Panayis no contestó. Su mano izquierda sujetaba el brazo derecho herido, tratando de contener la sangre. Estaba inmóvil, con su cara oscura, maligna, impregnada de odio, con los labios tirantes a punto de lanzar un alarido infrahumano. Su rostro no reflejaba el temor, y Mallory se preparó para el último y desesperado intento que a no dudar probaría Panayis para salvar su vida. Pero luego, mirando a Miller, vio que dicho intento no se produciría, porque el rostro del americano reflejaba la seguridad de lo inevitable. Por otra parte, la firmeza de su pulso y la expresión de sus ojos no permitían ni tan sólo el pensar en ello, y menos aún la posibilidad de una huida.
—El prisionero no tiene nada que decir —declaró Miller con voz cansada—. Supongo que yo debería decir algo, un largo discurso, por el hecho de ser yo juez, jurado y verdugo a la vez, pero no creo que valga la pena molestarse. Los muertos hacen malos testigos… quizá no sea culpa tuya, Panayis; es posible que tengas muy buenas razones para ser lo que eres. Sólo Dios lo sabe. Yo no lo sé, ni me importa. Hay demasiados muertos. Voy a matarte, Panayis, y voy a hacerlo ahora mismo. —Miller tiró el cigarrillo y lo aplastó en el suelo con el pie—. ¿No tienes nada que decir?
Y nada tuvo que decir con los labios. Lo dijo todo con la malignidad de sus ojos negros, y Miller asintió con un solo movimiento de cabeza como si, secretamente, comprendiera. Con absoluta precisión disparó dos veces al corazón de Panayis, sopló las velas, volvió la espalda y ya se hallaba a mitad de camino hacia la puerta antes de que el cadáver se desplomase sobre el suelo.
—Me temo que no podré conseguirlo, Andrea. —Louki se incorporó acusando el cansancio que le dominaba e hizo un gesto de desesperación con la cabeza—. Lo lamento de veras, Andrea. Los nudos están muy apretados.
—No importa. —Andrea se revolvió sobre un lado, y logró sentarse, tratando luego de aflojar un poco las ligaduras que sujetaban sus piernas y sus muñecas—.
Esos alemanes son vivos, Las cuerdas mojadas no pueden desatarse, hay que cortarlas. —Como era característico en él, no mencionó el hecho de que un par de minutos antes se las había arreglado para desatar las ligaduras de Louki con una docena de tirones de sus dedos fuertes como el acero—. Pensaremos en otra solución.
Apartó la vista de Louki y la dirigió al otro extremo de la estancia, iluminada por la escasa luz de una humeante lámpara de petróleo situada junto a la reja. Una luz tan pobre, que Casey Brown, tirado como un ave de corral y atado como él, con la cuerda sujeta a unos garfios de hierro que pendían del techo, no era más que un bulto sin forma sobre el piso de losas. Andrea sonrió para sí, pero sin regocijo. Otra vez prisionero, y por segunda vez en el mismo día… y con la misma facilidad y sorpresa que descartaron cualquier posibilidad de resistir. Habían sido capturados, sin que hubieran podido recelar nada, en la estancia superior, en cuanto Casey terminó de comunicar con El Cairo. La patrulla sabía exactamente dónde se encontraban y cuando su jefe, alardeando de una seguridad propia del que sabe que todo ha concluido, se recreó explicándoles la intervención que Panayis había tenido en ello, lo inesperado del golpe y el éxito subsiguiente, resultaron sumamente fáciles de entender. Y era tal la seguridad que emanaba de sus palabras, que resultaba difícil creer que Mallory y Miller pudieran tener salvación. Pero Andrea ni por un instante creyó en una derrota terminante.
