—¡Quita eso de ahí, por Dios! —exclamó Mallory nervioso—. Y vámonos de aquí en seguida. ¡Ya han cortado media circunferencia de la puerta!
Cinco minutos después, Miller estaba a salvo. Había resultado facilísimo deslizarse por la cuerda en ángulo de cuarenta y cinco grados hasta donde Brown les esperaba. Mallory echó una última mirada a la cueva, y frunció la boca. Se preguntó cuántos soldados servirían piezas y polvorín en acción. Una cosa era segura, desde luego, y era que los pobres imbéciles no se darían cuenta de nada. Y luego, por enésima vez, pensó en todos los hombres de Kheros y en los destructores, y sus labios se contrajeron al apartar la vista. Sin volver a mirar, se deslizó por el borde y se perdió en la noche. Estaba a media distancia, en el punto más bajo de la curva descrita por la cuerda, y a punto de empezar a ascender, cuando llegó a sus oídos el seco tableteo de las ametralladoras que disparaban directamente sobre su cabeza.
Fue Miller quien le ayudó a subir la barandilla del balcón, un Miller aprensivo que no cesaba de mirar por encima del hombro hacia el lugar de donde provenían los disparos. Y el fuego más concentrado venía, observó Mallory con desaliento, de su propio lado, del oeste de la plaza, tres o cuatro casas más allá. Habían cortado su ruta de escape.
—¡Vamos, jefe! —exclamó Miller apremiante—. Alejémonos de este sitio. Esto se pone demasiado peligroso.
Con un brusco movimiento de cabeza Mallory señaló el lugar de donde procedían los disparos.
—¿Quién está allí? —preguntó con rapidez.
—Una patrulla alemana.
—Entonces, ¿cómo diablos vamos a poder escaparnos? —preguntó Mallory—. ¿Dónde está Andrea?
—Al otro lado de la plaza, jefe. Es a él a quien disparan esos pájaros.
—¡Al otro lado de la plaza! —Consultó su reloj—. ¡Cielo santo! ¿Y qué está haciendo allí? ¿Por qué le dejaste irse?
—Yo no lo dejé, jefe —contestó Miller con cuidado—. Ya se había ido cuando llegué. Al parecer, Brown vio una nutrida patrulla efectuando un registro en todas las casas de la plaza. Empezaron por el lado opuesto, y registraban dos o tres casas a la vez. Andrea, que ya había vuelto, juzgó que registrarían todas las casas situadas alrededor de la plaza y que estarían aquí en dos o tres minutos, y se fue corriendo por los tejados como si fuera un murciélago.
—A distraerlos, ¿eh? —Mallory se hallaba ya al lado de Louki, mirando por la ventana—. ¡Qué loco! ¡Ahora sí que le matarán con toda seguridad! ¡Está lleno de soldados por todas partes! Además, no se dejarán engañar por segunda vez. Los engañó una vez en el monte, y los alemanes…
—No sé qué decirle, jefe —le interrumpió Brown excitado—. Andrea acaba de apagar de un tiro el reflector de su lado. Creerán con toda seguridad que vamos a saltar por el muro y…, ¡mire, señor, mire! ¡Allá van! —Brown bailaba de excitación, olvidando el dolor de la pierna herida—. ¡Lo ha conseguido, señor, lo ha conseguido!
Y Mallory vio que, en efecto, la patrulla había abandonado su refugio de la casa a su derecha y atravesaba la plaza abriendo su formación, repiqueteando con sus pesadas botas en los adoquines de la plaza, tropezando, cayendo, irguiéndose de nuevo, al resbalar en la superficie de los mojados y desiguales adoquines.
Al mismo tiempo, observó las linternas parpadeando por los tejados de las casas de enfrente, las vagas formas de los soldados agachándose para evitar ser vistos y dirigiéndose rápidamente hacia el lugar donde había estado Andrea cuando destrozó el ojo ciclópeo del reflector.
