—Para ti, quizás —dijo Flaxman, mirando a su socio con cierto asombro y prevención—. ¡Ah! Si son ésos tus gustos, ahora comprendo por qué te estremecías ayer cuando la Ibsen empezó a hacerte carantoñas.
—¡No me lo recuerdes! —suplicó Cullingham, palideciendo.
—No lo haré. Bien, como iba diciendo, esas robotrices fuera de serie de Madame Pneumo pueden ser apropiadas para ti. A cada uno los gustos que prefiera. Pero temo que a mi no me relajarían lo más mínimo. Al contrario, temo que mi nerviosismo empeoraría hasta darme pesadillas de huevos plateados revoloteando en la oscuridad por encima de mi cama, como cuando era niño.
Por segunda vez, la puerta de la oficina se abrió lentamente. La reacción de Flaxman no fue tan violenta corno la primera vez, aunque pareció no menos afectado.
Un hombre robusto, de mejillas azuladas, que vestía un mono de color caqui, les miró desde el umbral y anunció:
—La Compañía de la luz. Inspección rutinaria. Veo que su cerradura electrónica no funciona. Tomo nota.
Sacó un bloc de un bolsillo.
—El robot que repara el ascensor la arreglará —explicó Cullingham, observando pensativamente al hombre.
—No he visto ningún robot cuando subía —replicó el recién llegado—. Si quiere saber mi opinión, son un hatajo de sinvergüenzas. Precisamente anoche despedí a uno de ellos. Se estaba atiborrando de alto voltaje mientras trabajaba. Se marchó cargado de amperios. Mala cosa, los adictos a la electricidad…
Flaxman abrió los ojos.
—Oiga, ¿querría hacerme un gran favor? —inquirió con interés—. Ya sé que es usted inspector, pero no se trata de nada ilegal y sabré recompensarle adecuadamente. ¿Puede arreglar la cerradura electrónica de esa puerta?
—Con mucho gusto —sonrió el hombre—. Voy a buscar mis herramientas —añadió, retrocediendo y cerrando la puerta tras de sí.
—¡Qué raro! —dijo Cullingham—. Ese hombre es la viva imagen de un tal Gil Hart, un espía industrial que conocí hace cinco años. Si no es Gil en persona, debe ser su hermano gemelo.
Flaxman se encogió de hombros.
—¿Qué decías a propósito de los cerebros, Cully? —inquirió.
—No decía nada —respondió Cullingham, afable—, pero aquí está el plan que ideé anoche. Invitaremos a dos o tres de los huevos a la oficina. A Robín no, desde luego. Gaspard puede ayudar a traerlos, pero no debe estar presente durante la entrevista, ni tampoco la enfermera: ejercerían una influencia negativa, Gaspard puede acompañar a la enfermera de regreso a la guardería, o algo por el estilo, mientras nosotros conversamos tranquilamente con ellos. Tengo una idea y creo que les convencerá. Quizá sea penoso para ti, Flaxy, pero cuando no aguantes más puedes salir a dar un paseo y tomarte un descanso mientras yo continúo.
—Supongo que será mejor dejarte llevar a cabo tu plan —dijo Flaxman en tono resignado—. Si no conseguimos originales de esos monstruos, estamos perdidos. Y no será mucho peor para mi tenerles aquí, puestos en sus soportes negros y mirándome, que permanecer aquí sentado recordando las pesadillas…
Ahora la puerta se movió con tanta suavidad y lentitud que ninguno de los dos socios se dio cuenta hasta que estuvo abierta de par en par. Y esta vez Flaxman se limitó a cerrar los ojos, sin evidenciar ningún temblor.
En el umbral había un hombre alto, con una tez de color no mucho más saludable que su traje gris ceniza. Sus ojos hundidos, su rostro estrecho y alargado, sus hombros caídos y su anémico tórax le daban el aspecto de una cobra recién salida del cesto de un faquir.
Cullingham preguntó:
—¿Qué se le ofrece, señor?
Sin abrir los ojos, Flaxman añadió cansinamente:
—Si vende usted electricidad, no nos interesa.
