Gertrude Colette Sand sacó la lengua por entre los dientes y escribió trabajosamente: «Sí, sí, sí, sí, Sí! —dijo ella».
Wolgang Friedrich von Wassermann gimió con angustia cósmica y anotó: «Érase una vez…».
Nada más.
Entre tanto, el intendente general de la Infantería del Espacio ordenó al furriel del planeta Plutón que racionara los libros impresos o grabados en cinta magnética; todo hacía suponer, radió, que el siguiente embarque sólo incluiría lectura normal para tres meses, en vez de para cuatro años.
Las entregas de nuevos títulos a los quioscos terráqueos fueron reducidas en un cincuenta, y luego en un noventa por ciento, para alargar la pequeña reserva de novelas aún sin distribuir. Las amas de casa consumidoras de un libro al día telefonearon a alcaldes y congresistas. Los primeros ministros, acostumbrados a leerse una novela policíaca por noche (y, con frecuencia, a extraer de ellas astutas ideas de estadista), contemplaban llenos de pánico el desarrollo de los acontecimientos. Un muchacho de trece años se suicidó «porque los relatos de aventuras son mi único placer y ahora dejarán de publicarse».
Los programas de televisión y las películas tuvieron que ser restringidos en la misma proporción que los libros, dado que también dependían de las máquinas redactoras para sus guiones. El aparato de distracción más reciente del mundo, la Máquina–Poema–de–Éxtasis–Multisensorial, que había superado ya la fase de planificación, no llegó a ser fabricado.
Los expertos en electrónica y los ingenieros cibernéticos informaron confidencialmente, tras un estudio preliminar, que tardarían de diez a catorce meses en tener a punto nuevas máquinas de redactar, y sugirieron que un estudio más detenido podría traducirse en un informe todavía más pesimista. Subrayaron que las primitivas máquinas de redactar habían sido diseñadas minuciosamente gracias a excelentes escritores humanos, cuyos análisis psicoanalíticos en profundidad habían proporcionado el contenido de los bancos de memoria. Y ¿dónde podrían encontrarse hoy escritores como aquéllos? Incluso los países con otras lenguas dependían casi por entero de traducciones del mecalingua anglonorteamericano para cubrir sus demandas de Literatura.
El engreído gobierno laborista de Angloamérica comprobó demasiado tarde que, si bien los editores habían sido obligados a hincar la rodilla, no tardarían en verse imposibilitados para atender al pago de las nóminas, y dejarían en paro a los veinte mil jóvenes de trece a diecinueve años que el Departamento de Población había planeado endosar a aquéllos como mecánicos semiespecializados.
Además, la relativa estabilidad social del Sistema Solar no tardaría en verse alterada, por falta de novedades en literatura de evasión.
El gobierno apeló a los editores, los editores a los escritores…, al menos para que inventaran nuevos títulos bajo los cuales reeditar algunos libros antiguos —aunque los psicólogos consultados advirtieron que, contra lo que opinaban los cínicos, aquella medida de urgencia no daría resultado—. Por algún motivo desconocido, el libro que producía gran deleite al ser leído por primera vez, era susceptible de causar fuerte irritación nerviosa a la segunda lectura.
Los proyectos de reeditar novelas clásicas del siglo xx y de épocas aún más primitivas fueron alentados ávidamente por algunos idealistas y otros chiflados, pero tropezaron con la irrefutable objeción de que los lectores, acostumbrados desde la infancia al mecalingua, encontrarían los libros de la época anterior a las máquinas redactoras (por excitantes e incluso atrevidos que hubieran resultado entonces) insoportablemente aburridos; o mejor dicho, por completo ininteligibles. La descabellada sugerencia de un despistado humanista, diciendo que todo pasaba porque el propio mecalingua era absolutamente ininteligible —un opio verbal carente de todo significado y que, en consecuencia, incapacitaba para la lectura de textos con cierto contenido— no fue tenida en cuenta, naturalmente.
Los editores prometieron a los escritores una amnistía total por sus desmanes, lavabos separados de los que usaban los robots y un aumento salarial del diecisiete por ciento si podían producir manuscritos de calidad equiparable a los de una máquina redactora del modelo más sencillo: la Plagiadora Hanover Mark I.
Los escritores volvieron a cruzarse de piernas en sus círculos, enlazaron las manos, contemplaron mutuamente sus pálidos rostros y se concentraron con más afán que nunca.
Nada.
La Rocket House se alza al final del Paseo de la Lectoría, lejos del punto donde la Calle del Sueño cambia su nombre por el de Callejón dela Pesadilla.
Antes de cinco minutos, desde que decidieron buscar ayuda y explicaciones en aquel lugar, Gaspard de la Nuit y Zane Gort subían con su camilla y su esbelta carga rosada por una escalera mecánica averiada. Gaspard iba ahora delante y Zane detrás, corriendo a cargo del robot el pesado trabajo de sostener la camilla por encima de su cabeza para que la señorita Rubores permaneciera en posición horizontal.
