Los cerebros plateados (10 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los cerebros plateados
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Gaspard se encogió de hombros.

—En fin, creo que mi truco de los Vengadores al menos la distrajo del verdadero objetivo.

—No quiero seguir discutiendo con usted —dijo Flaxman, rescatando el teléfono de entre un revoltijo de cintas en el suelo—. Voy a avisar para que limpien esto y revisen las cerraduras. No quiero que ninguna loca vuelva a atacarnos simplemente porque la puerta no cierra bien.

Gaspard se acercó a Cullingham, que estaba desentumeciendo sus recién liberados miembros.

—¿De modo que Eloísa también se metió con usted?

Cullingham asintió.

—Lo hizo, y de un modo francamente incomprensible —dijo—. Cuando sus esbirros terminaron de atarme, se limitó a mirarme y, sin pronunciar palabra, empezó a darme de bofetones en ambos carrillos.

Gaspard meneó la cabeza.

—Eso es un mal síntoma —sentenció.

—¿Por qué? Sí, resultó bastante doloroso y humillante, la verdad —dijo Cullingham—. Además, llevaba un horrible collar de cráneos de plata.

—Eso es mucho peor —afirmó Gaspard—. ¿Se acuerda de aquella contraportada en estéreo que ponen en sus libros…, Eloísa posando con seis o siete hombres?

Cullingham asintió:

—Está en casi todos los libros de la Ibsen publicados por la Protón. Los hombres nunca son los mismos.

Gaspard prosiguió:

—El hecho de que le abofeteara llevando puesto su collar de caza, como ella lo llama significativamente, demuestra que siente interés hacia usted. Se propone incluirle en su harén masculino. Y le advierto que, como recién llegado, tendrá que trabajar a destajo.

Cullingham palideció.

—Flaxy —le dijo a su socio, que estaba hablando por teléfono—, no te olvides de ordenar que instalen en seguida esa cerradura electrónica. Gaspard, creo que después de todo no sería mala idea formar una mafia de editores. Desde luego, vamos a necesitar un padrino con dientes de «bulldog».

—Al menos, mi improvisación asustó a Eloísa y a Hornero. Les asustó tanto, que emprendieron la huida —dijo Gaspard con cierto orgullo.

—¡Ah, no! —exclamó Cullingham—. Fue la señorita Rubores. ¿Recuerda a la mujercita vestida de negro que llegó aquí buscando a un marido y a un hijo desaparecidos a causa de una explosión? Pues la señorita Rubores se la llevó al lavabo de señoras para consolarla y tranquilizarla. La róbix regresó mientras Eloísa estaba abofeteándome. Le echó una mirada a Hornero Hemingway, empezó a vibrar, volvió a salir y regresó con un gran extintor a espuma. Eso fue lo que puso en fuga a los matones de la Ibsen. Flaxy, ¿qué te parece la idea de contratar a la señorita Rubores como guardaespaldas? Vamos a necesitar cuantos podamos conseguir. Sé que está programada para la censura, pero bien podría ejercer el pluriempleo.

—Comprendo que todo el mundo lo está pasando bien con esta conversación —intervino la enfermera Bishop, que abría sus paquetes sobre una esquina del escritorio—, pero yo necesito ayuda.

—¿Podría servirle la señorita Rubores? —inquirió Zane Gort desde el rincón donde estaba insinuándole algo a la róbix en voz baja. Ella se negaba obstinadamente a establecer comunicación directa de metal a metal con Zane—. Se ha ofrecido a ayudar, y creo que le sentará bien ocuparse en algo.

—Sería la primera vez que aplico la terapéutica ocupacional a una róbix —dijo la enfermera Bishop—. Pero al menos ella será mucho más hábil que cualquiera de ustedes, vagos y ególatras hombres animales o minerales. Apártate de ese montón de hojalata. Rosita, y ven aquí.

—Muchas gracias —se apresuró a decir la señorita Rubores—. Si algo he aprendido desde que fui fabricada, es que me avengo más con los seres de mi propio sexo, prescindiendo del material en que estén construidos, que con esos charlatanes de robots o esos despistados de hombres.

15

Flaxman colgó y miró sucesivamente a Gaspard y a Zane Gort.

—¿Les ha anticipado la enfermera Bishop de qué se trata? —preguntó el editor—. Me refiero al gran proyecto, al secreto de la guardería, a lo que ahora está desenvolviendo…

Gaspard y Zane negaron con la cabeza.

—¡Bien! No tenía por qué hacerlo.

El hombre bajito y moreno se retrepó en su asiento, empezó a sacudir unas burbujas de espuma de su codo, desistió luego y añadió pausadamente:

—Hace como cien años, en la segunda mitad del siglo veinte, existió un eminente cirujano, un genio de la electrónica, llamado Daniel Zukertort. No creo que hayan oído hablar de él…

Gaspard empezó a decir algo y luego decidió ceder el uso de la palabra a Zane, pero el robot también permaneció silencioso.

Flaxman sonrió.

