Flaxman se llevó las manos a la cabeza.
El deportista hizo una seña a dos muchachos que llevaban una gran caja negra, indicándoles que se adelantaran.
—Querido señor… —empezó, decidido.
—Bueno, ¿qué diablos hace aquí? —rugió Flaxman, dirigiéndose a Zane—. ¡Lleve ese huevo a la guardería y enchúfele su grabadora! ¡Gaspard! ¡Lleve esos treinta rollos nuevos! ¡El plazo para terminar las novelas queda anticipado a pasado mañana! ¡Terminaron las vacaciones! ¡El primero que se deje raptar otra vez, quedará automáticamente despedido! Eso también cuenta para mí. ¡Enfermera Bishop! Acérquese, no se haga la remolona. Quiero que vaya a la guardería y halague a esos cerebros para que trabajen a toda marcha. Y prepare adrenalina y todo lo necesario para reanimar a Cullingham cuando regrese. ¡Señorita Rubores…!
Se interrumpió, tratando de encontrar alguna otra cosa que mandar.
El momentáneo silencio fue roto por la voz de Medía Pinta:
—¿Quién diablos se ha creído que es, señor Flaxman, para ordenar la creación de grandes obras de arte y establecer una fecha fija?
—¡Cierra el pico, mequetrefe! —dijo Flaxman furiosamente.
—Modere su lenguaje —replicó el huevo—, o me dedicaré a acosarle. Me haré presente en todos sus sueños.
Flaxman empezó a rugir una respuesta y luego vaciló, mirando al huevo con extraña aprensión.
Juzgando llegado el momento propicio, el capitán del equipo de lunabol empezó a soltar su discurso:
—Mi querido señor, somos fieles y devotos seguidores de sus colecciones «Deportes Espaciales» y «Jugando en el Espacio». Nuestro equipo de lunabol ha sido elegido por el Comité de Aficionados para entregar a la Rocket House, en honor a su importante contribución al deporte extraterrestre y a la hermandad deportiva espacial, la más alta recompensa que el Comité está facultado para otorgar.
Alzó una mano. Los dos muchachos que le seguían abrieron la caja negra.
—¡Ha ganado usted…!
Se volvió de espaldas, se inclinó hacia la caja, sacó algo de ella… y, a la media vuelta, lanzó bruscamente hacia Flaxman un gran huevo resplandeciente que, a no ser por su intenso brillo, era idéntico a Media Pinta.
Flaxman gritó como nunca. El huevo le golpeó en el pecho con apagado ruido y rebotó.
—… el Lunabol de Plata! —terminó el deportista mientras Flaxman caía de espaldas.
La Rocket House se había engalanado para el fallo del Premio Cerebros de Plata. Gaspard desplegó una pancarta en la oficina grande, Joe el Guardián trajo sillas plegables y colgó algunas cintas plateadas, Engstrand atendía a una gran mesa muy bien surtida y el ascensor funcionaba de nuevo.
La cerradura electrónica de la puerta de la oficina había sido arreglada una vez más, pero ahora, con gran sobresalto por parte de Flaxman, solía abrirse a intervalos imprevisibles sin que nadie rozara siquiera los botones de mando. Pero un par de golpes aplicados a la cerradura con un martillo por Joe el Guardián parecían haber suprimido aquella tendencia.
Los dos socios habían decidido leer personalmente todos los originales: quince por barba, elegidos al azar y presentados anónimamente. Los dos habían tomado «Píldoras Prestísimo», que multiplicaban por diez sus velocidades de lectura. Los interminables rollos de las grabadoras giraban en las máquinas de lectura con nerviosas sacudidas y entre paradas frecuentes.
Cullingham, lejos de mostrarse agotado tras pasar cuarenta y ocho horas con una insaciable mujer de carne y hueso, adelantaba poco a poco a Flaxman; mediada la lectura le llevaba medio manuscrito de ventaja…, según observó con disgusto Gaspard, que había hecho una pequeña apuesta con Zane. Por lo que sabía, ninguno de los dos socios se había saltado párrafos.