—Le atacarán por todas partes. —Mallory habló con bastante calma, pero sus uñas se hundían en las palmas de las manos. Durante unos segundos permaneció completamente inmóvil. Después se agachó y cogió un
Schmeisser
del suelo—. No puede salvarse. Voy a ayudarle. —Se volvió bruscamente, y se detuvo con la misma brusquedad. Miller le cerró el paso hacia la puerta.
—Andrea dejó dicho que le dejáramos solo, que ya saldría del paso. —Miller se mostraba sereno, muy respetuoso—. Dijo que no fuese nadie en su ayuda.
—No trates de detenerme, Dusty. —Mallory habló con una tranquilidad casi mecánica. Apenas se daba cuenta de que Dusty Miller estaba delante. Sólo sabía que tenía que salir al instante, y acudir al lado de Andrea para ayudarle en lo que pudiera. Habían estado juntos demasiado tiempo, le debía demasiado al sonriente griego para abandonarle con tanta facilidad. No podía recordar el número de veces que Andrea había acudido en su ayuda, y más de una vez cuando ya había perdido toda esperanza de salvación… Apoyó la mano en el pecho de Miller para apartarlo.
—Sólo le servirá de estorbo, jefe —dijo Miller precipitadamente—. Eso es lo que usted dijo…
Mallory le apartó y se dirigió a la puerta. Levantó el puño disponiéndose a descargarle sobre quien fuese al sentir que unas manos se cerraban en torno a su brazo. Se contuvo a tiempo, y vio ante sí el rostro preocupado de Louki.
—El americano tiene razón —insistió Louki—. No debe usted salir. Él dijo que usted nos llevaría al puerto.
—Vayan ustedes solos —dijo Mallory con brusquedad—. Saben el camino, conocen los planes.
—Usted nos dejaría ir a todos, vamos…
—Dejaría irse a todo el mundo, si pudiera ayudarle. —La voz del neozelandés reflejaba la más absoluta sinceridad—. Andrea no me abandonaría jamás.
—Pero usted a él, sí —dijo Louki tranquilamente—. ¿Es así, mayor Mallory?
—¿Qué diablos quiere usted decir?
—No haciendo lo que él desea. Puede estar herido, incluso muerto, y si va usted tras él y también le matan, todo habrá sido inútil, y Andrea moriría en vano. ¿Es así como usted quiere corresponder a su amigo?
—Bueno, bueno, ustedes ganan —dijo Mallory irritado.
—Eso es lo que Andrea hubiera deseado —murmuró Louki—. Actuando de otro modo, usted…
—¡Basta de sermones! De acuerdo, señores, pongámonos en camino. —Volvía a recuperar la serenidad, el aplomo, el primitivo deseo de salir a matar con frialdad—. Tomaremos el camino alto… por los tejados. Coged la ceniza de esta cocina y frotaos las manos y el rostro con ella. Que no se os vea nada blanco por ningún lado. ¡Y permaneced en silencio!
La marcha, que duró unos cinco minutos, hacia el muro del puerto —una marcha hecha en el más completo de los silencios, pues Mallory acallaba incluso el comienzo de un susurro— se llevó a cabo sin novedad. No sólo no encontraron soldados, sino que no vieron a nadie. Los habitantes de Navarone observaban juiciosamente la queda, y las calles se hallaban desiertas por completo. Andrea se los había llevado a todos tras de sí. Ya Mallory empezaba a temer que los alemanes lo hubieran cogido, cuando al llegar a la orilla del puerto, volvió a oír disparos, esta vez bastante más lejos, al noroeste del pueblo, en la parte posterior de la fortaleza.
Mallory se hallaba en el muro inferior sobre el muelle; miró a sus compañeros, y luego dirigió la mirada sobre la aceitosa oscuridad del agua. A través de la espesa cortina de agua, apenas podía distinguir, a derecha e izquierda, las vagas formas de los caiques amarrados al muro. Pero nada más.
—Bueno, me parece que no podemos mojarnos más de lo que estamos —observó. Se volvió hacia Louki, e interrumpió lo que el griego estaba tratando de decir acerca de Andrea—. ¿Cree que podrá encontrarla en la oscuridad? —Se refería a la lancha particular del comandante, una nave de diez toneladas y treinta y seis pies de eslora, amarrada siempre a una boya, a unos cien pies de la orilla. Louki había dicho que el maquinista, que hacía también de centinela, dormía a bordo.