—¡Estaba seguro! —dijo—. Pues bien, la cirugía y la electrónica, sobre todo en sus especialidades más miniaturizadas, figuraron entre las actividades más espectaculares de Zukie. También era el mejor especialista en motores de ciclo cerrado y el mejor experto en química de los catalizadores que el mundo ha conocido, además de otras muchas cosas. A menos que los nuevos descubrimientos sobre Leonardo da Vinci resulten positivos, nunca hubo nadie que pudiera compararse con Zukertort. Era un mago con el microescalpelo, y le bastaba silbarle a un electrón para que éste se detuviera en seco a esperar órdenes. Perfeccionó una unión nervio–metal, una sinapsis de la materia inorgánica con la orgánica, que ningún otro biotécnico ha sido capaz de reproducir en animales superiores con éxito. Pese a las micro–cámaras y a todas las técnicas de grabación, nadie ha podido entender lo que Zukie hizo, y mucho menos emularlo.

»Ahora bien, como cualquier hombre de su capacidad, Zukertort era un chiflado. Le importaba un comino la utilidad práctica o teórica de sus descubrimientos. Aunque se consideraba persona humanitaria, nunca pensó en los enormes beneficios que podía aportar al campo de las prótesis; por ejemplo, habría podido proporcionarle a un hombre una pierna o un brazo con nervios metálicos, a base de aleaciones inoxidables y de duración prácticamente ilimitada, con posibilidad de establecer conexión directa con la médula espinal a través del muñón. Pero la realidad era que Zukie sólo tenía un objetivo: la inmortalidad de las mejores mentes humanas, para alcanzar el conocimiento místico haciendo que funcionaran aisladas de las distracciones del mundo y de la carne.

»Saltándose todas las etapas intermedias, perfeccionó un sistema para conservar cerebros en pleno funcionamiento dentro de recipientes metálicos. Los nervios de la vista, del oído y del habla eran de material organometálico, injertado a entradas y salidas adecuadas. Las demás conexiones nerviosas, en su mayoría, quedaban bloqueadas. Zukie creía que así aumentaría la actividad de las células creativas del cerebro, y en este sentido parece ser que tenía razón. El corazón artificial a radioisótopos que inventó para la circulación y purificación de la sangre cerebral y para regenerar su oxígeno, fue su obra maestra en motores de ciclo cerrado.

»Instalado dentro de la fontanela grande, como él llamó al anulo superior del contenedor metálico, ese corazón–motor sólo necesita ser alimentado una vez al año. El cambio diario de la fontanela pequeña proporciona al cerebro los elementos nutritivos menos importantes y elimina los inevitables residuos que no admiten regeneración. Como quizá sepan, el cerebro necesita un medio líquido mucho más puro, sencillo y constante que cualquier otra parte del organismo. Por eso, como demostró Zukie, era más susceptible de un control tecnológico exacto. Una bomba más pequeña, prodigio de la miniaturización, administra al cerebro los impulsos hormonales y los estímulos necesarios para que no se limite a vegetar.

»El resultado es un cerebro potencialmente inmortal en un recipiente de forma ovoide. Sigue pareciendo un objeto mágico encerrado en una caja, aunque el extravagante Zukie nunca lo consideró particularmente difícil ni maravilloso. "He tenido toda una vida para salvar una vida. Nadie podría disponer de más tiempo", dijo en cierta ocasión. Sea como fuere, Zukie había inventado los medios para alcanzar su objetivo: la inmortalidad de las mejores mentes humanas.

Flaxman alzó un dedo y continuó su explicación:

—Ahora bien, Zukie tenía ideas propias acerca de quiénes eran "las mejores mentes humanas". Los científicos no merecían su atención, puesto que todos eran inferiores a él y, como ya he dicho, personalmente se tenía en poca estima. Los estadistas y los políticos sólo le inspiraban desprecio. Y desde la infancia sentía un profundo desdén hacia la religión. Pero la palabra «artista» le deslumbraba, porque él carecía de imaginación al margen de sus especialidades. La creación artística, la melodía más sencilla, la pintura más ingenua, y especialmente las obras literarias, fueron para él un milagro hasta el día de su muerte. Por eso, cuando llegó el momento de elegir las mentes, Zukie no vaciló: escogió pintores, escultores, compositores y, sobre todo, escritores.

»La idea era muy buena y tenía dos factores a su favor: primero, empezaban a ser implantadas las máquinas redactoras y muchos escritores de talento se encontraban sin empleo; segundo, que probablemente sólo unos escritores podían ser tan locos como para secundar los proyectos de Zukie. Éste, que para ciertas cosas era un hombre muy astuto, sabía que sus proyectos suscitarían fuerte oposición. Por ello actuó con mucha cautela al establecer los contactos, obtener permisos, fundar un instituto privado para investigaciones, a las que llamaba estudios geriátricos, y organizarlo todo como si se tratara de una sociedad secreta. Y cuando la historia fue del dominio público, ya tenía enlatados treinta cerebros de escritores. Entonces se cruzó de brazos, apretó los dientes y esperó con firmeza la previsible reacción del mundo.