Todos los fieles de la Rocket House estaban allí. Ninguno de ellos quería perderse el espectáculo de los dos socios desarrollando un verdadero trabajo. Gaspard estaba con la enfermera Bishop, Zane con la señorita Rubores, y los hermanos Zangwell se sentaron el uno al lado del otro. El barbudo Zangwell estaba recién bañado, muy pálido y, aunque no se movía mucho, de vez en cuando descansaba la barba sobre el antebrazo derecho y contemplaba ansiosamente las bebidas de la mesa, que era territorio prohibido para él.
Se había temido, especialmente por parte de Gaspard, que Eloísa Ibsen viniera a poner una nota discordante en aquella bien avenida reunión. Pero, tal como convenía a la dama de un director de editorial, ella se presentó elegantemente vestida, con un escote muy bajo, mostrándose muy simpática con todo el mundo. Ahora estaba sentada, muy modosa, sonriéndole a Cullingham cada vez que el rubio editor levantaba los ojos de su tarea.
Incluso estaba presente la señorita Sauce. Resultó que Cullingham la había alquilado a plazo fijo y aún sobraban tres días. Sin embargo, Flaxman consideró que constituía un elemento de distracción y la robotriz fue cubierta en el último momento con una sábana blanca, aunque resultaba más bien dudoso que ello la hiciera menos «turbadora» para el editor.
Por tácita deferencia a la debilidad de Flaxman, se decidió que los huevos no estuvieran físicamente presentes. De forma que instalaron un doble circuito de televisión entre la guardería y la oficina. Aunque, por desgracia, la precipitada instalación era defectuosa y la enorme pantalla perdía imagen con excesiva frecuencia. En aquel momento mostraba a la señorita Jackson rodeada por una batería de pequeños ojos–cámara. A pesar de su pretendido desinterés y de su ínfulas intelectuales, todos los huevos seguían apasionadamente las incidencias del concurso que había de juzgar sus obras maestras, ninguna de las cuales dejó de ser presentada dentro del plazo fijado por Flaxman. Media Pinta, en realidad, había estado escribiendo ininterrumpidamente a toda velocidad desde que fue devuelto a la guardería.
Los dos socios disfrutaban en secreto al verse contemplados por tantos espectadores. De hecho, esto era lo único que podía inducirles a realizar algún trabajo. No hacían ningún comentario y ocultaban todas sus reacciones, favorables o desfavorables, incluso mientras cambiaban los rollos. Esto creaba una atmósfera de emoción. Las conversaciones en voz baja eran una especie de alivio para la tensión acumulada.
—Anoche leí algunas páginas más de
El caso Maurizius
—observó Gaspard, meneando la cabeza—. Si eso es una muestra de los relatos de misterio de los antiguos, Bishop, me pregunto cómo serían sus obras importantes.
—Date prisa en terminarlo —dijo ella—. Los cerebros han escogido otro volumen para ti:
Los hermanos Karamazov
, Es de un antiguo maestro del suspense, un ruso. Luego te permitirán relajarte un poco con algo divertido acerca de un entierro irlandés,
El despertar de Finnegan
, así como unas memorias:
Recuerdo de cosas pasadas
, un melodrama de capa y espada:
El rey Lear
, un cuento de hadas:
La montaña mágica
, y un drama sentimental sobre los altibajos de unas familias dolientes:
Guerra y paz
. Me han dicho que tienen un montón de obras de fácil lectura preparadas para ti, para cuando termines éstas.
Gaspard se encogió de hombros.
—Con tal de que no me obliguen a leer los monumentos literarios del pasado, creo que podré resistirlo. Pero hay un misterio que me intriga de veras: el proyecto de Zane.
—¿No te ha hablado de él? Tú eres su amigo.
—Ni una palabra. ¿Sabes algo tú? Creo que Media Pinta está en el secreto.