Sus ojos se apartaron de Casey Brown, repasaron la estancia sin rumbo fijo y se fijaron en lo que pudo distinguir de las paredes y del piso: los garfios, las vías de ventilación, la fuerte reja de entrada. Cualquiera hubiera jurado que se hallaban en una mazmorra de tortura. Pero Andrea había visto ya otras iguales. En realidad, aquel sitio no era un castillo, sino una vieja fortaleza, un caserón alrededor de torres almenadas. Y los nobles y más que difuntos francos que habían edificado semejantes moradas habían vivido a gusto en ellas. En opinión de Andrea la estancia en que se hallaban no era una mazmorra, sino tan sólo la despensa en la que colgaban la carne y la caza, sin ventanas ni luz para evitar… ¡La luz! Andrea se volvió sobre sí mismo y sus ojos se fijaron en la humeante lámpara.
—¡Louki! —llamó suavemente. El griego se volvió y le miró.
—¿Puedes alcanzar la lámpara?
—Creo que si… Sí, puedo.
—Quítale el vidrio —susurró Andrea—. Con un trapo o algo, porque estará ardiendo. Luego, envuélvelo en el trapo y dale un golpe suave en el suelo. El vidrio es grueso. En un par de minutos podrás cortarme las ligaduras.
Louki miró un momento sin comprender. Después, asintió. Arrastró los pies como pudo, pues sus piernas aún estaban atadas, y estiró el brazo. Pero de pronto cuando sólo estaba a unas pulgadas de la lámpara, se detuvo. El golpe metálico, perentorio, había sonado a unos pasos de él, y alzó la cabeza lentamente para ver lo que lo había producido.
Podía haber estirado la mano y haber tocado el cañón del máuser que penetraba amenazante por las rejas de la puerta. El fusil volvió a sonar entre las rejas y el guardia gritó algo que no logró entender.
—Déjalo, Louki —dijo Andrea tranquilamente. En su voz no había ni la menor sombra de contrariedad—. Vuelve aquí. Nuestro portero no parece estar muy contento.
Louki retrocedió obedientemente y volvió a oír la voz gutural, rápida y alarmada esta vez, el ruido del fusil al retirarlo precipitadamente de las rejas, y sus rápidas pisadas sobre las losas, mientras se alejaba por el pasillo.
—¿Qué le pasa a nuestro amigo el carcelero? —preguntó Casey Brown tan lúgubre y fastidiado como siempre—. Parece contrariado.
—
Está
contrariado —afirmó Andrea sonriendo—. Acaba de darse cuenta de que Louki tiene las manos libres.
—Bueno, y ¿por qué no viene a atárselas?
—Puede tener el cerebro torpón, pero no es tonto —aclaró Andrea—. Podría tratarse de una trampa, y ha corrido a avisar a sus camaradas.
Casi al instante oyeron un golpe, como el cerrar de una puerta distante, el rumor de varios pares de pies corriendo por el pasillo, el sonido metálico de las llaves, el roce de una llave en la cerradura, un golpecito seco, agudo, el chirriar de enmohecidos goznes, y aparecieron dos soldados en la estancia, sombríos y amenazadores con sus botas altas y sus pistolas en la mano, Durante dos o tres segundos examinaron la habitación, acostumbrando sus ojos a la penumbra. Por fin, el que se hallaba más cerca de la puerta, habló:
—¡Algo terrible, jefe, algo verdaderamente deplorable! ¿Les dejamos solos un momento a ver qué ocurre?
Hubo un silencio, breve, lleno de incredulidad, y de pronto los tres prisioneros se sentaron mirándoles fijamente. Brown fue el primero en recuperarse de la sorpresa.
—¡Ya era hora! —exclamó en son de queja—. Creímos que no llegaban nunca.
—Lo que quiere decir es que creyó que no íbamos a verles nunca más —dijo Andrea lentamente—. Ni yo tampoco. ¡Pero aquí están, sanos y salvos!
—Sí —afirmó Mallory—. Gracias a Dusty y a su malpensada y recelosa mente que atrapó a Panayis mientras los demás estábamos dormidos.
—¿Y dónde está? —preguntó Louki.
—¿Panayis? —Miller movió una mano con negligencia—. Lo dejamos atrás. Tuvo como un accidente.
