausa.

—No, no lo hice —añadió, con más lentitud—. Al menos, eso no fue lo único que hice. Lo cierto es que he adquirido experiencia, una nueva experiencia. Fui raptado, y toda la persecución de los últimos capítulos es el relato novelado de mi rapto. Y Zane Gort me ha llevado de viaje un par de veces; eso también ayudó, de hecho mucho más que… Pero no quiero hablar más de esas cosas, porque voy a revelar el verdadero secreto de mi historia. Un secreto más profundo. La novela no la escribí yo. Lo hizo la enfermera Bishop.

—¡Media Pinta, tonto! —exclamó la enfermera Bishop.

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—Sí, tú escribiste mi historia, mamá —continuó Media Pinta impertérrito, mientras su perímetro parecía llenar toda la pantalla—. Todo tomó forma mientras te contaba el argumento. Yo pensaba en ti continuamente, tratando de hacerte comprender. Tratando de cortejarte, en realidad, porque tú también eres la heroína de la novela, mamá… O tal vez sea yo la muchacha que carece del sentido del tacto. No, ahora me confundo… De todos modos, existe una barrera, y nosotros giramos en torno a ella…

—Media Pinta —dijo Flaxman con voz ronca, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla—, no he hablado a nadie de esto, pero hay un premio para el ganador: una grabadora de plata que perteneció a Hobart Flaxman en persona. Quiero que vengas aquí ahora mismo a fin de poder entregártelo y estrechar tu… Bueno, deseo que vengas aquí, de veras.

—No se preocupe, señor Flaxman. Nosotros no necesitamos ningún premio, ¿verdad, mamá? Y habrá muchas oportunidades…

—¡No, por Dios! —rugió Flaxman, poniéndose en pie—. ¡Vas a venir aquí ahora mismo! Gaspard, ves a traer en seguida…

—¡Gaspard no tiene por qué ir a ninguna parte! —gritó la señorita Rubores—. Zane ha salido hace un momento para recoger a Media Pinta. Me encargó que se lo dijera.

—¿Quién diablos se ha creído…? ¡Estupendo! —gritó Flaxman—. Media Pinta, muchacho, vamos a…

No terminó la frase, porque en aquel preciso instante la pantalla se apagó. El sonido también quedó cortado.

A nadie le importó. Todo el mundo estaba ocupado en felicitarse mutuamente y en brindar por el triunfo. Joe se las vio y deseó para retener a su hermano, incapaz de soportar el espectáculo de tantos vasos alzados y apurados con inusitada rapidez.

Poco a poco, la excitación remitió hasta el punto de dejar oír algunos retazos de conversación.

Cullingham le explicaba a Gaspard:

—Comprenderá que en realidad ha sido una cuestión de cooperación editorial. Una especie de simbiosis. Cada cerebro necesita un ser humano sensible a quien contar su historia, que pueda sentirla, un colaborador que no esté encarcelado. Todo depende de encontrar a la persona adecuada para cada uno de los cerebros. ¡Esa misión me cuadra! Será algo así como dirigir una agencia matrimonial.

—Se te ocurren unas ideas fantásticas, cariño —dijo Eloísa Ibsen, embelesada, tomando la mano de Cullingham.

—¿Sí, verdad? —asintió la enfermera Bishop, cogiendo la mano a Gaspard, quien también asintió.

—Sí, y cuando tengamos nuevas máquinas redactoras, con su inmenso depósito de recuerdos y sensaciones, nuestras posibilidades serán prácticamente ilimitadas. Un cerebro, un escritor bípedo y una máquina de redactar: ¡qué formidable equipo literario!

