—Estarán todos patrullando por el pueblo. 0 quizás hubiera unos infelices detrás de los reflectores. O puede que los hayamos sorprendido a todos. —Mallory afirmó con la cabeza repetidas veces—. Lo miréis como lo miréis, hemos tenido una suerte fenomenal.
Se dirigió hacia la timonera. Brown estaba al timón, y Louki cantaba de placer.
—¡Lo has hecho muy bien, Casey! —exclamó Mallory con sinceridad—. Un trabajo de primera. Para el motor cuando lleguemos al final del acantilado. Hemos terminado nuestra labor. Me voy a tierra.
—No tiene a qué ir, mayor.
—¿Qué?
—Que no tiene a qué ir. Quería decírselo cuando veníamos, pero usted sólo me decía que me callara. —Era Louki quien hablaba así, y se volvió hacia Casey—. Disminuya la marcha, por favor. Lo último que nos dijo Andrea fue que viniéramos a este lado. ¿Por qué cree usted que se dejó atrapar contra el acantilado norte en vez de meterse por el interior, donde podía haberse escondido fácilmente?
—¿Es cierto, Casey? —preguntó Mallory.
—No me pregunte a mí, señor. Estos dos… siempre hablan en griego.
—Claro, claro. —Mallory dirigió una mirada a los bajos acantilados cerca del bao de estribor. La nave, a motor casi parado, apenas se movía. Se volvió para mirar a Louki—. ¿Está usted bien seguro…?
Calló sin acabar la frase, y de un salto abandonó la timonera. El chapuzón —el sonido era inconfundible— se había producido casi directamente enfrente. Mallory, con Miller a su lado, escudriñó la oscuridad, y pudo distinguir una cabeza que sobresalía del agua a menos de veinte pies de distancia. Se inclinaron sobre la borda con los brazos tendidos mientras la nave se deslizaba lentamente. Cinco segundos más tarde, Andrea se hallaba en la cubierta, chorreando, sonriendo con su cara de luna llena. Mallory le llevó en el acto a la timonera y encendió la suave luz de la lámpara de derrota.
—¡Estupendo, Andrea! ¡No esperaba volver a verte! ¿Qué tal fue la cosa?
—Ya te contaré —rió Andrea—. Después de…
—¡Le han herido! —interrumpió Miller—. Tiene el hombro como perforado. —Y señaló una mancha roja que se extendía por la empapada chaqueta.
—Vaya, parece que sí. —Andrea simuló una gran sorpresa—. Sólo un rasguño, amigo mío.
—¡Ah, claro, claro, un simple rasguño! Hubiera dicho lo mismo si le hubieran arrancado el brazo. Venga, baje al camarote. Para un hombre tan experto como yo en cirugía es un juego de niños.
—Pero el capitán…
—Tendrá que esperar. Lo mismo que su relato. El viejo curandero Miller no permite que haya interferencia alguna con sus pacientes. ¡Venga!
—De acuerdo —contestó Andrea dócilmente.
Y moviendo la cabeza con burlona resignación, siguió a Miller.
Brown volvió a darle toda la marcha al motor, y dirigió la lancha hacia el Norte, casi al cabo Demirci, para evitar cualquier intento de las baterías del puerto. Después viró unas cuantas millas hacia el Este y enfiló por fin hacia el Sur, hacia el estrecho de Maídos. Mallory se hallaba a su lado, contemplando las oscuras y quietas aguas. De pronto, a lo lejos, observó un rayo de luz blanca. Tocó a Brown en el hombro, y señaló al frente.
—Allí, al parecer, hay rompientes, Casey. ¿Escollos, quizá?
Casey miró un buen rato en silencio. Por fin, negó con la cabeza.
—Olas de proa —dijo sin emoción—. Son los destructores que llegan.
Medianoche
El comandante Vincent Ryan R. N., capitán (destructores) y el oficial comandante del
Sirdar
, último destructor clase S de Su Majestad, echó una ojeada alrededor de la apretujada sala de derrota y acarició pensativo su magnífica barba a lo capitán Kettle. Jamás había visto una colección de tipos más ruin, más villana ni más deteriorada, pensó, exceptuando posiblemente una tripulación que había ayudado a enrolar, siendo aún oficial menor, en el destacamento de China. Los miró con más detenimiento, volvió a tirarse de la barba, y pensó que eran algo más que puras ruindades. No le hubiera gustado nada que le confiasen la tarea de reclutar semejante colección. Peligrosos, extremadamente peligrosos, reflexionaba, pero le hubiera resultado imposible decir por qué; sólo era la quietud, esa vigilancia en abandono lo que le hacía sentirse vagamente incómodo. Sus «verdugos», los había llamado Jensen. El capitán Jensen sabía escoger bien a sus asesinos.
—Si cualquiera de ustedes quiere bajar, caballeros —sugirió—, encontrarán agua caliente en abundancia, ropas secas y literas abrigadas. Nosotros no las utilizaremos esta noche.
—Muchas gracias, señor —dijo Mallory vacilando—. Pero queremos seguir esto hasta el fin.