El hombre del traje gris sonrió levemente. Lo cual aumentó su parecido con una cobra. Sin embargo, lo único que dijo fue:
—No. Sólo quería echar una ojeada. Como he visto el edificio abierto y vacío, creí que estaba en venta.
—¿No se ha encontrado con los electricistas trabajando fuera? —inquirió Cullingham.
—Fuera no hay ningún electricista trabajando —respondió el recién llegado—. Bien, caballeros, me marcho. Dentro de dos días les pasaré mi oferta.
—Aquí no hay nada en venta —le informó Flaxman.
El hombre sonrió.
—Les haré saber mi oferta de todos modos —dijo—. Soy una persona muy perseverante, y temo que tendrán ocasión de comprobarlo.
—¿Quién es usted? —preguntó Flaxman.
El hombre del traje gris sonrió por tercera vez mientras cerraba suavemente la puerta tras de sí, diciendo:
—Mis amigos me llaman a veces «El Garrote», quizá por mi tenaz perseverancia.
—¡Qué raro! —exclamó Cullingham, cuando la puerta acabó de cerrarse—. Ese hombre también me recuerda a alguien. Pero ¿a quién? Tiene cara de Cristo siciliano… Desconcertante.
—¿Qué es un garrote? —preguntó Plasman.
—Una argolla de acero —respondió fríamente Cullingham— con un tornillo para romper el cuello. Un simpático invento de los antiguos españoles. Sin embargo, garrote también puede significar simplemente dogal.
Mientras pronunciaba las últimas palabras, enarcó las cejas. Los dos socios se miraron.
La canción de Robert Schumann
No me quejaré
comunica una impresión de terrible y gloriosa soledad con sus imágenes teutónicas de amores perdidos, fulgores de diamantes y serpientes enroscadas alimentándose de corazones helados en una noche eterna; pero resulta más impresionante aún cuando es cantada con discordancias extrañamente armoniosas por un coro de veintisiete cerebros enlatados.
Mientras se pagaba el eco del último
nicht
, Gaspard de la Nuit aplaudió cortésmente. Ahora llevaba el pelo cortado a cepillo, y las magulladuras de su rostro habían adquirido un tono púrpura verdoso. Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno.
La enfermera Bishop iba de un lado a otro de la guardería desconectando altavoces con rapidez de ardilla, aunque no tanta que dejara de oírse un coro de silbidos y piropos procedentes de los huevos.
Cuando regresó, Gaspard dijo atusándose un rizo imaginario:
—Esto parece un dormitorio de colegiales.
—Apague ese cigarrillo, aquí no puede fumar. Sí, tiene razón. Son como una pandilla de niños caprichosos y pendencieros. A veces, dos de ellos se niegan a ser conectados el uno al otro, y se pasan así semanas enteras. Vituperios, quejas, celos…, que si hablo más con Media Pinta que con los demás porque es mi favorito, que si me olvido de conectar la visión–escucha de Novato, que si no coloco el ojo–cámara de Grandullón exactamente donde él quiere, que si me retraso dos minutos y diecisiete segundos en darle a Peluquín su baño audiovisual, que es un chorro de color y sonido supuestamente destinado a tonificar sus zonas sensoriales, aunque nosotros no podamos oírlo ni verlo, a Dios gracias. Media Pinta dice que es como un Niágara de soles. Son muy caprichosos, desde luego. A veces, uno de ellos no dice una sola palabra durante un mes, y tengo que mimarle y hacerle carantoñas, o fingir que me tiene sin cuidado, lo cual resulta más difícil pero funciona mejor a largo plazo. Tienen una asombrosa capacidad de imitación. Cuando a uno de ellos se le ocurre algún nuevo modo de comportarse estúpidamente, en un abrir y cerrar de ojos todos los demás empiezan a imitarle. Es como tener una familia de genios mongólicos. La señorita Jackson, que es muy aficionada a la historia, les llama «los treinta tiranos» en recuerdo de los que dominaron Atenas en una época determinada. Son una verdadera lata. A veces pienso que no haré en toda mi vida sino cambiar fontanelas.