—Me parece que hemos hecho el viaje inútilmente —dijo Gaspard—. El corte de corriente ha alcanzado a esta zona. Desde luego, a juzgar por los destrozos de la planta baja, los escritores han estado aquí.
—Animo, socio —respondió Zane en tono optimista—. Si mal no recuerdo, la parte alta del edificio depende de otra central.
Gaspard se detuvo ante una puerta de aspecto vulgar y donde se leía «Flaxman», y debajo, «Cullingham». Dobló la rodilla derecha hacia arriba y apretó un pulsador situado a la altura de su cintura. Al ver que no ocurría nada golpeó furiosamente la puerta con la planta del pie. Se abrió de par en par, revelando una oficina amplia y amueblada con lujosa sencillez. Detrás de un doble escritorio, que era como dos medias lunas unidas —semejaba el arco de Cupido—, estaban sentados un hombre bajito y moreno, con ancha sonrisa de enérgica eficacia, y un hombre alto y rubio con leve sonrisa de eficacia deteriorada. Parecían disfrutar de una tranquila conversación. Extraña ocupación, pensó Gaspard, para dos hombres que probablemente acababan de sufrir un serio descalabro comercial. Ellos se volvieron hacia los recién llegados con cierta sorpresa —el hombre bajito y moreno se sobresaltó un poco—, pero sin dar muestras de disgusto.
Gaspard entró en la oficina sin pronunciar palabra. A una señal del robot, dejaron suavemente la camilla en el suelo.
—¿Crees que podrás cuidar de ella ahora, Zane? —preguntó Gaspard.
El robot, tras aplicar sus pinzas a un enchufe de la pared, asintió.
—Por fin tenemos electricidad —dijo—. Es lo único que necesito.
Gaspard se acercó al doble escritorio. Mientras recorría aquella corta distancia recordó las impresiones de las últimas dos horas: los vociferantes escritores, los insultos de Eloísa, los petardos de Hornero y el puñetazo del gran gaznápiro. Y, por encima de todo, el hedor de libros quemados y de máquinas redactoras voladas con cargas explosivas. El resultado fue un tipo de emoción con el que no estaba familiarizado: la rabia. Aquello le pareció a Gaspard el combustible que había buscado toda su vida. Apoyó firmemente las palmas de las manos sobre el extravagante escritorio e inquirió con voz que distaba mucho de ser amistosa:
—¿Y bien?
—¿Y bien qué, Gaspard? —preguntó a su vez el hombre bajito y moreno, con aire distraído. Estaba garabateando sobre una hoja de papel gris plata, llenándolo de óvalos de bordes muy negros, algunos de ellos adornados con rizos y lazos como huevos de Pascua.
—Quiero decir que dónde estaban ustedes cuando esos hombres destrozaron las máquinas de redactar. —Gaspard dio un puñetazo en el escritorio. El hombre bajito y moreno se sobresaltó de nuevo, aunque no demasiado. Gaspard continuó:
—Mire, señor Flaxman. Usted y el señor Cullingham —señaló con un gesto al hombre alto y rubio— son la Rocket House. Para mí, eso significa algo más que propiedad o poder, significa responsabilidad, lealtad. ¿Por qué no estaban allí, luchando para salvar sus máquinas? ¿Por qué nos dejaron esa tarea a un robot leal y a mí?
Flaxman se echó a reír cordialmente.
—¿Por qué estaba usted allí, Gaspard? De nuestra parte, quiero decir… Ha sido muy amable y todo eso, ¡gracias! Pero me parece que ha actuado contra lo que su sindicato considera más beneficioso para su profesión.
—¡Profesión! —exclamó Gaspard, como si escupiera la palabra—. ¡Sinceramente, señor Flaxman, no comprendo que honre usted con el nombre de profesionales a esa pandilla de ratas, ni que se muestre tan magnánimo con ellos!
—Vaya, vaya, Gaspard… ¿Dónde está su propia lealtad? Me refiero a la de melenudo a melenudo.
Con un gesto brusco, Gaspard se apartó de la frente unos mechones oscuros y rizados.
—Cambie el disco, señor Flaxman. Sí, llevo el pelo largo, por lo mismo que llevo este hábito de monje italiano. Todo forma parte del trabajo, figura en mi contrato. Es lo que un escritor debe hacer; también por eso he cambiado mi nombre por el de Gaspard Delanuy. Pero no me engaño y no me considero un genio literario. Supongo que soy un tipo raro, un traidor a mi Sindicato, si usted quiere. Tal vez sepa que me llaman Gaspard el Chiflado. Lo cierto es que procuro atenerme a la realidad, y la realidad es que soy un simple apretatuercas, un mecánico y nada más.
—Gaspard, ¿qué le ha ocurrido? —inquirió Flaxman con asombro—. Siempre le había considerado como un escritor normalmente pedante y feliz, no más inteligente que la mayoría, pero mucho más satisfecho… Y aquí está usted perorando como un fanático. Estoy ligeramente desconcertado.
—Pensándolo bien, yo también estoy desconcertado —convino Gaspard—. Supongo que por primera vez en mi vida he empezado a preguntarme lo que realmente me gusta y lo que no me gusta. Pero sé una cosa: ¡no soy escritor!