—Hágase el efecto de que ya estoy allí —dijo Louki presumiendo—. Véndeme los ojos y…
—Bueno, bueno —dijo Mallory rápidamente—. Acepto su palabra. ¿Me quieres dejar tu gorra, Casey?
Metió la pistola en la gorra, se la caló en la cabeza, se deslizó cuidadosamente hasta el agua, y comenzó a nadar al lado de Louki.
—El maquinista —murmuró Louki—. Creo que estará despierto, mayor.
—Yo también lo creo —dijo Mallory. Volvió a oírse un tableteo de metralletas, y el latigazo, más grave, de un máuser—. Y seguramente lo estarán todos los habitantes de Navarone, a no ser que estén muertos o sordos. Quédese atrás tan pronto se vea la lancha. Y avance cuando yo le avise.
—Ahora la veo —susurró Louki.
La borrosa silueta flotaba a menos de quince yardas de distancia. Mallory se fue acercando a ella silenciosamente hasta que vio la vaga forma de un hombre a popa, detrás de la escotilla de la sala de máquinas. Estaba inmóvil, mirando hacia la fortaleza y la parte alta del pueblo. Mallory fue rodeando hacia popa hasta colocarse a espaldas del hombre. Se quitó la gorra cuidadosamente, sacó la pistola, y se cogió a la borda con la mano izquierda. Estaba seguro de no fallar el tiro a siete pies de distancia, pero no podía matar a aquel hombre. Al menos, en aquel momento. Las barandillas eran casi de adorno, de unas dieciocho pulgadas de altura a lo sumo, y la caída de un hombre al agua pondría en guardia los emplazamientos de la boca del puerto.
—¡Si te mueves, te mato! —dijo Mallory suavemente en alemán. El hombre se puso rígido. Mallory vio que tenía un fusil en la mano—. Pon el fusil en el suelo y no te vuelvas.
El hombre obedeció de nuevo, y Mallory subió a bordo en unos segundos, sin perderlo de vista ni apartar la pistola de su espalda. Avanzó sin hacer ruido, y le asestó un golpe con la pistola. Antes de que pudiera caer al agua, lo cogió y lo depositó cuidadosamente en la cubierta. Tres minutos después los demás estaban a bordo también.
Mallory siguió al cojitranco Brown a la sala de máquinas, vio cómo se encendía su linterna, lo miró todo con ojos de profesional y se quedó contemplando el grande y brillante Diesel de seis cilindros en línea.
—Esto es —dijo Brown con reverencia— lo que se llama un motor. ¡Estupendo! Funciona con cualquier número de cilindros que uno quiera. Conozco el tipo, señor.
—Nunca lo dudé. ¿Puedes encender, Casey?
—Permítame que eche un vistazo primero, señor. —Brown poseía toda la tranquilidad del maquinista de nacimiento. Lenta y metódicamente, pasó el haz de su linterna por todo el interior, dio gas y se volvió a Mallory—. Doble control, señor. Podemos dirigirla desde arriba.
Sometió la timonera a la misma minuciosa inspección, mientras Mallory esperaba impacientemente. La lluvia comenzaba a disminuir, aunque poco, pero lo suficiente para permitirle ver la vaga silueta de la entrada del puerto. Mallory pensó por enésima vez si los centinelas habrían sido avisados de la posibilidad de un intento de fuga en lancha. Parecía improbable. A juzgar por el barullo que Andrea armaba, los alemanes creerían que en lo que menos podían pensar era en la huida…
Se inclinó hacia delante, y tocó a Brown en el hombro.
—Las once y veinte, Casey —murmuró—. Si los destructores se presentan temprano, nos encontrarán con mil toneladas de roca desplomándose sobre nuestras cabezas.
—Ya está listo, señor —anunció Brown, señalando el tablero indicador bajo el mamparo—. Es facilísimo.
—Me alegro de que pienses así —murmuró Mallory con fervor—. Ponla en marcha. Con lentitud y suavidad.
Brown tosió para disimular.