—Como si dijera pañales —dijo Gaspard.
—Usted se lo toma a broma —replicó la enfermera Bishop—, pero yo le aseguro que algunos días, cuando ha habido mucho jaleo en la guardería, esas fontanelas huelen mal. El doctor Krantz dice que son imaginaciones mías, pero mi olfato no me engaña. Una se vuelve hipersensible trabajando aquí. Y también intuitiva, aunque nunca estoy segura y a veces no son más que aprensiones. Ahora mismo ando preocupada pensando en los tres mocosos que están en la Rocket House.
—¿Por qué? Flaxman y Cullingham parecen bastante responsables, aunque dejen mucho que desear como editores. Además, Zane Gort está con ellos. Y él es de toda confianza.
—Eso dice usted. En mis libros, la mayoría de robots son unos cabezotas. Nunca están disponibles cuando se les necesita, y siempre encuentran una explicación lógica para sus extravagancias. Las róbix son más formales. ¡Bah! Supongo que Zane Gort es un buen elemento. Lo que pasa es que estoy un poco nerviosa.
—¿Teme que presionen demasiado a los cerebros, o que les asusten?
—Temo más bien que ellos cometan alguna travesura y fastidien a alguien hasta hacerle perder los estribos. Cuando se está con ellos como yo, a menudo dan ganas de cogerlos y estrellarlos contra la pared. La plantilla de empleados es muy reducida: somos cuatro enfermeras incluyéndome a mí, más la señorita Jackson, el doctor Krantz, que sólo viene dos veces por semana, y Zangwell, que no es precisamente un empleado modelo.
—No me cuesta creer que tenga usted los nervios alterados —dijo Gaspard secamente—. Ayer me lo demostró.
La enfermera Bishop sonrió.
—Anoche le fastidié, ¿verdad? Hice cuanto pude para destrozar su orgullo masculino y estropearle el sueño.
Gaspard se encogió de hombros.
—Esto último habría ocurrido probablemente de todos modos, querida enfermera Bishop —dijo—. No tenía nada nuevo para leer, y sin lectura soy hombre al agua y duermo poco y mal. Pero lo que usted dijo acerca del sexo… —Se interrumpió, mirando a los silenciosos huevos plateados—. Dígame, ¿pueden oír lo que estamos diciendo? —preguntó, bajando la voz.
—Claro que pueden oírlo —respondió la enfermera Bishop, en tono desafiante—. La mayoría de ellos tienen conectada la visión–escucha. No querrá que los desenchufe y los deje a oscuras sólo para que usted pueda sentirse a sus anchas… Han de estar desenchufados cinco horas al día, de todos modos. Se supone que para dormir, aunque ellos me han jurado que no duermen nunca; lo máximo que conocen es lo que llaman un «oscuro sopor». Han descubierto que la conciencia nunca se apaga del todo, contra lo que creen los humanos esclavos de su cuerpo. Diga lo que se le ocurra, Gaspard, y olvídese de ellos.
—Sin embargo… —dijo Gaspard, mirando de nuevo a su alrededor, indeciso.
—Me importa un bledo lo que me oigan decir a mi —dijo la enfermera Bishop, y luego gritó—: ¿Habéis oído eso, pandilla de viejos degenerados y de peludas lesbianas?
—¡Hola! ¡Aquí estoy!
—¡Zane Gort! ¿Quién le ha dejado entrar? —preguntó la enfermera Bishop, volviéndose hacia el robot.
—El anciano caballero de la recepción —respondió Zane con dignidad.
—¿Quiere decir que ha hipnotizado a Zangwell para sonsacarle la combinación mientras él yacía allí, roncando y apestando el aire siete metros a la redonda? Debe ser estupendo haber nacido robot… sin olfato. ¿O acaso lo tiene?
—No, salvo para algunos productos químicos muy fuertes que podrían estropear mis transistores. En efecto, es realmente maravilloso ser un robot y estar vivo hoy —admitió Zane.