Ya se encontraba en el otro extremo de la estancia cortando las ligaduras de la pierna herida de Brown, silbando cualquier cosa. Mallory a su vez se hallaba ocupado cortando las ligaduras de Andrea, explicando rápidamente lo ocurrido, y escuchando la concisa explicación del griego sobre lo que les había ocurrido a los demás en el castillo. Y ya Andrea se había puesto de pie y daba masaje a sus entumecidas manos. Miró a Miller.
—Eso que está silbando, mi capitán… Suena horrible y, lo que es aún peor, es demasiado fuerte. Los guardas…
—No hay por qué preocuparse —aclaró Mallory con determinación—. No creo que vuelvan a vernos a Dusty y a mí… no supieron vigilar. —Dio media vuelta y vio a Brown que cojeaba por la habitación.
—¿Qué tal va la pierna, Casey?
—Muy bien, señor —contestó Brown quitándole importancia—. Esta noche he podido comunicar con El Cairo, señor. El parte…
—Más tarde, Casey. Hemos de salir de aquí cuanto antes. ¿Está usted bien, Louki?
—Estoy deshecho, mayor Mallory. Ese paisano mío, un amigo en quien confiaba…
—Más tarde también. ¡Vamos!
—Tienes mucha prisa —protestó suavemente Andrea. Se hallaban ya en el pasillo, y pasaron por encima del guarda, que yacía en el suelo hecho una bola—. Bueno, si todos son como este amigo…
—Por ese lado no hay peligro —le interrumpió Mallory impaciente—. A estas horas los soldados que están en el pueblo ya tienen que saber o bien que no hemos dado con Panayis o que nos hemos librado de él. En cualquiera de los dos casos, imaginarán que nos hemos dirigido aquí a toda marcha. Piensa un poco en eso. Es posible que ya estén a medio camino. Y si vienen… —Se interrumpió, se fijó en el generador destrozado y en los restos del transmisor de Casey Brown tirados en un rincón a la entrada—. Se ensañaron bien, ¿eh? —comentó con amargura.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Miller piadosamente—. Menos peso que llevar, digo yo. Si pudieran ustedes contemplar cómo está mi espalda por culpa de ese maldito generador…
—¡Señor! —Brown había cogido el brazo de Mallory. Era un acto tan inusitado en un suboficial tan disciplinado, que Mallory se detuvo sorprendido—. Señor, es muy importante… Me refiero al parte. ¡Tiene usted que escucharme!
La tremenda sinceridad de sus palabras llamó la atención de Mallory. Se volvió sonriente hacia Brown.
—Bueno, Casey, habla —dijo tranquilamente—. Las cosas no pueden ser peores de lo que están.
—Pueden serlo, señor. Había algo en Casey Brown que indicaba cansancio, derrota. El gran vestíbulo de piedra parecía helado—. Mucho me lo temo, señor. Esta noche he comunicado. Una recepción de primera. Con el capitán Jensen en persona. Y estaba indignado. Nos había estado esperando todo el día. Preguntó cómo iban las cosas, y le dije que se hallaba usted en aquel momento fuera de la fortaleza y que esperaba entrar en el polvorín al cabo de una hora aproximadamente.
—Continúa.
—Dijo que era la mejor noticia que había recibido en su vida. Dijo también que la información que le habían dado era errónea, que le habían engañado, que la flota invasora no se había refugiado en la Cicladas durante la noche, que había navegado sin detenerse protegida por la escolta aérea y marítima más nutrida que se haya visto en el Mediterráneo, y que llegará a las playas de Kheros mañana, poco antes del alba. Dijo que nuestros destructores habían estado esperando hacia el Sur todo el día, habían subido al oscurecer y esperaban sus órdenes para saber si habían de intentar el paso del estrecho de Maidos. Yo le advertí que podía salir mal alguna cosa, y me contestó que era imposible, estando en el asunto el capitán Mallory y Miller, y que, además, no iba a…, no podía arriesgar las vidas de los mil doscientos hombres que están en Kheros simplemente por la remota razón de que él pudiera estar equivocado.