La enfermera Bishop meneó la cabeza, y luego sonrió.
—Nosotros también tenemos nuestro secreto —susurró, apretando la mano de Gaspard.
Él correspondió al apretón.
—¿Quién creen ellos que va a ganar?
—No dicen una sola palabra. Nunca les había visto tan reservados. Me preocupa.
—Tal vez todos los originales sean el no va más —sugirió Gaspard con hinchado optimismo—. ¡Treinta
bestsellers
de una sola vez!
Casi todos los rollos habían sido leídos y la tensión iba en aumento —como demostraba el que Joe el Guardián tuviera que sujetar a su hermano para impedir que se lanzara al asalto de las bebidas— cuando Gaspard, visitando la mesa de las viandas, se sintió ligeramente tocado por el codo de acero de Zane Gort quien, con previsora diplomacia, llenaba una bandeja para Eloísa Ibsen.
—Gaspard, tengo que hablarte —susurró el robot.
—¿De tu proyecto? —inquirió Gaspard rápidamente.
—No, de algo mucho más importante que eso…, al menos para mí. Es algo que nunca le diría a otro robot. Gaspard, la señorita Rubores y yo hemos pasado las dos últimas noches juntos… íntimamente.
—¿Lo has pasado bien, Zane?
—¡Mejor de lo que habría sido capaz de soñar! Pero lo que no podía prever, Gaspard, lo que realmente me desconcertó y hasta cierto punto me preocupa, es que la señorita Rubores fuese tan «entusiasta».
—¿Quieres decir que estás molesto porque crees que ella ha tenido anteriores…?
—No, no, no. Era completamente virgen, hay modos de saberlo, pero casi en seguida demostró un entusiasmo feroz. Quería que nos enchufáramos el uno al otro continuamente… ¡Y durante largos períodos!
—¿Es malo eso?
—No es mala, Gaspard, pero ocupa demasiado tiempo, especialmente cuando no se piensa en otra cosa sino un continuo enchufe. Verás, el momento de la unión robot–róbix es el único instante en que un robot no piensa: su mente se sume en una especie de estático trance electrónico. Y yo estoy acostumbrado a pensar las veinticuatro horas del día, un año si y otro también. La perspectiva de tener que renunciar a muchas horas de pensar me resulta profundamente inquietante. Sé que no vas a creerlo, pero en nuestra última conexión, la señorita Rubores y yo permanecimos enchufados durante cuatro horas.
—¡Vaya, vaya, vieja tuerca! —exclamó Gaspard—. Tienes el mismo problema que yo tenía con la Ibsen.
—Pero ¿cuál podría ser la solución a mi problema? ¿Cuándo podré escribir?
—¿Es posible que estés cambiando de opinión acerca de la monogamia como mejor solución para el creador del Doctor Tungsteno? En todo caso, creo que lo indicado es un viaje, o incluso una fuga. Mira, ya han terminado las lecturas. ¡Ha ganado Cullingham por un rollo! Luego te pagaré la apuesta… he de volver al lado de la Bishop.
Cullingham se echó atrás, parpadeó repetidamente y apretó los labios. Esta vez no devolvió la sonrisa de su amada, sino que se limitó a bajar la cabeza. Luego dijo con mucha precipitación: —¿Qué–opinas–de–una–reunión–Flaxy–antes–de–empezar–a–leer–ese–último?
Su mente aún estaba acelerada por la droga que había tomado para leer. Tocó un botón y apagó la pantalla de televisión.
—Creerán–que–se–ha–producido–otra–avería —explicó.
Flaxman terminó de insertar el último rollo en su máquina y miró a su socio. Por fin Cullingham logró controlar su voz, dominando el efecto de las «Píldoras Prestísimo». De hecho, las palabras brotaron con penosa lentitud cuando inquirió:
—¿Cuál es tu impresión hasta ahora?