—¡Eh! Le hacíamos en la Rocket House cuidando de Media Pinta, de Nick y de Doble Nick —dijo la enfermera Bishop.
—Es cierto que se lo prometí —respondió Zane—, pero el señor Cullingham dijo que yo ejercía una influencia negativa sobre la conversación, conque le pedí a la señorita Rubores que ocupara mi puesto.
—Algo es algo —dijo la enfermera Bishop—. La señorita Rubores parece sensata y competente, a pesar de su pequeña crisis nerviosa de ayer.
—Celebro que piense eso. Quiero decir, que le guste la señorita Rubores —declaró Zane—. Enfermera Bishop, ¿Podría yo…? ¿Querría usted…?
—¿En qué puedo servirle, Zane?
Zane titubeó.
—Enfermera Bishop, me gustaría pedirle consejo en un asunto más bien personal.
—Adelante. Aunque no veo qué valor puede tener mi consejo en un asunto personal. No soy ningún robot, y estoy avergonzada de lo poco que sé acerca de ellos.
—Lo comprendo —dijo Zane—, pero usted me inspira confianza por su sentido común, por su afición a ir directamente al grano de un asunto. Eso es muy poco frecuente, créame, en los hombres de carne y en los de metal…, y también en las mujeres. Y los problemas personales tienden a parecerse notablemente en todos los seres inteligentes o casi inteligentes, orgánicos o inorgánicos. Mi problema es
muy
personal, dicho sea de paso.
—¿Debo salir, vieja batería? —preguntó Gaspard.
—Por favor, quédate, vieja glándula. Es posible que usted, enfermera Bishop, haya observado el interés que me inspira la señorita Rubores.
—Una criatura atractiva —comentó la enfermera Bishop sin vacilar—. Generaciones de mujeres de carne y hueso habrían vendido sus almas por una cintura de avispa y unas curvas tan suaves como las suyas.
—Es cierto. Tal vez sea demasiado atractiva…, aunque eso no es problema para mí. Lo que me preocupa no es el aspecto físico, sino lo relativo a la compenetración espiritual. Estoy seguro de que habrá notado que la señorita Rubores es un poco…, bueno, dejémonos de eufemismos, es completamente estúpida. AI principio lo atribuí a la impresión que recibió cuando fue vergonzosamente atacada durante la revuelta, pero ahora temo que su estupidez sea congénita. Por ejemplo, me dijo que se había aburrido como una ostra en la conferencia sobre la antigravedad que pronuncié anoche en un club de robots, Y es muy puritana, cosa hasta cierto punto lógica dada la profesión para la cual fue construida… Pero el puritanismo limita los horizontes intelectuales y resulta insoportable, aunque la gazmoñería no deja de tener un peligroso encanto. De modo que mi problema es: físicamente me atrae, pero nos separa un abismo mental. Señorita Bishop, usted es mujer y yo le agradecería muchísimo que me diera su opinión. ¿Hasta dónde cree que debería llegar con esa encantadora róbix?
La enfermera Bishop le miró fijamente.
—Bien; voy a ser una confidente de hojalata —dijo.
La enfermera Bishop levantó la mano.
—Discúlpeme, Zane, se lo ruego —dijo—. No he pretendido hacerme la graciosa. Usted me ha sorprendido por unos momentos. Procuraré contestar a su pregunta. Pero antes debe decirme hasta dónde suelen llegar normalmente los robots entre sí. No, no; hablo completamente en serio, palabra. No estoy demasiado segura de mis conocimientos en ese sentido. Al fin y al cabo, ustedes no sólo son una especie distinta, sino además una especie artificial, capaz de evolucionar por innovación y perfeccionamiento, lo cual les hace difíciles de entender. Además, desde las famosas revueltas, hombres y robots han respetado a tal punto sus respectivas vidas privadas, temiendo echar a perder la actual coexistencia pacífica, que el foso de la ignorancia ha ido ensanchándose. Desde luego sé que existen dos géneros, robot y róbix, y que los dos sexos encuentran algún tipo de consuelo entre sí, pero más allá de eso no sé nada.