—No estoy seguro de que se construyan nuevas máquinas redactoras, o al menos de que se utilicen como antes —dijo Cullingham, pensativo—. Yo las he programado durante la mayor parte de mi vida, y por eso no he dicho nunca nada contra ellas, pero a decir verdad siempre me he sentido violento, porque sabía que eran máquinas muertas y sólo podían funcionar por medio de fórmulas preestablecidas. Por ejemplo, nunca habrían cometido el bendito error de escribir acerca de si mismas, como ha hecho el equipo Media Pinta–Bishop… —Miró a Gaspard, sonriendo—. Le sorprende oírme decir eso, ¿verdad? Sin embargo es evidente que, si bien han sido centenares de millones las personas que han vivido o al menos han conciliado el sueño leyendo el mecalingua, nunca se ha descubierto qué porcentaje de su efecto se debe al relato en sí, y cuánto al puro hipnotismo y a la perfecta, pero estéril, manipulación de algunos símbolos fundamentales, como la seguridad, el placer y el miedo. Una fórmula interminablemente repetida para alienar a la persona, adormecer la ansiedad y dejar la mente en blanco. Quién sabe si esta noche puede señalar el renacimiento de la verdadera literatura en el mundo… Una literatura que tenga garra, corra peligros e investigue.

—Nene, ¿has bebido mucho? —le preguntó Eloísa con ansiedad.

—Sí. Cuidado con ese whisky, Cully, se sube a la cabeza sin que uno se dé cuenta —advirtió Flaxman, dirigiendo a su socio una extraña mirada—. Oigan, muchachos. Cuando Media Pinta cruce esa puerta, quiero que todo el mundo deje lo que esté haciendo y le dedique un gran aplauso. No permitan que se sienta fuera de lugar en el festín. Zane debe llegar con él de un momento a otro.

—Ya debería estar aquí, señor Flaxman. Esos robots corren que se las pelan —opinó Joe el Guardián, que se había acercado a la mesa para tomar un par de tragos, aprovechando que su hermano estaba momentáneamente distraído por la antigua grabadora de plata que acababan de descargar en la oficina contigua.

—¡Bah! Espero que no haya más raptos —dijo la señorita Rubores, excitada—. ¡Si ahora le ocurriera algo a Zane, no podría soportarlo!

—Hay varias clases de raptos —sentenció Cullingham en voz alta, agitando otro vaso de whisky—. Algunos son horribles y lamentables, pero otros pueden considerarse como un despertar a una vida más agradable.

—¡Oh, Cully! —exclamó Eloísa Ibsen, embelesada, agarrándose a su brazo—. Oye, no me habías enseñado esa robotriz… Creo que deberíamos llevarla a casa con nosotros esta noche, ya que todavía estás pagando por ella. Hay algunas torturas que sólo pueden ser aplicadas por dos mujeres. Cully, cariño, ¿la llamabas mamá Sauce?

Al oír aquel nombre clave, la robotriz se puso en pie y, cubierta aún por completo con la sábana blanca, echó a andar hacia Eloísa.

Flaxman se estremeció y gritó con voz aguda:

—¡Hagan algo! ¡No se queden ahí pasmados!

En aquel preciso instante, la puerta de la oficina se abrió de par en par. Un huevo plateado entró en la habitación y dio una vuelta alrededor de ella, moviéndose a dos metros de distancia del suelo. Llevaba un ojo–cámara, un receptor y un altavoz incorporados directamente, sin cables, y se desplazaba sobre una pequeña plataforma plateada de la cual surgían una especie de pequeñas prolongaciones semejantes a las patas de una rapaz. En realidad parecía una lechuza hidrocéfala de plata, diseñada por un equipo formado por Picasso, Chirico y Dalí.

Cuando revoloteó a su alrededor, Flaxman giró a! mismo tiempo, despacio, agitando sus brazos en actitud defensiva y gritando como una solterona a la vista de un ratón. Luego los ojos del editor giraron en sus cuencas y cayó de espaldas.

El huevo se posó sobre él y le tomó de las solapas para amortiguar su caída.

—No se asuste, señor Flaxman —gritó el huevo mientras se sentaba sobre el pecho del editor—. Soy yo, Media Pinta, tal como me ha recompuesto Zane Gort. Y ahora podemos estrecharnos la mano. Le prometo no pincharle.

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—El proyecto
L
era una simple abreviatura de «Proyecto Levitación» —explicó Zane Gort cuando se restableció el orden y Flaxman hubo resucitado con ayuda de un «Rocío Lunar» doble—. Ha sido un simple trabajo de mecánica, que no exige ninguna investigación original.

—No le crean, muchachos —intervino Media Pinta, que se había posado sobre un hombro de Zane—. Este robot sólo tiene un cincuenta por ciento de hojalata, el resto es genio puro.