El gesto de impasibilidad de Flaxman se transformó en otro de profunda tristeza. Con dolorida solemnidad, como alguien que recibiera la noticia de un trágico incendio en una guardería infantil, susurró:
—Son una mierda. Todas son una mierda.
Cullingham asintió.
—Lo mismo que las mías.
Lo primero que pensó Gaspard fue que en lo profundo de su ser había sabido siempre lo que iba a ocurrir. Y que todos los demás también lo habían presentido. ¿Cómo podía esperar alguien que unos viejos egocéntricos, viviendo en condiciones de incubadora, produjeran buena literatura popular? ¿Que unos cerebros enlatados y mimados describieran crudamente la vida tal como es en nuestros días? Flaxman y Cullingham le parecieron a Gaspard figuras del romancero, defensores de causas perdidas, alentadores de quimeras.
En efecto, Flaxman se encogió de hombros como un pequeño héroe romántico que carga valientemente con todo el peso de la tragedia.
—Me–falta–un–rollo–para–terminar–y–hay–que–guardar–las–formas —balbució el editor, resignado. Luego bajó la cabeza y puso en marcha su máquina de leer.
Todos se pusieron en pie y se acercaron lentamente a Cullingham. Eran corno plañideras reuniéndose en torno al oficiante de un entierro.
—No es falta de habilidad ni de inventiva —estaba explicando Cullingham, casi en tono de disculpa—. Y aunque pude haberles ayudado, ni siquiera es falta de asesoramiento editorial.
Mientras hablaba dirigió a Gaspard y a Zane una sonrisa levemente burlona.
—¿No hay situaciones humanas? —aventuró Gaspard.
—¿Ni una interesante línea argumental? —añadió Zane.
—¿Ni un personaje con quien el lector pueda identificarse? —sugirió la señorita Rubores.
—¿Ni violencia pura? —terminó Eloísa.
Cullingham meneó la cabeza.
—Hay algo más que eso —dijo—. Una increíble negación de la realidad, una hinchada egolatría. Esos manuscritos no son novelas, son acertijos, y la mayoría de ellos imposibles de solucionar.
Ulysses, Marte violeta, Alexanderplatz, Venus diferida, La reina de las hadas
…, títulos rebuscados por pura perversión. Es evidente que los cerebros han procurado ser deliberadamente oscuros, para demostrar su brillantez.
—Se lo advertí… —empezó a decir la enfermera Bishop, pero luego se interrumpió. Estaba llorando silenciosamente.
Gaspard le rodeó los hombros con el brazo. Diez días antes se habría limitado a decir: «Ya te lo dije», y habría aprovechado la ocasión para una nueva y vibrante apología de las máquinas redactoras, pero ahora se sentía él también casi a punto de llorar. Estaba tan trastornado que ni siquiera le impresionó la filosófica valentía con que Cullingham había encajado el duro golpe, el golpe que representaba el total derrumbamiento del soñado proyecto.
—No hay nada que reprocharles a los huevos —continuó el editor comprensivo—. Tratándose de cerebros enclaustrados, era lógico que llegaran a concebir las ideas como objetos para jugar, para hacerlas encajar en moldes extravagantes, para enhebrarlas y desenhebrarlas como abalorios. Uno de los manuscritos tiene forma de poema épico mezclando, a veces en una sola frase, hasta diecisiete idiomas distintos. Otro intenta, con bastante fortuna según como se mire, ser un compendio de toda la literatura desde el
Libro de los Muertos
egipcio hasta Dickens y Hammerberg, pasando por Shakespeare. En otro, las primeras letras de cada palabra forman una segunda narración, sumamente escatológica, aunque no la he seguido hasta el final. Otro… No es que sean todos malos de remate. Dos o tres son lo que cabría esperar de un escritor bien dotado, tratando de deslumbrar a sus profesores en su época de estudiante. Hay uno que es incluso seudopopular y utiliza todos los tópicos eficaces con una técnica correcta, pero de un modo frío, pedante, sin ningún calor.