Brown dejó de hablar repentinamente y bajó la vista angustiado. En el vestíbulo, nadie se movió ni hizo el menor ruido.
—Continúa —repitió Mallory en un susurro. Su cara estaba muy pálida.
—Nada más, señor. Eso es todo. Los destructores pasarán el estrecho a medianoche. —Brown miró la esfera luminosa de su reloj—. A medianoche. Faltan cuatro horas.
—¡Santo Dios! ¡A medianoche! —exclamó Mallory aterrado. Ni siquiera veía. La inutilidad y desesperación contraían sus manos hasta hacer palidecer los nudillos—. ¡Vienen a medianoche! ¡Dios les asista! ¡Que Dios les ayude a todos!
De las 20 a las 21,15 horas
Su reloj marcaba las ocho y media. Las ocho y media. Faltaba exactamente hora y media para el toque de queda. Mallory se aplastó contra el tejado y se acercó cuanto pudo al muro de contención que casi tocaba los grandes muros de la fortaleza y maldijo para sus adentros. Con que un hombre mirara con una linterna por encima del muro de la fortaleza —un estrecho pasillo recorría todo el muro interior, a cuatro pies de la cima— todos habrían acabado. Un solo rayo de luz que pasara les exponía a serdescubiertos; y era imposible que no ocurriera. Él y Dusty Miller —el americano se hallaba detrás de él, con la gran batería de camión entre sus brazos— estaban expuestos a la vista de cualquiera que pasara por el angosto pasillo y mirara hacia abajo. Quizá debieron quedarse con los demás un par de tejados más allá. Con Casey y Louki, el uno haciendo nudos espaciados en una cuerda, y el otro atando un gancho de alambre a una larga caña que había cortado en un cañaveral en las afueras del pueblo, en el cual se habían escondido precipitadamente al pasar por el camino a toda marcha, con dirección al castillo de Vygos, un convoy de tres camiones.
Las ocho y treinta y dos. Y Mallory pensaba, irritado, qué demonios estaría haciendo Andrea; pero se arrepintió en el acto de su irritación. Andrea no perdería ni un segundo innecesariamente. La velocidad era vital; la prisa, fatal. Parecía improbable que hubiera oficiales dentro —por lo que habían observado, casi la mitad de la guarnición andaba registrando el pueblo o recorriendo el campo en dirección a Vygos—, pero si había alguno, con que diese un grito bastaba para precipitar el fin.
Mallory contempló la quemadura que tenía en la mano, y al pensar en el camión que habían incendiado, sonrió amargamente. Su única hazaña hasta entonces, durante aquella noche, había sido incendiar el camión. Todo lo demás lo había hecho Andrea o Miller. Fue Andrea el que vio en la casa en que estaban, al oeste de la plaza —una de varias casas contiguas que servían de alojamiento a los oficiales—, la única posible solución a su problema. Fue Miller, sin mechas, ni espoletas, ni reloj de bomba, ni generador, ni cualquier otra fuente de fuerza eléctrica, quien había dicho que necesitaba una batería. Y fue Andrea de nuevo quien al oír un camión a distancia, bloqueó la entrada del camino que conducía a la fortaleza por medio de grandes piedras de los pilares laterales, obligando a los soldados a subir corriendo hacia su casa. Vencer al chófer y a su ayudante, y dejarlos sin sentido en una cuneta, había sido obra de segundos, poco más, escasamente, del tiempo que le llevó a Miller destornillar los bornes de la pesada batería, encontrar la lata de gasolina y rociar la cabina, el motor y la carrocería. El camión había estallado en una gran llamarada. Tal como Louki había dicho con anterioridad, el incendiar vehículos impregnados de gasolina no carecía de peligro —bien lo demostraba su dolorida mano—, pero, tal como también había advertido Louki, había ardido magníficamente. En cierto modo era una lástima, pues había traído la atención hacia su fuga antes de lo necesario, pero era de importancia vital destruir toda evidencia; es decir, que faltaba la batería. Mallory tenía demasiada experiencia y sentía demasiados miramientos por los alemanes para menospreciar su valía.