—Dios mío, muñeca —se admiró Hornero Hemingway—, mira esas zorras ricas con sus chulos de negro, ¿quieres?
El fantasmagórico cortejo se detuvo muy cerca de su mesa. La dama que lo precedía, cuyos diamantes eran tan numerosos y centelleantes que herían la vista, miró a su alrededor con altivez.
Hornero, cuya mente soñolienta desvariaba como la de un niño, le dijo quejumbrosamente a Eloísa:
—Me pregunto por qué tarda tanto esa niña en traerme la leche. Si le ha puesto alguna tableta…
—Algún afrodisíaco, probablemente, si cree que vales la pena —contestó Eloísa en un rápido aparte, mientras miraba fascinada a los recién llegados.
La endiamantada dama anunció en un tono muy apropiado para reprender a los botones de hotel:
—Buscamos al jefe del sindicato de escritores.
Eloísa, sin pensarlo dos veces, se puso en pie.
—Yo soy el miembro de más categoría presente en la sala.
La dama la miró de arriba a abajo.
—Sí, servirá para el caso —dijo. Luego dio dos palmadas—. ¡Parkins! —llamó. El robot tachonado de piedras preciosas se adelantó con la carretilla, en la cual reposaban veinte rimeros de un metro de pequeños volúmenes, tan Jugosamente encuadernados que brillaban también como joyas. Sobre los libros había un objeto de forma irregular envuelto en seda blanca.
—Somos de Gente de Letras —anunció la dama, mirando fijamente a Eloísa y hablando en el tono chillón que suelen utilizar las verduleras para vocear su mercancía en un mercado ruidoso—. Durante más de un siglo hemos conservado en nuestro selecto círculo las tradiciones de la verdadera literatura. Esperábamos el glorioso día en que las horribles máquinas que deforman nuestras mentes fueran destruidas y la literatura volviera a sus únicos y auténticos amigos; los fieles aficionados. A través de los años hemos maldecido con frecuencia a vuestro sindicato, por su complicidad en la conspiración encaminada a hacer de unos monstruos de metal nuestros rectores espirituales. Pero ahora deseamos agradecer el valor que habéis demostrado al destruir por fin a las tiránicas máquinas redactoras. Y yo he venido a ofreceros dos prendas de nuestra estimación. ¡Parkins!
E] robot adornado de piedras preciosas apartó a un lado la seda blanca para descubrir una estatuilla de oro, brillante como un espejo. Representaba a un esbelto joven desnudo hundiendo una espada enorme en las entrañas de una máquina redactora.
—¡Contémplelo! —gritó la dama—. Es obra de Gorgius Snelligrew, creada, fundida y pulida en un solo día. Reposa sobre toda la producción literaria de nuestro círculo durante el pasado siglo. En estos libros, encuadernados como joyas, hemos conservado el fuego sagrado de la literatura a través de la horrenda época mecánica que acaba de terminar. ¡Mil setecientos volúmenes de poesía inmortal!
Suzzette escogió aquel momento para presentarse llevando una gran copa de cristal, de la que brotaba una llama azul de medio metro.
La depositó delante de Hornero y la cubrió brevemente con una bandeja de plata.
Al apartar la bandeja, la llama había desaparecido y un espantoso hedor a caseína quemada llenó el aire.
Meneando graciosamente su atractivo trasero, Suzzette anunció:
—Aquí está su leche,
monsieur, tal
como usted la pidió.
Flaxman y Cullingham estaban sentados en su oficina.
Joe el Guardián había sido enviado a la cama en estado de colapso, después de una noche de incesante fregoteo. Dormía sobre un catre en el lavabo de caballeros, con su pistola debajo de la almohada, junto a una pastilla de desodorante que Zane Gort había colocado previsoramente al lado del arma. Zane y Gaspard, que habían llegado al amanecer dispuestos a trabajar, habían acostado a Joe y fueron a revisar los sistemas de alarma antirrobo de todos los almacenes con sus valiosos contenidos de libros recientemente fabricados.
Los dos socios estaban solos. Era aquella hora mágica e inmaculada del negocio cotidiano, antes de que empiecen los problemas.
Flaxman rompió el encanto al decir, en tono desalentado:
—Sé que podemos convencer a los huevos, Cully; sin embargo, empiezo a encontrar descabellado todo el proyecto.
—Dime por qué, Flaxy. De la discusión sale la luz.
