—¡Adelante, Gaspard!
La apremiante orden le sacó del severo hogar de los Andergast. Abajo, los verdes pinos cedían lugar a una gran extensión de arena amarillenta.
—¡Roger, Zane!
El autovolante del robot era un puntito brillante a lo lejos; otros tres puntos brillantes colgaban del cielo más al este.
—Gaspard, me estoy acercando a una construcción hinchable de color verde con un autovolante pintado a cuadros blancos y negros estacionado junto a ella. La segunda señal procede de allí. La enfermera Bishop, supongo. Parece llegar otra señal de un punto situado unas cincuenta millas más al este. El tiempo apremia. A Media Pinta le quedan poco más de tres horas de vida, y sólo hay una probabilidad entre tres de que la tercera señal sea la suya. De modo que debemos dividir nuestras fuerzas. Tú te ocuparas de la segunda señal, mientras yo me dirijo hacia la tercera. ¿Estás armado?
—Si puede llamarse arma al revólver que me prestó Flaxman…
—Tendrás que arreglártelas con él. Ahora estoy sobrevolando la construcción verde y voy a lanzar una bengala luminosa de cinco segundos de duración.
A estas palabras de Zane brotó un breve e intenso resplandor junto al segundo de los puntitos brillantes, al norte del que Gaspard había creído ser el autovolante de Zane.
—Enterado —dijo, modificando el rumbo.
—Para facilitar mi tarea de localización de las señales de radio, especialmente si he de ir más allá de la tercera para rescatar a Media Pinta, es imprescindible que el minitransmisor de la enfermera Bishop sea desconectado tan pronto como ella sea rescatada. No te olvides de decírselo.
—¿Dónde ocultaste su minitransmisor?
La respuesta del robot fue precedida de una larguísima pausa. Gaspard aprovechó para contemplar el llano y amarillo paisaje. Localizó una mancha de color oscuro debajo del punto brillante que correspondía al autovolante de Zane.
—Confío, Gaspard, en que lo que voy a decirte no modifique en sentido negativo la opinión que tienes de mí, ni de cualquier otra persona. ¡San Guillermo no lo permita! El minitransmisor está instalado en el relleno de uno de los pechos postizos de la enfermera Bishop. Otra breve pausa. Luego, la voz del robot, que acababa de sonar un poco apagada, volvió a ser sonora y optimista.
—¡Y ahora, buena suerte! ¡Confío en ti, viejo hueso!
—¡Lo mismo te deseo, viejo cerrojo! ¡Abajo los canallas! —respondió Gaspard con firmeza.
Pero no se sentía tan firme mientras descendía hacia la verde casa de campo. La somera descripción de la señorita Jackson y el autovolante aparcado a la vista, sin precaución, le indicaron que iba a vérselas con Gil Hart, detective privado y espía industrial, de quien había oído varias anécdotas referidas por Cullingham, como la de aquella vez en que Hart, sin ayuda de nadie, envió al hospital a dos obreros metalúrgicos y a un robot cuyas baterías no andaban del todo bien.
En un radio de quinientos metros alrededor de la construcción no había ningún lugar que pudiera servir de escondrijo. La única táctica posible parecía ser la de actuar con la mayor rapidez y por sorpresa, posándose lo más cerca posible de la cámara estanca de acceso, que parecía hallarse abierta, y entrar revólver en mano. Este plan tenía la ventaja adicional de no darle tiempo para pensar en el miedo que tenía.
Resultó que tenía otra ventaja. Mientras Gaspard se posaba sobre la arena, se apeaba del autovolante y echaba a correr hacia el oscuro rectángulo de la puerta, que se abría hacia fuera, un perro de presa automático de niqueladas planchas saltó del asiento posterior del vehículo pintado a cuadros, y se precipitó hacia él con espantoso ulular de sirena, haciendo crujir sus quijadas de acero. Gaspard penetró en la cámara estanca y logró cerrar la puerta en el momento preciso, de modo que el salvaje autómata se estrelló contra ella.
Mientras el perro automático seguía aullando fuera, la puerta interior de la cámara se abrió: evidentemente, al cerrarse la exterior se ponía en marcha el mecanismo de apertura de la otra. Gaspard cruzó la segunda puerta esgrimiendo su revólver de un modo casi tan espasmódico como Joe el Guardián solía empuñar su pistola fétida.
Se halló en una especie de salón amueblado con divanes y mesitas bajas y decorado con gran número de cuadros eróticos tridimensionales.
Al lado izquierdo estaba Gil Hart, desnudo hasta la cintura y empuñando un arma de aspecto extrañamente primitivo: un fémur de níquel, de medio metro de longitud.
Al derecho vio a la enfermera Bishop. Llevaba una bata entreabierta de seda blanca y estaba de pie, en actitud provocativa, con la mano izquierda en la cintura y en la derecha un vaso alto lleno hasta la mitad de un líquido parduzco: era la viva imagen de una buena chica camino de la perdición.
¡Hola, Gaspard! —dijo la enfermera Bishop—. No te pongas nervioso, Gil.
