Los cerebros plateados (22 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los cerebros plateados
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—¡Eureka! ¡Lo he conseguido! ¡Lo he conseguido!

Gaspard se halló cogido por detrás y obligado a girar en una alocada danza con Zane Gort, que había aparecido como una ráfaga azul surgida de Dios sabe dónde.

—¡Basta, Zane! —ordenó Gaspard—. Déjate de tonterías… ¡Flaxman y Cullingham han sido secuestrados!

—Ahora no tengo tiempo para minucias —gritó el robot, soltándole—. Lo he conseguido. ¿Sabes? ¡Eureka!

—¡La señorita Rubores también ha sido raptada! —aulló Gaspard—. ¡Aquí están las notas de los raptores…, dirigidas a ti!

—Las leeré más tarde —dijo el robot, introduciéndolas en una de sus ventanillas laterales—. ¡Ah, lo he conseguido, lo he conseguido! ¡Ahora, a comprobarlo en la Universidad Técnica de California!

Se metió de un salto en el automóvil y arrancó chirriando calle abajo.

34

—¡Santo cielo! ¿Qué le pasa? ¿Se ha vuelto loco? —inquirió Joe, rascándose la cabeza mientras contemplaba el automóvil lanzado a una velocidad suicida.

Refunfuñando, Gaspard entró en recepción y telefoneó a la guardería. Contestó la enfermera Bishop, pero antes de que Gaspard pudiera hablar, ella le interrumpió:

—¡Ya era hora, holgazán! Una docena de los muchachos están pidiendo papel desesperadamente. Dicen que ahora mismo acaban de ocurrírseles las mejores ideas y no pueden plasmarlas. ¡Necesitamos esos rollos!

—Mire, Bishop, tenemos graves problemas. Los jefes han sido raptados. No sabemos quién será el siguiente. Y Zane Gort se ha vuelto loco. Quiero que usted…

—¡Ah, cállese! Estoy harta de oírle. ¡Traiga esos rollos aquí, en seguida!

—¡De acuerdo! —gritó Gaspard—. ¿Quiere que le sirva también el café?

Y colgó.

—¿Va a llamar a la policía? —repitió Joe.

—¡Cállese! —ladró Gaspard, pero el exabrupto no alivió su disgusto—. Voy a subir a la oficina del señor Cullingham para interrogar a la señorita Sauce y pensar despacio las cosas. Si llamo a la policía lo haré desde allí. Vigile la planta baja.

Abrió la puerta del ascensor. —Otra cosa, Joe —añadió, sacudiendo amenazadoramente un dedo—. No quiero que nadie me moleste.

Lo primero que hizo Gaspard en la oficina principal fue cerrar herméticamente todas las puertas. Luego, frotándose las manos con anticipada satisfacción, se volvió hacia la señorita Sauce, que continuaba sentada en el mismo lugar, fría y serena.

—Hola, mamá —exclamó en tono insinuante—. Mamá va a tener un nuevo papá.

Cinco minutos más tarde había llegado a la conclusión de que la robotriz, o respondía sólo a la voz de Cullingham, en cuyo caso tendría que buscar una grabación de aquella voz, o existía una palabra clave que aún desconocía. A no ser que, oh tragedia, la robotriz estuviera averiada.

Pero esto último era imposible. Su espléndido busto se alzaba rítmicamente en simulada respiración, sus hermosos ojos de color violeta parpadeaban cada quince segundos (Gaspard lo cronometró), y la rubia beldad humedecía sus labios una vez por minuto.

Gaspard se inclinó hacia ella. Incluso desde tan cerca resultaba difícil creer que no fuese una mujer auténtica, con una piel tan perfectamente imitada, hasta en el detalle del leve vello de los antebrazos. La fragancia del perfume «Galaxia Negra» inundó su olfato. Vaciló…, y empezó a desabrochar la elegante chaqueta negra.

La señorita Sauce emitió desde lo más hondo de su pecho un cavernoso gruñido, como un enorme y agresivo perro guardián lanzando una advertencia.