—¡Silencio! Ahora estoy hablando yo —le dijo Zane—. Me limité a recordar que los campos de antigravedad capaces de sostener objetos pequeños han sido tecnológicamente factibles desde hace varios años. El generador del campo se encuentra en la plataforma que sirve de base a Media Pinta. Él varía el campo y lo adapta para volar, de un modo muy sencillo que explicaré en seguida, del mismo modo que controla las rudimentarias pinzas que le sirven de manos. En realidad, todo este montaje, a excepción de lo que atañe a la antigravedad, pudo ser realizado hace un centenar de años. Incluso en la época en que los cerebros fueron enlatados, pudieron ser dotados de medios manipuladores y de locomoción. Pero no se hizo, ni siquiera se pensó en ello durante todo este tiempo. Para explicar esa asombrosa omisión, debo recordar a un tal Daniel Zukertort, y la muy curiosa y duradera influencia que ejerció sobre sus creaciones. El viejo Zukie era un reaccionario, en el sentido de que fue más lejos que nadie para entorpecer la marcha lógica de las cosas.

Zane miró de soslayo al huevo que tenía sobre un hombro y prosiguió:

—Daniel Zukertort deseaba crear mentes sin cuerpo, espíritus que no pudieran ser distraídos. Desde luego, como él mismo sabía muy bien, no lo consiguió realmente, puesto que los cerebros tienen cuerpo lo mismo que cualquier elefante, ameba o robot. Quiero decir que tienen tejido nervioso, una estructura glandular rudimentaria, un sistema circulatorio, aunque sea una bomba a isótopos, y un sistema digestivo y excretorio que depende de la microrregeneración del oxígeno y de las fontanelas encargadas de aportar los elementos nutritivos y evacuar los productos de desecho. Pero Zukie no quería que los huevos pensaran en si mismos como poseedores de cuerpos. Deseaba ocultar ese hecho, mantenerlo fuera de su conciencia, a fin de que pudieran concentrarse en las verdades eternas y en el reino de las ideas, y no empezaran a pensar en actuar en el mundo real cuando empezasen a sentirse aburridos. Por eso, Zukertort prefirió hacer trampa.

El teléfono empezó a parpadear sobre el escritorio de Flaxman. El editor descolgó mientras le indicaba a Zane que continuara.

—Veamos ahora cómo cargó los dedos Zukertort —dijo el robot—. En primer lugar, escogió para sus fines a artistas y escritores de tendencias humanistas: hombres y mujeres a quienes no interesaran las máquinas, que no pensaran en la mano, por ejemplo, como una especie de pinza o de pala, ni en los pies como una especie de rueda. En segundo lugar, la fisiología estaba a favor de Zukertort, pues el cerebro no tiene ninguna sensación por si mismo, no experimenta dolor ni nada por el estilo. Tocando el cerebro, incluso torturándolo, no se provoca ningún dolor, sólo extrañas sensaciones. Zukertort proporcionó a sus mentes en conserva el mínimo indispensable de sentidos y facultades. Sólo la vista, el oído y la capacidad de hablar. Tuvo que hacer estas «concesiones» a fin de que el género humano pudiera conocer los descubrimientos espirituales que los cerebros efectuaran a partir de entonces. Pero estableció unas normas, de forma que los huevos pensaran en si mismos y se pensara en ellos como inválidos, desvalidos, paralíticos. Incluso insistió en imponer toda clase de medidas higiénicas anticuadas, como obligar a las enfermeras a usar mascarillas. Quería que los huevos temieran a cualquier actividad que no fuera la mental. Jugó con dos poderosas tendencias humanas: el deseo, por parte de los cerebros, de ser eternamente mimados, y por parte de las enfermeras el instinto maternal, para que los mimaran y protegieran. Ahora bien, creo que todos sabemos qué pérdida sintieron los cerebros más dolorosamente: la facultad de manipulación. Por eso, cada vez que se enfurecían llamaban simios a los seres humanos. Era un síntoma de profunda envidia. Los simios agarran objetos, les dan vueltas entre sus manos, los aprietan, los palpan…

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