—Aún estamos amarrados a la boya. Y no estaría de más echar un vistazo a los cañones fijos, a los reflectores, a las luces de señales y a la situación de los chalecos salvavidas y las boyas. Es bastante útil saber dónde están estas cosas —terminó diciendo.
Mallory rió por lo bajo y le dio una palmada en el hombro.
—Serías un gran diplomático, jefe. Haremos lo que tú dices. —Hombre de tierra, Mallory se daba perfecta cuenta de la distancia que le separaba de un hombre como Brown, y no le dolía en absoluto confesárselo a sí mismo—. ¿Quieres pilotarla, Casey?
—Bueno, señor. Dígale a Louki que venga, por favor… Creo que esto está libre a ambos lados, pero podría haber algún escollo. Nunca se sabe.
Tres minutos después, la lancha se hallaba a media distancia de la bocana del puerto, ronroneando suavemente con dos cilindros, y Mallory y Miller, vestidos con sus uniformes alemanes, se hallaban aún sobre cubierta, ante la timonera, mientras Louki se acurrucaba dentro. De pronto, a unas sesenta yardas de distancia, una lámpara de señales comenzó a iluminarles.
Su apremiante tictac era perfectamente audible en la quietud de la noche.
—El gran explorador Miller nos dirá ahora cómo se hace —murmuró Miller. Se fue acercando a la ametralladora situada a estribor de proa—. Con mi cañoncito voy a…
Pero se contuvo bruscamente, y su voz quedó ahogada por el repentino y rápido chasquido procedente de la timonera, a sus espaldas: era el chasquido seco del obturador de señales manejado por expertos dedos. Brown había entregado el timón a Louki, y enviaba señales de morse a la entrada del puerto. Las lanzas de la lluvia fría perforaban los fluctuantes rayos de la lámpara. La lámpara enemiga se había extinguido, pero volvió a brillar de nuevo.
—¡Cuánto tienen que contarse estos dos! —comentó Miller con admiración—. ¿Durará mucho este cambio de saludos, jefe?
—Me parece que ya han concluido. —Mallory volvió rápidamente a la timonera. Se hallaban a menos de cien yardas de la entrada del puerto. Brown había logrado confundir al enemigo ganando con ello unos valiosos segundos, más tiempo del que Mallory hubiera creído que podrían ganar. Pero no podía durar. Tocó a Brown en el brazo.
—Dale duro cuando suba el globo. —Dos segundos después se hallaba a proa, con el
Schmeisser
en su mano—. ¡Tu gran oportunidad, gran explorador! No dejes que los reflectores nos den de lleno, pues te cegarán.
Y mientras hablaba, la luz de señales de la boca del puerto cesó bruscamente, y dos haces blanquísimos, uno a cada lado de la entrada, perforaron, deslumbrantes, la oscuridad, bañando todo el puerto con su tremendo resplandor, un resplandor que duró un rapidísimo segundo, y que se convirtió, por contraste, en impenetrable oscuridad cuando dos breves ráfagas de ametralladora deshicieron los reflectores y los inutilizaron. Era casi imposible fallar a tan corta distancia.
—¡Todos al suelo! —gritó Mallory—. ¡Pegaos a la cubierta!
Apenas moría el eco de los disparos, disolviéndose su vibración a lo largo del gran muro de la fortaleza, cuando ya Casey Brown había puesto en marcha los seis cilindros del motor y le había dado todo el gas. El rugir estruendoso del enorme Diesel borró todos los sonidos de la noche. Cinco segundos, diez segundos, y ya pasaba la entrada; quince segundos, veinte, y no habían disparado un solo tiro; medio minuto, y ya estaban fuera del puerto; la proa se elevaba alta, sobre el agua, y la popa hundida dejaba una hirviente estela blanca, fosforescente, al desarrollar el motor su máxima potencia. Brown viró bruscamente a babor, buscando la protección de los altos acantilados. —Una batalla desesperada, jefe, pero han ganado los mejores. —Miller se había puesto de pie, agarrándose a un cañón fijo al sentir que la cubierta se escapaba bajo sus pies—. Mis nietos oirán hablar de esto.