En su apresurada retirada, el pie izquierdo de Gaspard tropezó con una carpeta de archivo. Al mirarla, vio que figuraba en ella una inscripción en letras muy llamativas: «Señorita T. Sauce». Se inclinó y la recogió. Si había contenido alguna documentación, ésta debía hallarse sin duda entre los papeles esparcidos por el suelo, pues ahora no había sino una cuartilla con unas líneas mecanografiadas.

El mensaje era tan raro que Gaspard lo leyó en voz alta:

Sobre un árbol junto a un río,

un pajarito chillón

cantaba con mucho brío:

«¡Sauce de mi corazón!»

Yo le dije: «Pajarito,

¿por qué cantas…?»

La señorita Sauce se puso en pie y avanzó directamente hacia Gaspard.

—Hola, cariño —dijo con una voz dulce, dulcísima—. ¿Qué puede hacer hoy mamá por su pajarito?

Gaspard se lo dijo.

Y, a medida que recibía salvajes y maravillosas ráfagas de imaginación, continuó diciéndoselo.

Al cabo de veinte minutos muy interesantes, pero puramente preliminares, estaban en pie junto al escritorio del señor Cullingham, enlazados entre sus ropas dispersas. Es decir, que se rodeaban mutuamente con los brazos, y la señorita Sauce tenía su pierna derecha enroscada en torno a la izquierda de Gaspard. Acababan de besarse apasionadamente, pero la cosa no había seguido adelante, porque desde hacía diez segundos la impotencia de Gaspard era absoluta.

Él sabía bien por qué. Sencillamente, se trataba del más antiguo y poderoso de los temores masculinos: el miedo a ser castrado. Gaspard no podía olvidar el terrible gruñido que había oído. Y aunque la carne de la señorita Sauce era una asombrosa imitación en su contextura, temperatura y elasticidad, no todas las estructuras que podía palpar a través de ella correspondían en su forma y posición a los huesos humanos. Para colmo, a través del perfume «Galaxia Negra» llegaba a su olfato un inconfundible olor a aceite de máquina.

Gaspard supo que no podría dar el siguiente y decisivo paso, lo mismo que no se atrevería a poner voluntariamente su mano derecha en un engranaje de agudas y chirriantes ruedas dentadas. Tal vez Cullingham era capaz de hacerlo porque tenía más fe en la mecánica, pero a Gaspard le resultaba absolutamente imposible.

—Mi pajarito ha perdido interés —susurró la señorita Sauce sensualmente, investigando con sus dedos—. Mamá arreglará eso.

—¡No! —gritó Gaspard—. ¡Quita la mano de ahí!

En su imaginación, los suaves dedos de la señorita Sauce se habían convertido de súbito en garras de acero.

—De acuerdo —susurró la señorita Sauce—. Como quiera mi pajarito.

Gaspard disimuló un suspiro de alivio.

—Vamos a descansar un poco —sugirió—. Y, entre tanto, puedes bailar para mí.

La señorita Sauce le rodeó con sus brazos, echó la cabeza hacia atrás y la meneó ligeramente mientras sonreía.

—Vamos, mamá —dijo Gaspard, en tono zalamero—. Mamá baila muy bien. Y a su pajarito le gusta verla bailar. ¡Ella sabe hacerlo muy bien!

La señorita Sauce negó de nuevo con la cabeza.

Gaspard retrocedió un poco y apoyó sus manos en los brazos de la señorita Sauce, ejerciendo una suave presión, como una cortés indicación de que debía soltarle, pero ella no respondió a la sugerencia.

—¡Suéltame! —ordenó entonces Gaspard.

Sin dejar de sonreír, la señorita Sauce suspiró:

—No, no, no. Mi pajarito no va a marcharse ahora.

Sin previo aviso, Gaspard se echó atrás golpeando al mismo tiempo con los codos los brazos de la señorita Sauce. Pero los brazos de la robotriz resistieron el golpe y ciñeron aún más el cuerpo de Gaspard, no tanto que resultase doloroso, pero si molesto. Dóciles instrumentos de placer hacía unos instantes, ahora parecían flejes de acero. El brazo izquierdo de Gaspard estaba atrapado y el derecho libre.

