La muchacha le miró fríamente.
—Son cosas que pasan cuando hay dinero y una misión, como el Trust de Cerebros, que abarca más de una generación. Una misión que incluso usted podría desempeñar.
—¿Procede usted de una larga línea de servidores familiares? —quiso saber Gaspard.
Pero la muchacha replicó:
—No hablemos de eso. También estoy harta de mí.
—Lo preguntaba porque es usted extraordinariamente atractiva para no ser más que enfermera.
—¿Qué viene a continuación de ese piropo? —inquirió la joven con sequedad—. ¿Que debería sacar partido de mi rostro y de mi figura para convertirme en escritora?
—No —dijo Gaspard, precavido—. Tal vez una estrella de la estereofotografía, pero nunca una escritora. Para esto último, hasta la muchacha más atractiva tiene que aparentar que lleva la ropa interior sucia.
La noche era oscura, salvo un rosado resplandor en el cielo, procedente de la iluminación pública de la propia ciudad y de algunos edificios que, como la Sabiduría de los Siglos, tenían suministro eléctrico auxiliar. Tal vez el gobierno pensaba que si no había demasiada luz, el público olvidaría la destrucción de las máquinas redactoras y no pediría explicaciones.
—
Kaputt
—dijo Gaspard—. ¿Cree que los cerebros rechazarán al fin la oferta de Flaxman?
La joven respondió con impaciencia:
—Lo primero que contestan ésos a cualquier pregunta es siempre no. Luego le dan vueltas y más vueltas a la cuestión, y… —se interrumpió—. ¡Le dije que no quería hablar de la Sabiduría, señor Delanuy!
—Llámeme Gaspard —dijo él—. A propósito, ¿cuál es su nombre de pila?
Al ver que no contestaba, añadió con un suspiro:
—De acuerdo, la llamaré enfermera y pensaré en usted como en la virgen de Nuremberg. Un taxi con luces de cruce azules y rojas se acercó derecho a ellos como una abeja tropical gigante. Gaspard silbó y el vehículo frenó, cansino. La parte superior de la concha transparente se levantó, ambos subieron y el techo volvió a cerrarse sobre ellos. Gaspard dio la dirección de un restaurante y el taxi se puso en marcha, siguiendo automáticamente la pista magnética que recorría el pavimento.
—¿No vamos a Palabras? —preguntó la joven—. Creí que todos los escritores se abrevaban en Palabras.
Gaspard asintió.
—Pero ahora estoy clasificado como esquirol. Palabras es prácticamente el cuartel general del sindicato.
—¿Hay alguna diferencia entre estar clasificado como esquirol y ser un esquirol? —preguntó la joven, con impaciencia—. Disculpe; en realidad me tiene sin cuidado. No me ocupo de política sindical.
—Nuestros empleos son muy parecidos —dijo Gaspard—. Yo soy, o mejor dicho era mecánico de una máquina redactora. Estaba a cargo de un gigante que producía una prosa más fluida y excitante que la de cualquier autor humano, pero tenía que manejarlo como a cualquier máquina no robótica…, como a este taxi, por ejemplo. Y usted tiene una habitación llena de genios enlatados, para manejarlos como si fueran bebés. Usted y yo tenemos algo en común, enfermera.
—Deje de adularme para tratar de ligar conmigo —gruñó la joven—. No sabía que los escritores fuesen mecánicos de máquinas redactoras.
—No lo son —admitió Gaspard—, pero yo al menos era más mecánico que cualquier otro escritor de los que conozco. Siempre observaba a los verdaderos mecánicos cuando atendían mi máquina. En cierta ocasión, aprovechando que habían dejado sus entrañas al descubierto, incluso traté de localizar algunos circuitos. La verdad es que las máquinas redactoras me entusiasmaban. Me gustaban, lo mismo que el material que producían. Estar con ellas era como contemplar la bandeja de cultivo donde se fabrica el medicamento que nos devuelve la salud.
—Siento no compartir su entusiasmo —dijo la enfermera Bishop—. Verá, yo no leo esa clase de obras, sino los libros antiguos que los cerebros escogen para mí.
—¿Cómo puede soportarlos? —inquirió Gaspard.
—¡Bah!, me las arreglo. He de hacerlo para mantenerme a diez años–luz de comprender medianamente a esos mocosos. —Sí, pero ¿es divertido?
—¿Y qué es divertido? —la joven golpeó el piso con el pie—. ¡Dios mío, este taxi casi no se mueve!
—Está recargando sus baterías —explicó Gaspard—. ¿Ve esas luces ahí delante? Las baterías volverán a estar cargadas una manzana más allá. Sería estupendo que se consiguiese aplicar la antigravedad a los taxis. Entonces podríamos ir volando a nuestro punto de destino.
—¿Por qué no pueden aplicarla? —preguntó la joven, como si fuera culpa de Gaspard.