—He venido a rescatarla —dijo Gaspard, en tono más bien adusto.
La enfermera Bishop soltó una risa estridente.
—Creo que no deseo ser rescatada. Este Gil asegura que es todo un tipo, un hombre entre un millón, digno del sacrificio supremo de cualquier chica. Tal vez consiga algo. Mire esos músculos, Gaspard. Son sus mismas palabras: mire ese pecho peludo…
Gil Hart soltó una carcajada.
—Lárgate, mequetrefe —dijo—. Ya has oído lo que ha dicho la señorita.
Gaspard respiró a fondo. Luego volvió a hacerlo, pero esta vez exhaló el aire en forma de gruñido. Notó latir sus sienes y palpitar con violencia su corazón.
—¡Maldita zorra! —estalló—. Voy a rescatarla, le guste o no. ¡Voy a rescatarla por las buenas o por las malas!
A modo de gesto deportivo, el gesto que Zane Gort habría hecho (al fin y al cabo, él estaba enfadado con la enfermera Bishop, y no con aquel simio peludo), hizo un disparo de advertencia muy por encima de la cabeza del detective privado.
Las consecuencias sobresaltaron a Gaspard, que en su vida había disparado nada sino alguna pistola de rayos. Se oyó un estruendoso
bum
, el retroceso arrancó dolorosamente el revólver de su mano, brotó una nubécula de humo maloliente, se abrió un agujero en el techo y el aire empezó a silbar a través de él. Los aullidos del perro automático se oyeron con más fuerza.
Gil Hart se puso a reír, dejó caer su extraña arma al suelo y se acercó. Gaspard le golpeó en la mandíbula: un golpe impulsivo, sin demasiada potencia.
Gil encajó el puñetazo sin pestañear y replicó con otro en el plexo solar que dejó a Gaspard sin respiración y sentado en el suelo. Inclinándose, Gil le agarró por el cuello de la camisa.
—Fuera he dicho, mequetrefe —ladró.
Se oyó un resonante
bong
. Una expresión beatífica apareció en el rostro de Gil, quien se tambaleó ligeramente y se desplomó sin suspirar siquiera.
Detrás de él apareció la enfermera Bishop, empuñando el reluciente fémur de metal, sonriente y feliz.
—Siempre me había preguntado —dijo— si sabría golpear a alguien en la cabeza y dejarle inconsciente sin aplastarle los sesos. ¿Usted no, Gaspard? Apuesto a que es el sueño secreto de todo el mundo.
Se dejó caer de rodillas y buscó con aire profesional el pulso del detective privado.
Gaspard se palpó el estómago y miró a la enfermera Bishop, confuso. Sobre su cabeza, el techo se deformaba y parecía algunos centímetros más bajo. Un segundo después empezó a desinflarse visiblemente, y el aullido que se escuchaba en segundo término se oyó súbitamente claro y cercano, acompañado de un horrible rechinar de dientes. El perro automático se había abierto paso a mordiscos a través de la pared, cuando la pérdida de aire la dejó fláccida. Un bulto niquelado y brillante se abalanzó sobre Gaspard.
La enfermera Bishop se interpuso, empuñando el hueso de metal. Las quijadas del perro automático se cerraron sobre hueso y la fiera metálica se detuvo en seco; sus aullidos cesaron de un modo tan repentino, que el silencio pareció audible.
—Funciona como la armadura de un imán —le explicó la enfermera Bishop a Gaspard mientras el techo continuaba descendiendo poco a poco sobre ellos—. Gil me enseñó cómo se manejaba: azuzó al perro tres veces contra mí, y lo frenaba con el hueso.
Mientras Gaspard se recuperaba del golpe y de la impresión, la enfermera Bishop levantó unas mesas para que el techo no acabara por hundirse. El espacio que ocupaban ahora, iluminado por luces medio sumergidas en las deshinchadas paredes, era tan agradablemente íntimo como una tienda de campaña infantil. Estaban sentados en el suelo el uno frente al otro, Gaspard con las piernas cruzadas, ella con las rodillas unidas a un lado. La enfermera Bishop aún llevaba su bata, aunque tenía sus ropas al alcance de la mano. Gil Hart roncaba plácidamente, tumbado boca arriba. Su perro automático, con el hueso metálico entre los dientes, estaba agachado junto a él, inmóvil como una roca.
La enfermera Bishop sonrió con amabilidad, incluso con cierta ternura, y le preguntó:
—¿Se siente mejor?
Gaspard asintió débilmente.
—La última vez que hablé con usted —dijo ella, con una risita—, le eché una bronca por no traer los rollos de los muchachos. Y también iba un poco más vestida.
Inclinó la mirada para contemplarse a si misma… con mucha complacencia, le pareció a Gaspard.
—¿Cómo se las ha arreglado para localizarme con tanta rapidez?
Él no respondió.
La muchacha echó los hombros hacia atrás y respiró hondo. Para tentarle con la contemplación de su atractivo busto, sospechó Gaspard.
La miró directamente a los ojos, y saboreando las palabras una a una, dijo:
—Zane Gort instaló un minitransmisor en uno de los senos postizos de usted. Quiere que lo desconecte en seguida, para que él pueda localizar a Media Pinta.