—No seas travieso —susurró la señorita Sauce. Luego, apoyando su barbilla contra el hombro de Gaspard gruñó de un modo espantoso a su oído y dijo, sin dejar de gruñir—: Si le haces daño a mamá, mamá te hará daño a ti. —Luego alzó la cabeza y susurró—. Vamos a jugar. No te asustes, pajarito. Mamá será cariñosa contigo.

La respuesta casi involuntaria de Gaspard a aquellas palabras fue otro esfuerzo convulsivo por escapar. Cuando se cansó los brazos de la señorita Sauce seguían rodeando su cuerpo…, y ahora también le aprisionaba con su pierna derecha. Se tambalearon peligrosamente pero no cayeron, gracias al excelente sentido del equilibrio de la robotriz.

—Mamá te apretará —gruñó ésta—. Mamá no dejará de apretarte. Cada cinco minutos, mamá te apretará un poco más…, a menos que le des cien dólares poniéndolos donde tú sabes.

Los brazos de la señorita Sauce apretaron. Y Gaspard sintió crujir sus huesos.

35

Alguien aporreaba la puerta.

Gaspard no sabía desde cuándo estaban llamando, pues toda su atención se concentraba en rebuscar en los cajones del escritorio de Cullingham que podía alcanzar con su brazo libre, tratando desesperadamente de encontrar algún dinero.

—Suéltame un poco para que pueda coger mis pantalones —suplicó—. No creo que haya en ellos cien dólares, pero te daré lo que tenga y te firmaré un cheque por el resto. Y déjame mirar en los cajones de abajo, puede haber dinero en alguno de ellos. ¿Dónde guarda su dinero Cullingham? Deberías saberlo.

Pero todas aquellas preguntas y sugerencias parecían exceder la comprensión de la señorita Sauce, quien se limitó a decir:

—Cien pavos, en metálico y al contado, pajarito. Mamá tiene hambre.

Los golpes en la puerta no cesaban. A través de ellos, Gaspard pudo oír una voz femenina que gritaba:

—¡Déjeme entrar, Gaspard! ¡Ha ocurrido algo terrible!

Gaspard asintió para sus adentros, mientras la señorita Sauce apretaba un poco más.

—Me estás matando —dijo, hablando con creciente dificultad, porque cada vez quedaba menos espacio para el aire en sus pulmones—. Eso no servirá de nada. Por favor. Mis pantalones. O los cajones de Cullingham.

—Cien dólares —repitió la señorita Sauce, implacable—. No se aceptan cheques.

La mano libre de Gaspard encontró los mandos de las puertas. Cuando se abrió la del vestíbulo, apareció la señorita Jackson con los rubios cabellos en desorden y la blusa desgarrada en un hombro. También ella parecía haber librado una violenta lucha. Gaspard se preguntó si todo el mundo estaría siendo atacado en sus partes íntimas por robotrices y robutos.

—¡Gaspard! —gritó la enfermera—. Han raptado…

Entonces vio el cuadro junto al escritorio de Cullingham. Se interrumpió, boquiabierta. Luego, fijándose bien, empezó a fruncir el ceño. Al cabo de cinco segundos murmuró, en tono de reproche:

—¡Vaya, vaya!

—Necesito… cien dólares…, en metálico —gimió Gaspard—. No pida explicaciones…

Ignorando la angustiada petición, la señorita Jackson continuó observando a la pareja. Finalmente, preguntó:

—¿Es que no van a desacoplarse nunca?

—No… no puedo —tartamudeó Gaspard.

El ceño de la señorita Jackson desapareció, y asintió un par de veces con la cabeza, como si la comprensión se abriera paso en su mente.

—He oído hablar de estos casos —dijo—. En la escuela de enfermeras. Se trata de una contracción muscular y la pareja ha de ser trasladada al hospital en la misma camilla…

Se adelantó con una expresión de horrorizado interés en los ojos.

—No hay… nada de eso —gimió Gaspard—. Estúpida… Un simple… abrazo. La señorita Sauce… mujer… robot. Necesito… cien… dólares…

—Los robots son de metal —replicó la señorita Jackson en tono dogmático—. Puede que esté pintada, supongo.

Se acercó y pellizcó a la señorita Sauce.