»Como podrán imaginar, la reacción fue terrible. Todas las asociaciones habidas y por haber, desde las Cámaras de Comercio hasta los círculos orgiásticos, se creyeron llamados a poner el grito en el cielo. Una secta religiosa afirmó que Zukie negaba la salvación a unos mortales, mientras Damas contra la Vivisección exigía que cesara el padecimiento de los cerebros por medio de la pura y simple destrucción. Pero la protesta más sentida de todas fue la que salió de lo más hondo de todos los bípedos vivientes. Ahí estaba la inmortalidad en bandeja, o en lata. Con limitaciones, naturalmente, pero inmortalidad a fin de cuentas, puesto que los tejidos cerebrales no morían. Y, ¿por qué no estaba al alcance de todo el mundo? ¡O todos, o ninguno!

»Los juristas dijeron que nunca había existido un caso jurídico–social comparable al "caso de los cerebros", como lo bautizaron algunos periodistas, con su enloquecedora complejidad de considerandos y resultandos, y sus cincuenta y siete especialidades de expertos forenses citados como testigos. Resultó difícil atrapar a Zukie, que había sabido precaverse contra casi todo. Presentó autorizaciones notariales de todos los pacientes, y todos los cerebros declararon a su favor cuando fueron llamados al estrado de los testigos. Zukie había invertido la fortuna ganada con sus patentes en una fundación perpetua llamada Trust de Cerebros, con la expresa misión de cuidarlos por los siglos de los siglos.

»Luego, la víspera del juicio definitivo, Zukie lo echó todo a rodar para siempre. No, no murió de un infarto en la sala: su corazón funcionaba como un reloj.

»Él tenía un ayudante muy listo, un muchacho que había realizado tres veces con éxito el "divorcio psicosomático", como llamaba Zukie a la operación. La última vez, el maestro se limitó a vigilar, sin intervenir en ningún momento. Entonces, ¡Zukie decidió que le operase a él! Imaginó, según creo, que poniéndose a salvo dentro de su cáscara nadie en el mundo podría perjudicar a sus treinta escritores ni a él mismo. Realmente le apasionaban los aspectos jurídicos del asunto, ¡siempre fue un luchador!, sin duda pensó que su declaración prestada desde un recipiente metálico sería el detalle espectacular, capaz de impresionar al jurado y hacerle ganar el pleito.

»Y tal vez también quería alcanzar la inmortalidad y la iluminación mística. Supongo que le gustó la idea de vivir miles de años en un mundo intelectual, limitándose a descansar y a intercambiar ideas con treinta mentes amigas, después de haber desarrollado una increíble actividad por espacio de casi cincuenta años de vida natural. En todo caso había transmitido sus conocimientos a otra persona, y se consideró con derecho a disponer del resto de sus días como mejor le pareciese. Zukie murió en la mesa de operaciones. Su brillante discípulo destruyó todas sus notas y todos los aparatos especiales, y se suicidó.

Mientras Flaxman relataba el final de la historia, hablando despacio para conseguir el máximo efecto, cosa que desde luego logró (él mismo estaba casi tan hipnotizado como los que le escuchaban), se abrió la puerta de la oficina con un prolongado crujido.

Flaxman hizo un gesto de espanto. Los demás se volvieron rápidamente.

En el umbral apareció un anciano encorvado. Llevaba un lustroso uniforme de sarga y una grasienta gorra de plato calada sobre las sienes canosas y las orejas asombrosamente pálidas.

Gaspard le reconoció en seguida. Era Joe el Guardián, y parecía singularmente despierto: de hecho, tenía los ojos medio abiertos.

En la mano izquierda llevaba su escoba y su recogedor, y en la derecha un extraño revólver de color negro.

—Aquí estoy, señor Flaxman —dijo, tocándose la sien con el cañón del monstruoso revólver—. Me pareció que podía hacer falta. Hola, amigos.

—¿Sabe usted reparar una cerradura electrónica? —inquirió Cullingham fríamente.

—No, pero no será necesario —respondió el anciano con jovialidad—. Si hay jaleo, yo montaré guardia con mi infalible pistola fétida.

—¿Pistola fétida? —preguntó la enfermera Bishop con una risita de incredulidad—. ¿No dispara balas?

—No, señorita. Dispara unas bolas llenas de líquido apestoso cuyo hedor resulta insoportable para hombres y animales. Incluso parece molestar a los robots. La bola se rompe al chocar contra el enemigo, y éste sale corriendo en busca de agua. No crean en las armas mortíferas. Yo no creo en ellas. Mi pistola puede acabar con cualquier algarada en un abrir y cerrar de ojos.

—Le creo —dijo Flaxman—. Pero, vamos a ver, Joe: cuando usted la utilice, ¿qué pasará… bueno, con los jugadores de nuestro equipo? Joe el Guardián sonrió maliciosamente.

—Eso es lo bueno —replicó—. Es lo que convierte a mi infalible pistola fétida en el arma perfecta. En la última guerra me lesionaron el primer nervio craneal. Desde entonces no huelo nada.

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