—Bueno, entonces al puente —dijo Ryan alegremente. El
Sirdar
, comenzaba a coger velocidad de nuevo, y el puente palpitaba bajo sus pies—. Por su cuenta y riesgo, desde luego.
—Tenemos vidas encantadas —aclaró Miller—. Nunca nos pasa nada.
La lluvia había cesado, y por las crecientes franjas claras entre nubes veían el frío parpadeo de las estrellas. Mallory viró a su alrededor, y pudo ver a Maídos a babor, y la gran masa de Navarone deslizándose a estribor. Detrás, a un cable de distancia, podía distinguir otros dos buques en cuyas oscuras siluetas se curvaban, blancas, las olas cortadas por sus proas.
Mallory se volvió hacia el capitán.
—¿No hay transporte, señor?
—No hay transportes. —Ryan sintió una vaga mezcla de placer y embarazo al oír que este hombre le llamaba señor—. Son destructores nada más. Será un trabajo rápido. Esta noche no hay tiempo para holgazanear, y ya llegamos con retraso.
—¿Cuánto tiempo para despejar las playas?
—Media hora.
—¡Qué! ¿A mil doscientos hombres? —preguntó Mallory, incrédulo.
—Más —suspiró Ryan—. La mitad de los habitantes también quieren irse con nosotros. Aun así podríamos concluir en media hora, pero es posible que tardemos un poco más. Embarcaremos todo el equipo móvil que podamos. Mallory asintió, y sus ojos repasaron las finas líneas del
Sirdar
.
—¿Dónde los va a meter a todos, señor?
—Una pregunta oportuna —confesó Ryan—. Las cinco de la tarde en el «Metro» londinense, no será nada comparado con esto. Pero ya nos arreglaremos.
Mallory asintió y de nuevo fijó sus ojos sobre Navarone, a través de las oscuras aguas. Dos minutos, tres a lo sumo, y la fortaleza se abriría detrás del morro. Sintió que una mano se posaba en su brazo, se volvió a medias y sonrió al griego de triste mirada que se hallaba a su lado.
—Ya falta poco, Louki —dijo tranquilamente.
—El pueblo, mayor —murmuró—. La gente del pueblo. ¿No les pasará nada?
—No les pasará nada. Dusty dice que la cima de la cueva subirá recta. La mayor parte de los escombros caerá en el muelle.
—Sí, pero ¿y los barcos…?
—Deje de preocuparse. No hay nadie a bordo. Ya sabe que tienen que recogerse al toque de queda. —Miró al otro lado al notar que le tocaban en el brazo.
—Capitán Mallory, le presento al teniente Beeston Mi oficial de artillería. —Había algo en el ligero tono de frialdad de Ryan que hizo pensar a Mallory que no se sentía muy inclinado a su artillero—. El teniente Beeston está preocupado.
—¡Claro que estoy preocupado! —Su tono frío, distante, sugería una vaga condescendencia—. ¿Es cierto que le aconsejó usted al capitán que no ofreciera resistencia?
—Suena usted como un comunicado de la BBC —dijo Mallory con sequedad—. Pero está usted en lo cierto. Lo dije, sí. Sólo podría localizar usted los cañones mediante reflectores, y eso resultaría fatal. Lo mismo sucedería con el fuego de cañón.
—Me temo no entender sus palabras. —Casi podía verse cómo enarcaba las cejas en la oscuridad.
—Delataría usted su posición —aclaró Mallory pacientemente—. Le clavarían a la primera. Concédales sólo dos minutos, y le clavarán también. Tengo buenas razones para creer que la puntería de sus artilleros es sencillamente maravillosa.
—También los tiene la Armada —dijo Ryan interviniendo—. Su tercer obús le dio de lleno al polvorín B del
Sibaris
.
—¿Tiene usted alguna idea de por qué ha de ser así capitán Mallory?
Beeston no estaba convencido.
—Los cañones están controlados por radar —contestó Mallory con brevedad—. Tienen dos enormes exploradores encima de la fortaleza.
—El
Sirdar
tiene el radar instalado desde el mes pasado —dijo Beeston muy rígido—. Imagino que también nosotros podríamos hacer algunos blancos si…
—Casi no podría usted fallar. —Miller pronunció estas palabras en tono seco, provocativo—. Es una isla muy grande, amigo.
—¿Quién… quién es usted? —profirió rápidamente Beeston—. ¿Qué diablos quiere decir?
—Soy el cabo Miller —contestó el americano sin inmutarse—. Ha de tener usted un instrumento muy bueno, teniente, para dar con una cueva en cien millas cuadradas de roca.
Hubo un momento de silencio. Beeston murmuró algo, volvió la espalda y se fue.
—Ha herido usted sus sentimientos, cabo —murmuró Ryan—. Está muy ansioso de hacer una prueba, pero retendremos el fuego… ¿Cuánto falta para que pasemos aquella punta, capitán?
—No estoy seguro. —Se volvió hacia Casey—. ¿Qué opinas tú?