—Ni hablar. Usted sufre un ataque de histeria, Gaspard —diagnosticó con aire de suficiencia, dando vueltas alrededor de la pareja—. Domínese. Nadie se muere de vergüenza. Ahora recuerdo que nos enseñaron que casi siempre ocurre con parejas de solteros. El complejo de culpabilidad de la mujer provoca el espasmo. Y el hecho de que yo mire probablemente empeora la cosa.

El aliento que Gaspard había reunido para su siguiente súplica salió expelido en forma de jadeo inarticulado cuando la señorita Sauce aumentó una vez más la presión de sus brazos. La habitación pareció empezar a oscurecerse. Como desde una gran distancia, oyó que la señorita Jackson decía:

—No trate de enterrarse en él como un avestruz, señorita Sauce. Tendrá que acostumbrarse a eso en adelante, le guste o no. Recuerde que soy una enfermera y estas cosas no me impresionan. Piense en mi como en un robot. Sé que es usted una mujer orgullosa, por no decir altiva, pero tal vez esta experiencia la humanizará un poco. Piense en eso, recapacite.

Entre la creciente oscuridad, Gaspard creyó ver un resplandor azulado.

Zane Gort se detuvo unos segundos en la puerta y luego avanzó directamente hacia la señorita Sauce.

—¿Cuánto? —preguntó, abriendo una ventanilla de su cintura, mientras con la otra pinza levantaba los cabellos platinados de la señorita Sauce, descubriendo una ranura horizontal en su nuca.

—Cien —gruñó la robotriz.

—Embustera —replicó Zane Gort, y metió en la ranura un billete de cincuenta.

Los sensores de la robotriz revisaron minuciosamente el billete, para asegurarse de que era de curso legal. Los brazos de la señorita Sauce se abrieron y su pierna dejó libre la de Gaspard, Éste experimentó un profundo alivio, entrevio unos brazos de metal que le sostenían, respiró con dificultad. La habitación empezó a iluminarse.

La señorita Jackson aún no había cerrado la boca.

—Vístanse —ordenó Zane Gort—. Tú también, Gaspard. Yo te ayudaré.

—Creo que ahora ya lo he visto todo —musitó la señorita Jackson.

—La felicito —le dijo Zane Gort—. Y ahora, si es usted tan amable, mi amigo necesita un vaso de agua… La encontrará allí, al fondo. Yo abrocharé eso, Gaspard. Mañana llamaré a Madame Pneumo para que venga a recoger su robotriz, y les diré a esos tratantes de robots lo que pienso de ellos. No me parece mal que la gente se divierta, pero algún día matarán a un cliente con sus trucos extorsionistas, y entonces habrá jaleo. Gracias, señorita Jackson. Trágate esta cápsula, Gaspard.

La señorita Jackson contempló, con expresión más bien envidiosa, la danza de odalisca con que la señorita Sauce amenizó el acto de vestirse. Al cabo de unos instantes la enfermera pareció volver de su letargo y cubrió como pudo su propio hombro.

—¡Vaya! —dijo en voz alta—. Lo había olvidado por completo. Estaba tan interesada en la…

Miró a Gaspard.

—¿Función de circo? —sugirió éste, con una débil sonrisa.

—… exhibición, que olvidé el motivo que me había traído aquí. ¡Gaspard, la enfermera Bishop ha sido raptada!

Gaspard apartó a Zane.

—¿Cómo? ¿Dónde? ¿Quién? —preguntó.

—Estábamos corriendo calle abajo —empezó la señorita Jackson
in medias res
—, cuando un autovolante pintado a cuadros blancos y negros aterrizó a nuestro lado y un hombre de mejillas azuladas preguntó si podía sernos útil. La enfermera Bishop dijo que si y subió. Entonces aquel hombre le aplicó un paño a la cara y ella se durmió de repente. En el asiento de atrás había un pequeño robot de aspecto muy raro, que dijo: «¡Eh, muchacho! La rubia está demasiado bien para dejarla suelta», y me agarró por el hombro, pero yo di un tirón y me libré de él. Cuando vio que no podía cogerme, se echó a reír y dijo: «No sabes lo que te pierdes, hermanita». Y el coche remontó el vuelo. La Rocket House quedaba más cerca que la guardería, y por eso vine aquí.

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