—Eso es lo más extraño —comentó Flaxman, animado—. Más de una vez le he dicho al señor Cullingham que, en su contraportada estéreo con la señorita Frisky Trisket, tenía usted más aspecto de escritor que muchas luminarias literarias de los últimos tiempos, más incluso que el propio Hornero Hemingway. Desde luego, no alcanza usted la fuerza emocional de la cabeza rapada de Hornero…
—¡Ni tampoco la debilidad intelectual de su trasero chamuscado! —exclamó Gaspard, palpando el chichón de su mandíbula—. ¡Ese gaznápiro es todo músculo!
—No subestime las cabezas afeitadas, Gaspard —intervino Cullingham, sin levantar la voz pero en tono incisivo—. Buda llevaba la cabeza rapada.
—Buda… y también Yul Brynner —gruñó Flaxman—. Cuando lleve usted en este negocio tanto tiempo como yo…
—¡Al diablo con el aspecto de los escritores! ¡Al diablo con los escritores! —Gaspard hizo una pausa después de aquel estallido, y su voz se suavizó—. Pero entérese bien, señor Flaxman: yo quería de veras a las máquinas redactoras. Me beneficiaba con su producción, desde luego, pero las quería por ellas mismas. Usted, señor Flaxman, era propietario de varias. ¿Alguna vez se dio cuenta de que cada una de esas máquinas redactoras era única, un Shakespeare inmortal, algo inimitable, y de que ése era el motivo por el que no se ha construido ninguna en los últimos sesenta años? No había que hacer otra cosa sino añadir a sus bancos de memoria las palabras nuevas, a medida que aparecían en el lenguaje, alimentarla con la trama de un libro debidamente estandarizado y luego apretar un botón para ponerla en marcha. Me pregunto cuántas personas se habrán dado cuenta de eso. Bien… no tardarán en descubrirlo cuando intenten construir una máquina de redactar sin que haya nadie que comprenda el aspecto creativo del problema, sin un verdadero escritor. Esta mañana había quinientas máquinas de redactar en el Paseo de la Lectoría, y ahora no queda ni una en todo el Sistema Solar. ¡Podían haberse salvado tres, pero ustedes no quisieron arriesgar sus pellejos! Quinientos Shakespeares fueron asesinados mientras ustedes permanecían sentados aquí, charlando. Quinientos genios literarios inmortales, únicos y absolutamente autosuficientes…
Se interrumpió al ver que Cullingham se reía de él, con una risa convulsiva que aumentaba de tono histéricamente.
—¿Se burla usted de la grandeza? —inquirió desconcertado Gaspard.
—¡No! —consiguió articular Cullingham—. Es que no puedo contener mi admiración ante un hombre capaz de atribuir a la destrucción de unas cuantas máquinas de escribir gigantes, neurasténicamente creativas, toda la grandeza del
Crepúsculo de los dioses
.
—Gaspard —continuó la mitad más alta y más delgada de la Rocket House cuando logró dominarse—, es usted sin duda alguna el idealista más despistado que se haya colado en un sindicato conservador. Atengámonos a los hechos: las máquinas redactoras ni siquiera eran robots, no estaban vivas; hablar de asesinato es simple poesía. Fueron construidas por hombres y eran dirigidas por hombres. Sus arcanos eléctricos eran supervisados por hombres, yo mismo entre ellos, lo mismo que los escritores antiguos debían dirigir las actividades de sus propias mentes…, generalmente de un modo bastante ineficaz.
—Bueno, aquellos hombres tenían al menos mentes subconscientes —dijo Gaspard—. No estoy seguro de que las tengamos ahora. Desde luego, no son lo bastante fértiles como para diseñar nuevas máquinas de redactar y llenar sus bancos de memoria.
—Sin embargo, es un punto muy interesante —insistió Cullingham suavemente—, y conviene no perderlo de vista, al margen de los recursos que podamos arbitrar para hacer frente a la crisis literaria que se avecina. Muchas personas creen que las máquinas de redactar fueron inventadas y adoptadas por los editores porque la mente de un solo escritor ya no podía contener la enorme cantidad de materia prima necesaria para producir una obra de ficción convincente, puesto que el mundo y la sociedad humana habían llegado a ser demasiado complejos para que los comprendiera una sola persona. ¡Tonterías! Las máquinas redactoras fueron adoptadas porque eran más rentables desde el punto de vista editorial.
»A fines del siglo XX, casi todas las novelas eran escritas por un reducido número de editores importantes. Me refiero a que ellos proporcionaban los temas, las estructuras, los tratamientos estilísticos, los efectos clave; y los escritores se limitaban a poner el material de relleno. Naturalmente, una máquina que pudiera ser instalada en un lugar fijo era muchísimo más rentable que una bandada de escritores galopando de un lado a otro, cambiando de editores, organizándose en sindicatos y gremios, exigiendo porcentajes más elevados, teniendo neurosis y coches deportivos, amantes e hijos neuróticos, creando continuos problemas e incluso tratando de introducir absurdas ideas propias en las perfectas sugerencias narrativas del editor.