—Es una cuestión de tamaño —respondió él—. Zane Gort me lo explicó hace días. Todos los campos antigravedad son de corto alcance, como las fuerzas que mantienen unido el núcleo atómico. Pueden poner a flote cohetes rastreros pero no naves espaciales, maletas pero no autotaxis. Si nosotros fuésemos tan pequeños como ratones o incluso como gatos…
—Los gatos tomando taxis no me divierten. ¿Es ingeniero Zane Gort?
—No, pero tengamos en cuenta que escribe relatos de aventuras para otros robots, relatos con mucha base científica según creo. Pero, como la mayoría de los robots más modernos, tiene un montón de ocupaciones: está pluriempleado. Estudia bobinas que le proporcionan nueva información las veinticuatro horas del día.
—A usted le gustan los robots, ¿verdad?
—¿A usted no? —preguntó Gaspard, en un tono de súbita aspereza.
La joven se encogió de hombros.
—No son peores que algunas personas. Sólo que me dejan fría, como los lagartos.
—Es una comparación estúpida. Y completamente inexacta.
—Para mí, no. Los robots tienen la sangre fría como los lagartos, ¿no es cierto? Al menos, son fríos.
—¿Espera acaso que desprendan calor sólo para complacerla a usted? Al fin y al cabo, ¿de qué le aprovecha la sangre caliente a la Humanidad, salvo para disculpar el mal genio y declarar guerras?
—También ha inspirado algunos actos valerosos, o románticos. ¿Sabe una cosa? Usted tiene mucho de robot, Gaspard. Es frío y mecánico. Apuesto a que le gustaría una chica que le insuflara electricidad, o lo que hagan los robots, simplemente apretando su «botón amoroso». —¡Pero los robots no son así! Son cualquier cosa menos mecánicos. Zane Gort…
El taxi se paró ante un local brillantemente iluminado. Un tentáculo dorado avanzó ondulándose como una serpiente amaestrada, ayudó a levantar la concha del vehículo y luego rozó el hombro de Gaspard.
Un par de bien dibujados labios rojos brotaron al extremo de la flexible cuerda de oro, abriéndose como una flor.
—Señores, permítanme recomendarles el Restaurante Interestelar Engstrand, la cocina del espacio —susurró el tentáculo.
El Engstrand no estaba tan vacío y frío como el espacio interestelar o una caricia de robot, y en el menú no había lagarto. La comida no era nada del otro mundo, pero las bebidas resultaron tan estimulantes que la enfermera Bishop se encontró, sin darse cuenta, contando cómo había empezado a interesarse por los cerebros a raíz de una visita que les había hecho de niña, acompañando a una tía suya enfermera en el Trust de Cerebros. A su vez, Gaspard contó que desde la infancia había deseado ser escritor, sencillamente porque siempre le habían gustado las novelas de máquina. Empezó a describir en detalle por qué era tan maravillosa la producción de aquellas máquinas —especialmente la de algunas de ellas—, pero al exaltarse empezó a alzar la voz, y un anciano delgado como una araña y de aspecto nervioso, que ocupaba la mesa contigua, aprovechó la ocasión para intervenir.
—Tiene usted razón en eso, joven —exclamó el anciano—. Lo que importa en todos los casos es la máquina, y no el escritor. He leído todos los libros producidos por la Versificadora Scribe Número Uno, sin hacer caso de los nombres que les hayan endosado después. Esa máquina tiene más jugo que tres de cualquier otra marca trabajando juntas. A veces he tenido que remirar la letra menuda para asegurarme de que se trataba de una Scribe, pero valía la pena. Sólo la Scribe Uno me deja esa maravillosa sensación de vacío, con la mente deliciosamente en blanco.
—No soy experta en la materia, querido —comentó la mujer regordeta, de pelo canoso y boca arrugada que le acompañaba—. Pero siempre he opinado que las obras de Eloísa Ibsen tienen cierta calidad, sin importar la máquina que utilice.
—¡Tonterías! —replicó el anciano, despectivo—. Usa el mismo programa para todas sus comedias de enredos sexuales, y la calidad de la máquina sobresale inevitablemente sin que importe nada quién figura como autor. ¡Escritores!
Asumió una expresión severa, y sus arrugas se hicieron más profundas al agregar:
—¡Deberían fusilarlos a todos, después de lo que hicieron esta mañana! Algo mucho peor que volar parques de atracciones o envenenar fábricas de helados… El gobierno dice que la cosa no ha sido tan terrible, y mañana dirán que los sucesos han sido exagerados, pero a mi no me la pegan, y siempre sé cuándo traían de ocultar una catástrofe. Antes de dar la noticia, la pantalla parpadeó con un ritmo intermitente, ¡por algo sería! ¿Oíste lo que hicieron esos escritores con una Scribe? ¡Echarle ácido nítrico! Deberían hacerles lo que ellos hicieron con las máquinas. A los que atacaron a la vieja Scribe, hacerles tragar ácido nítrico y…
—¡Querido! —le reprimió la anciana dama—. La gente ha venido aquí a disfrutar su cena.
Gaspard, con la boca llena de filete de levadura, sonrió y se encogió de hombros, disculpándose ante el anciano con un gesto de su tenedor hacia su repleto carrillo.
La enfermera Bishop miró a Gaspard.