—Pues verás. Mi querido padre me creó un complejo con los cerebros. Una fobia, podría decirse. Una terrible fobia…, cuyo alcance no había comprendido hasta ahora. Mi padre consideraba a los cerebros como un legado sagrado que debía constituir un secreto incluso para sus familiares más allegados, la clase de legado que solían tener algunas familias aristocráticas británicas. Ya sabes: el molde original de la corona de Inglaterra oculto en el sótano del castillo y vigilado por un sapo gigantesco, o tal vez un antepasado inmortal que enloqueció en las Cruzadas y regresó con el cuerpo verde y lleno de escamas, hecho un monstruo que necesita beber sangre de una virgen cada luna llena; quizá sea una mezcla de ambas cosas, y allí en la más recóndita mazmorra conservan al verdadero rey de Inglaterra desde hace siete siglos, sólo que se ha convertido en un sapo viscoso que necesita un barreño de sangre de virgen cada vez que la luna se hincha… Pero hay un terrible juramento de por medio, por lo que no pueden librarse del monstruo, y cuando el hijo cumple los trece años el padre le revela el secreto, con una letanía de preguntas y respuestas rituales: «¿Quién es el que grita en la noche?», «Es el legado sagrado», «¿Qué hemos de darle?», «Lo que necesita», «¿Y qué necesita el legado sagrado?», «Un barreño de sangre», etcétera. Y luego, cuando el padre le enseña el monstruo al muchacho, éste se desmaya, y a partir de entonces se dedica a errar por la biblioteca y el jardín, hasta que pasan los años y llega el momento de revelarle a su vez el secreto a su hijo. ¿Comprendes la idea, Cully?
—En lo esencial —respondió el otro juiciosamente.
—Pues eso es lo que mi querido padre me hizo sentir con respecto a los cerebros. Desde niño supe que en mi pasado familiar había un secreto vergonzoso. Mi querido padre era alérgico a los huevos y nunca permitió que en la mesa hubiera cubiertos de plata, ni siquiera de alpaca. En cierta ocasión se desmayó cuando un robot inglés, recién llegado de Sheffield, le sirvió un huevo pasado por agua en una finísima huevera de plata. Otro día me llevó a una fiesta infantil y le dio un colapso ante una bandeja de huevos duros preparados para la merienda. Y luego estaba el asunto de las misteriosas llamadas telefónicas nocturnas de la guardería; llamadas que me llenaban de inquietud, especialmente aquella vez, durante la Tercera Revuelta Antirrobots, que le oí decir a mi padre: «Creo que deberíamos estar preparados para ocultarlos bajo tierra y volar la guardería a una orden dada de día o de noche». Para empeorar las cosas, mi padre era un hombre muy impaciente y no pudo esperar a que cumpliera, no ya los trece, sino los nueve años para llevarme a la guardería y presentarme a los treinta huevos. Al principio pensé que eran mentes robot, desde luego. Mas cuando me dijo que dentro de cada huevo había un cerebro vivito y coleando, quise echarme a correr. Pero mi padre era de los de la vieja escuela: me agarró por una oreja y me obligó a conversar con todos y cada uno de los huevos. Uno de ellos me dijo: «Me recuerdas a un sobrinito mío que murió octogenario hace ciento siete años». Pero lo peor fue el que emitió una risita: «¡Je, je, je!», y luego dijo: «¿Te gustaría meterte aquí dentro conmigo, muchacho?»
Flaxman guardó silencio unos instantes para recobrar el aliento, y prosiguió:
—Después de aquello soñé con los huevos cada noche durante, semanas enteras, y los sueños siempre tenían el mismo desenlace terriblemente real: yo estaba en mi guardería y la puerta se abría suave y silenciosamente en la oscuridad, y a unos dos metros del suelo, con ojos como brasas incandescentes, flotaba uno de aquellos horribles cerebros enlatados…
La puerta de la oficina se abrió suave y silenciosamente.
Flaxman se irguió en su asiento, tan rígido que su cuerpo formó un ángulo de cuarenta y cinco grados con el suelo. Sus ojos se cerraron y un temblor —no intenso, pero visible— le recorrió de arriba abajo.
En el umbral había un robot de desastroso aspecto.
—¿Quién eres, muchacho? —preguntó Cullingham con frialdad.
Al cabo de cinco segundos el robot contestó:
—El electricista, señor. —Y alzó su garra derecha hasta su cuadrada cabeza en señal de saludo.
Flaxman abrió los ojos.
—¡Entonces, arregla la cerradura electrónica de la puerta! —rugió.
—¡En seguida, señor! —dijo el robot, con un nuevo saludo—. En cuanto haya terminado con el ascensor.
Y cerró la puerta de golpe.
Flaxman quiso incorporarse, pero volvió a dejarse caer en su asiento. Cullingham dijo:
—¡Qué raro! Si no fuese por su aspecto desastrado, ese robot sería la viva imagen del rival de Zane.,., ya sabes, el que era botones de un banco… Caín Brinks, el autor de las historias de Madame Iridio. Debe ser un modelo de robot más corriente de lo que yo creía. Bueno, Flaxy, ahora dices que los huevos te atosigan, pero desde luego te portaste como un valiente ayer, cuando tuvimos aquí a Robín.
—Lo sé, pero no me veo capaz de mantener esa actitud —dijo Flaxman, con un suspiro—. Pensé que todo sería coser y cantar. Ya sabes: «Necesitamos treinta novelas de acción para el próximo jueves», «¡Usted me manda, señor Flaxman!» Pero si tenemos que negociar con ellos, e incluso discutir y tratar de convencerles de que deben trabajar… Dime, Cully, ¿qué haces tú cuando te pones realmente nervioso?
Cullingham meditó unos instantes, y luego sonrió.
—Secreto por secreto —dijo—. Tú guarda el mío como yo guardaré el tuyo. Recurro a Madame Pneumo.