Resultaba muy divertido ver a una muchacha ruborizarse y enfurecerse al mismo tiempo, decidió Gaspard.
—¡Ese indecente fisgón de hojalata! —estalló la enfermera Bishop—. ¡Ese correveidile electrónico! ¡Ese espía de alcoba!
Miró a Gaspard con ojos llameantes.
—Me importa un bledo lo que usted piense —le informó, y cruzando los brazos, agarró los tirantes del sostén e hizo descender aquella prenda íntima hasta su cintura, junto con la bata.
—Como puede ver —dijo en tono desafiante mientras palpaba en su regazo buscando el transmisor—, de cintura para arriba estoy hecha exactamente igual que un muchacho.
—Exactamente, no —murmuró Gaspard mientras se recreaba la vista—. ¡Exactamente no, gracias a san Wuppertal! Por algún motivo que nunca he comprendido, se cree que la mayoría de nosotros nos sentimos atraídos por las que parecen vacas de concurso. Pero eso no cuenta para los hombres de buen gusto. No cuenta para mí. Mi opinión es que los monstruos hipertetudos fueron popularizados por editores homosexuales masculinos que deseaban ridiculizar a las mujeres, haciéndolas parecer lecherías ambulantes. Pero, yo… ¡A mi que den Dianas, que me den Eros! ¡Que me den una mujer construida para el juego y la diversión, y no una fábrica de productos lácteos!
—¡Aquí está el maldito transmisor! —dijo la enfermera Bishop, acercando su sostén a Gaspard. Luego le miró con las cejas un poco enarcadas—. ¿Opina sinceramente todo lo que ha dicho, Gaspard?
—¿Si opino? —inquirió él, acercándose más a la enfermera Bishop, con ojos hambrientos—. Ahora mismo…
—¡Con esas carroñas aquí, no! —dijo ella apresuradamente, subiéndose de nuevo la bata—. ¿Qué ha traído para llevarme a casa?
—Un autovolante que le robé a Eloísa Ibsen —respondió Gaspard, sincero.
—¡Esa reina caníbal! ¡Esa odalisca! Imagino lo que esa asquerosa y tetuda ex amante suya considera el colmo del refinamiento en autovolantes —dijo la enfermera Bishop, con profundo desprecio—. ¿Pintado en dos tonos, supongo?
Gaspard asintió.
—¿Con adornos cromados?
—Sí.
—¿Con una nevera para bebidas y bocadillos?
—Sí.
—¿Y un sofá de tres plazas forrado de terciopelo, de espuma de goma, asquerosamente sibarítico, casi tan grande como una cama?
—Sí.
—¿Ventanillas que sólo permiten ver de dentro a fuera, y no viceversa, para que la intimidad sea completa?
—Sí.
—¿Un piloto automático, para no tener que atender a la conducción del aparato?
—Sí.
La enfermera Bishop miró a Gaspard con ojos traviesos.
—Es exactamente lo que esperaba.
Cuatro horas más tarde y cuatrocientos kilómetros mar adentro Zane Gort, que acababa de rescatar a Media Pinta, localizó el autovolante púrpura y gris de Eloísa Ibsen volando hacia el oeste. El mañoso robot logró finalmente llamar la atención de Gaspard disparando cohetes trazadores desde el avión a reacción de diez plazas, modelo especial para ejecutivos, que había requisado a unos políticos juerguistas, cuando vio que necesitaba un aparato más rápido para su misión de rescates múltiples.
Poco después, modificado el rumbo del autovolante de Eloísa Ibsen para devolverlo a la buhardilla de Hornero Hemingway junto a las azules aguas del Pacífico, Gaspard y la enfermera Bishop, esta última muy sonrojada, fueron recibidos a bordo del otro aparato por Flaxman, la señorita Rubores, Media Pinta y un congresista despistado que acababa de dormir la mona en el compartimiento de equipajes.
Flaxman parecía de buen humor, aunque nervioso. La señorita Rubores se mostraba locuaz e inquisitiva, igual que Media Pinta. En la plateada superficie del huevo había unas manchas de color oscuro, como si hubiera sido atacado con un ácido.
Zane Gort dio pruebas de su capacidad de improvisación explicando a todo el mundo que había convenido previamente con Gaspard encontrarse en aquel punto oceánico, detalle que éste y la enfermera Bishop agradecieron sobremanera. Como Gaspard le susurró a su azorada pareja, si Zane no les hubiera localizado habrían llegado a Samoa, o por lo menos a Honolulú, antes de romper los lazos de su mutua obsesión somática y emerger de su estado de euforia.
A continuación, mientras el avión se alejaba de una hermosa puesta de sol hacia el oriente crepuscular y rumbo a California, Gaspard y la enfermera Bishop contaron sus aventuras en versión apta para todos los públicos, y escucharon voces y altavoces familiares dando resúmenes, quizás igualmente censurados, de las aventuras de los demás, mientras el congresista despistado bebía café amargo y hacía de vez en cuando comentarios sesudos y bienintencionados.