—Ahora que lo pienso, ¿cómo ingresó usted en el sindicato de escritores? ¿Por influencia de Eloísa Ibsen? —preguntó, alzando mucho la voz. Luego se puso en pie y rodeó la mesa para golpearle la espalda a Gaspard, que se había atragantado.
A pesar de este incidente, o más probablemente a causa del mismo, Gaspard trató de introducir una mano bajo el jersey de la enfermera Bishop casi tan pronto como estuvieron de nuevo en un taxi.
—Nada de eso —dijo ella en tono severo, golpeándole íos dedos—. Usted dijo que saldríamos a cenar y a charlar. Hemos cenado y hemos charlado. Ya sé lo que le pasa. Después de los sucesos de hoy se siente cansado, herido en su amor propio y desorientado, y necesita sexo lo mismo que un bebé necesita su biberón. Pues ahora no estoy cambiando pañales y fontanelas. He pasado todo el día con un hatajo de bebés enlatados, viejos y asquerosos, empeñados en abrir mi mente y meter en ella sus ideas. Esta noche no voy a consentir algo parecido a nivel físico. De todos modos, usted no necesita una mujer, necesita una niñera. ¡Ay, cállese!
Esta orden pareció dirigida a todos sus pretendientes en general.
Gaspard guardó un ofendido silencio hasta que el taxi llegó a cuatro manzanas del domicilio de la joven. Entonces dijo:
—Me hice aprendiz de escritor por consejo de mi tío, arreglaba diodos electrónicos.
Luego empezó a meter más monedas en el taxímetro–tragaperras.
—Suponía que era algo por el estilo —dijo la enfermera Bishop, poniéndose en pie mientras se levantaba la concha del vehículo, una vez depositado el importe exacto—. Gracias por la cena y la charla. A veces, incluso la conversación más estúpida resulta difícil de mantener, especialmente cuando yo estoy de por medio. Consuélese pensando que lo ha intentado, al menos. No, no me acompañe hasta la puerta; estamos muy cerca y podrá verme entrar desde aquí.
Se detuvo un momento antes de salir y agregó:
—Ánimo, Gaspard. A fin de cuentas, ¿qué encantos tiene una mujer, que no tenga también el mecalingua?
La pregunta quedó flotando en el aire de la noche hasta que la joven desapareció. A Gaspard le fastidió, sobre todo porque le recordó que no había comprado el periódico de la noche, y ahora no estaba de humor para buscar un quiosco abierto. Luego empezó a preguntarse si la observación de la joven había significado que, para él, las mujeres y los productos de las máquinas redactoras no eran sino medios para evadirse momentáneamente.
El taxi susurró:
—¿Continúa usted, caballero, o va a apearse?
Pensó que tal vez fuera mejor regresar a pie a casa. Sólo había diez manzanas de distancia. El paseo podría sentarle bien. Estaba terriblemente desalentado, empapado de fría soledad. ¡Maldición! ¿Por qué no había aceptado que Zane Gort le diera la dirección de aquel prostíbulo robótico, o lo que fuese? Sintió una tremenda fatiga, como si hiciera siglos que no dormía; pero su desaliento superaba al cansancio. Incluso las caricias mecánicas de una róbix le habrían sentado bien, en aquel estado.
—¿Continúa usted, caballero, o va a apearse?
Ahora el tono era más apremiante. Podía tragarse su orgullo y llamar a Zane. Al menos, los robots no aprovechaban las desgracias ajenas para decir: «Ya te lo advertí». Y además, no había que tener en cuenta la posibilidad de que estuvieran durmiendo. Sacó su teléfono de bolsillo y murmuró la clave de Zane.
—¿Continúa usted, caballero, o va a apearse?
La respuesta llegó al instante, en un tono almibarado que le recordó el de la señorita Rubores:
—Le habla el contestador automático. El señor Gort ha salido. Está pronunciando una conferencia en el Club Nocturno de Tejedores de Mentes Metálicas sobre el tema
La antigravedad en la ficción y en la realidad
. Regresará dentro de dos horas. Le habla el contestador…
—¿Continúa usted, caballero, o va a apearse?
Gaspard se apeó y echó a andar, evitando que el vehículo cerrase la concha, oscureciera las ventanillas y pusiera de nuevo el contador en marcha. Tener que pagar un suplemento tras el fracaso como conquistador, habría sido demasiado.
Aunque estaba siempre atestado, aquel gran establo gris convertido en restaurante, el Palabras, rezumaba historia con sus mil fantasmas oscuros y gruñones agazapados al acecho de una muda y pálida alma en pena, bella pero esqueléticamente demacrada.
Esto era bastante lógico, pues el Palabras, así como sus notablemente similares predecesores, había sido testigo de las extravagancias, las chifladuras y las frustraciones de varias generaciones de escritores que no escribían, y había prestado fiel hospitalidad al único sueño que todo escritor, incluso nominal, parece tener: el de que algún día escribirá.
Las apretadas mesas verdes con sus redondos tableros llenos de cicatrices y los taburetes antiguos eran un piadoso recuerdo de la desaparecida bohemia creadora.