—¿Madame Pneumo? No es la primera vez que oigo ese nombre, pero nunca me han dado una explicación.
—Así debe ser —dijo Cullingham—. Muchos hombres pagarían una cantidad de tres cifras para conseguir la información que voy a darte.
—El establecimiento de Madame Pneumo —empezó Cullingham— es una casa de placer muy selecta. Está regentada y atendida enteramente por robots. Sabrás que hace cosa de cincuenta años hubo un robot loco llamado Harry Chernik, o al menos yo creo que era un robot, cuya ambición era construir robots que tuvieran un cuerpo exactamente igual al de los seres humanos, hasta el menor detalle anatómico. Él estaba convencido de que si los hombres y los robots llegaban a ser exactamente iguales, ¡y sobre todo si podían hacer el amor unos con otros!, no habría discriminaciones entre ellos. Chernik inició sus trabajos en la época de la Primera Revuelta Antirrobots, y era un decidido partidario de la integración racial.
»Desde luego, el proyecto resultó inviable en lo relativo al principal objetivo de Chernik. La mayoría de los robots no deseaban parecerse a los seres humanos. Además, toda la capacidad interior de un robot Chernik estaba tan llena de mecanismos destinados a imitar la conducta de un humano en la cama y demás actos sociales, mandos musculares, reguladores de temperatura, de humedad, de succión, etcétera, que no les quedaba espacio para nada más. Así que, aparte de sus extraordinarias aptitudes amatorias, los robots Chernik eran completamente estúpidos. No se trataba de verdaderos robots, sino de simples autómatas. Para reunir la mente de un robot con un autómata de Chernik en la misma envoltura femenina, se habría necesitado un ser de más de tres metros de estatura o tan obeso como las mujeres gordas de los circos. Por otra parte, como ya he dicho, resultó que a la mayoría de los robots no les gustó la idea: ellos querían ser de metal duro y esbelto, ni más ni menos. Un robot o róbix blando, parecido a un ser humano, aunque fuese un ser humano bello, habría sido rechazado y excluido para siempre de sus peculiares placeres, especialmente de los actos amorosos robot–robix. Chernik quedó anonadado. Y escogió para si mismo un espectacular final: se tendió en una enorme cama, rodeado de sus creaciones más seductoras, prendió fuego a las sábanas y luego se electrocutó. Chernik estaba loco, desde luego. Pero los robots que financiaban los trabajos de Chernik no lo estaban. Siempre habían pensado que podían dedicar los autómatas de Chernik a usos secundarios muy provechosos, aunque a él nunca le hablaron de aquellas ideas. De modo que apagaron el fuego, salvaron a los autómatas y casi en seguida los pusieron a trabajar en un establecimiento reservado para seres humanos varones, añadiendo únicamente ciertas mejoras higiénicas y económicas que nunca se le habrían ocurrido a la imaginación idealista de Chernik.
Cullingham enarcó las cejas.
—De hecho, ignoro si se hizo algo parecido con los autómatas masculinos que según se cree Chernik creó, también, pues los del sindicato de robots no sueltan prenda, pero sus robotrices, así las suelen llamar, fueron un gran éxito. Su estupidez era un atractivo más, desde luego, y no impedía que se les adaptaran temporalmente aparatos especiales o cintas magnetofónicas, para permitirles realizar cualquier acto o murmurar cualquier fantasía que un cliente pudiera desear. Lo mejor de todo, quizás, era que el comercio con ellas no podía provocar ningún conflicto personal ni tener consecuencias. Además, con el tiempo se desarrollaron perfeccionamientos especiales que hicieron a las robotrices particularmente atractivas para los hombres más exigentes, caprichosos y aficionados a fantasías, como yo mismo. Así pues, el sindicato de robots no sólo salvó a los autómatas femeninos de Chernik, sino que mejoró también lo que podríamos llamar su «capacidad profesional». No tardaron en fabricar robotrices fuera de serie, mucho mejores que las mujeres humanas, o en cualquier caso mucho más interesantes, si a uno le atrae lo que se sale de lo corriente —Cullingham se mostraba ahora casi animado, y unas manchas sonrosadas aparecieron en sus pálidas mejillas—. ¿Puedes imaginar, Flaxy, lo que es hacer el amor con una muchacha que es todo terciopelo o felpa, o que es todo frío y calor; o poder escuchar una sinfonía a toda orquesta mientras la posees o quizás el
Bolero
de Ravel; o que tiene unos senos ligeramente prensiles, aunque no demasiado? Las hay con varias zonas epidérmicas eléctricamente refrescantes, o con alguna de las características (sin exagerar, desde luego) del gato, del vampiro o del pulpo. Otras tienen una cabellera como la de Medusa, o cuatro brazos como Siva, o una cola prensil de dos metros de longitud, o… Al mismo tiempo, es absolutamente segura y no puede molestarte, ni engañarte, ni contagiarte, ni dominarte en ningún sentido. Flaxy, no quiero dar la impresión de que estoy haciendo propaganda, pero puedes creerme, ¡es algo definitivo!