—Un minuto, señor. Nada más.
Ryan asintió con la cabeza. Hubo un silencio en el puente, un silencio que intensificaba el ruido del agua al abrirse, y el extraño y solitario zumbido del detector de submarinos. En lo alto, el cielo se aclaraba sin cesar, y la luna, pálidamente luminosa, luchaba por aparecer a través de los celajes. Nadie hablaba. Nadie se movía. Mallory presintió la gran masa de Andrea a su lado, y las de Miller, Brown y Louki detrás de él. Nacido en el corazón de la campiña, criado en la falda de los Alpes meridionales, Mallory era un experto hombre de tierra, un extraño en cuestiones marinas y en embarcaciones. Pero jamás se había sentido más en casa en su vida, jamás se había dado cuenta hasta ahora de lo que era «encajar en algo». Y pensó que se sentía más que feliz: estaba satisfecho. Rodeado de Andrea y de sus nuevos amigos y habiendo conseguido lo imposible, ¿cómo podía dejar de estar satisfecho? No todos regresaban. Andy Stevens no les acompañaba, pero, por raro que pareciera, su recuerdo no le producía pesar, sino tan sólo una suave melancolía…
Como si Andrea hubiera adivinado sus pensamientos, se inclinó hacia él en la oscuridad. —Debería estar con nosotros —murmuró—, Andy Stevens debería estar aquí. Es lo que estás pensando, ¿no?
Mallory asintió con la cabeza y sonrió sin decir nada.
—Pero no importa, ¿verdad, Keith? —En realidad no era una pregunta, sino la simple constatación de un hecho—. No importa.
—No importa nada —dijo Mallory.
De repente, alzó los ojos. Una luz, una brillante luz anaranjada, se había elevado desde el muro de la fortaleza. Habían pasado la punta y no se había dado cuenta. Se produjo un rugido sibilante —Mallory pensó incongruentemente en un tren expreso saliendo de un túnel— encima, y el proyectil se estrelló en el mar, delante de ellos. Inconscientemente, Mallory apretó los labios y cerró los puños. Ahora podía comprender con facilidad cómo había sido hundido el
Sybaris
. Oyó que el oficial de artillería le decía algo al capitán, pero no recogió el sentido de sus palabras. Le estaban mirando, y él a ellos, pero no les veía. Su pensamiento estaba ausente. ¿Vendría otro obús? ¿O llegaría, haciendo eco sobre la superficie del mar, el rugido del primero? O quizás… Se veía otra vez en el oscuro polvorín situado en las rocas, sólo que ahora podía ver hombres en él, hombres que ignoraban que estaban condenados; podía ver cómo las poleas superiores llevaban los grandes obuses hacia el hueco del ascensor; podía ver cómo la cabria de los proyectiles descendía lentamente hacia los expectantes y desnudos hilos eléctricos a menos de media pulgada de distancia, la brillante polea que rodaba suavemente por el brillante riel, el suave golpe de la cabria…
Una blanca columna de fuego se elevó varios centenares de pies hacia el cielo cuando la tremenda detonación arrancó el corazón de la gran fortaleza de Navarone. Después ya no hubo más fuegos, ni oscuras y onduladas nubes de humo, sino la deslumbrante columna blanca que iluminó todo el pueblo durante un breve instante, alcanzó una altura increíble hasta tocar las nubes, y se esfumó como si jamás hubiera existido. Y luego, poco a poco, les llegaron las ondas explosivas, el solitario trueno de la explosión, que les hizo tambalearse incluso a la distancia a que se hallaban. Y después, el profundo rumor de miles de toneladas de roca desplomándose majestuosamente sobre el puerto… Miles de toneladas de roca que arrastraban en su caída a los dos grandes cañones de Navarone.
Aún sonaba el rumor en sus oídos y los ecos se perdían en la lejanía sobre el mar Egeo, cuando las nubes se abrieron y asomó la luna, una luna llena que plateaba las oscuras y rizadas aguas a estribor, e irisaba la hirviente estela del
Sirdar
. Y directamente a proa, bañada por la plateada luz de la luna, misteriosa y remota, la isla de Kheros dormía, acostada, sobre la superficie del mar.
F I N
Alistair Stuart MacLean
, hijo de un sacerdote escocés, se crió en las Highlands de Escocia. En 1941, con 18 años, se alistó en la Royal Navy. Al finalizar la guerra ejerció como profesor de literatura inglesa en la Universidad de Glasgow. Los dos años y medio que vivió a bordo de un crucero de guerra le proporcionaron la formación necesaria para escribir
HMS Ulysses
, su exitosa primera novela, publicada en 1955. En la actualidad se le considera uno de los más destacados escritores populares del siglo XX. Es autor de 29 bestsellers mundiales, muchos de los cuales han tenido adaptaciones cinematográficas, como
Los cañones de Navarone
,
El desafío de las águilas
,
El miedo es la clave
y
Estación Polar Cebra
. En 1983 se le concedió el título de Doctor en Letras por la Universidad de Glasgow. Murió en 1987.