Pero ya el hombre había comenzado a despojarse de su uniforme, sollozando de rabia y por el dolor de la mano herida.
Aún no habían pasado cinco minutos cuando ya Mallory, vistiendo, como Miller, uniforme alemán, abrió la puerta de la taberna y escudriñó cautelosamente el exterior. La lluvia caía con más fuerza y no se veía un alma en la calle. Mallory hizo señas a Miller de que le siguiera y cerró la puerta tras él. Los dos hombres caminaron juntos por el centro de la calle, sin tratar de buscar ni refugio ni sombra. Cincuenta yardas de camino les llevaron a la plaza del pueblo. Al llegar allí, doblaron a la derecha, hacia el sur de la plaza, y luego a la izquierda, hacia el este, sin perder el paso al cruzar ante la vieja casa donde se habían escondido poco antes, ni siquiera al aparecer la mano de Louki misteriosamente detrás de la puerta parcialmente abierta, una mano que llevaba dos macutos alemanes, llenos de cuerdas, espoletas, hilos y explosivos. Unas yardas más adelante, se detuvieron, se agacharon detrás de dos enormes barriles, ante una barbería, y contemplaron a los dos guardas armados a la entrada, a menos de cien pies de distancia mientras cargaban sus macutos y esperaban la señal.
Sólo disponían de unos minutos. Todo había sido calculado al segundo. Mallory estaba ajustándose el cinturón de su macuto cuando sonó una serie de explosiones que sacudió el centro del pueblo, a menos de trescientas yardas de distancia, explosiones seguidas por un furioso tabletear de ametralladoras, seguido de nuevas explosiones. Andrea estaba cumpliendo su cometido a las mil maravillas con sus granadas y sus bombas caseras.
Ambos hombres se echaron hacia atrás repentinamente cuando un haz de luz blanca procedente de una alta plataforma situada a buena altura sobre la entrada atravesó la oscuridad, un haz paralelo a la cima del muro del este que iluminaba los garfios y la alambrada como si se hallaran bajo la luz del sol. Mallory y Miller se miraron un segundo. Panayis no había olvidado ni un detalle: hubieran caído como moscas en aquella alambrada y las ametralladoras les habrían convertido en auténticas cribas.
Mallory esperó medio minuto más, tocó el brazo de Miller, se enderezó y comenzó a correr como un loco a través de la plaza, llevando la caña con el garfio bien pegada a su cuerpo, mientras el americano le pisaba los talones. En pocos segundos se hallaban a la entrada de la fortaleza. Los centinelas, sobresaltados, salieron corriendo a su encuentro.
—¡Todo el mundo a la calle de los Escalones! —gritó Mallory—. ¡Han atrapado a esos malditos saboteadores ingleses en una casa, allá abajo! Nosotros venimos a buscar unos morteros. ¡Vamos, aprisa, en nombre de Dios!
—Pero, ¿y la entrada? —protestó uno de los centinelas—. ¡No podemos abandonar el puesto! —El hombre no sospechaba nada, absolutamente nada. En aquellas circunstancias, la oscuridad, la lluvia cada vez más fuerte, el soldado con uniforme alemán que hablaba perfectamente el idioma, la verdad escueta de que allí cerca se libraba una batalla a tiros… Hubiera sido pedir mucho que dudaran.
—¡Idiota! —le gritó Mallory enfurecido—.
Dummkopf
! ¿Contra quién vais a custodiar la entrada? Los cerdos ingleses están en la calle de los Escalones. ¡Hay que destruirles! ¡Aprisa, por Dios! —gritó desesperadamente—. ¡Si vuelven a escaparse, nos mandarán a todos al frente ruso!
Mallory le había puesto la mano en el hombro, dispuesto a empujarle hacia la calle, pero no hubo necesidad de ello. Ya los dos hombres corrían cruzando la plaza, y desaparecían bajo la lluvia, tragados por la oscuridad. Unos segundos más tarde, Mallory y Miller habían penetrado ya en la fortaleza de Navarone.
Por todas partes reinaba la confusión más completa: una confusión ordenada como podría esperarse de un cuerpo de ejército como el
Alpenkorps
, pero confusión de todos modos, con muchas órdenes dadas a gritos, silbidos, puesta en marcha de motores, sargentos que corrían aquí y allá tratando de poner a sus hombres en orden de marcha o embutirlos en medios de transporte que esperaban. Mallory y Miller corrían también, y un par de veces por entre grupos de hombres que se agrupaban alrededor de la parte trasera de un camión. No es que ellos tuvieran mucha prisa, pero hubiera parecido muy sospechoso ver a un par de hombres andando con toda calma en medio de aquella actividad. Por eso corrían, con las cabezas bajas o evitando que se vieran sus rostros al paso de una luz. Miller no cesaba de maldecir contra aquel desusado ejercicio.
Bordearon dos cuarteles a su derecha, luego una central eléctrica a su izquierda, después un depósito de pertrechos a la derecha y luego el garaje del
Abteilung
a la izquierda. Ahora iban ascendiendo, casi a oscuras, pero Mallory sabía exactamente dónde se encontraba. Se había aprendido de memoria las descripciones dadas por Louki y Panayis, y aunque la oscuridad fuese absoluta, estaba seguro del camino que llevaba.
—¿Qué es eso, jefe? —Miller había cogido a Mallory por el brazo, y señalaba un edificio grande, rectangular, que se difuminaba contra el horizonte—. ¿Serán los calabozos?
—El depósito del agua —contestó Mallory con brevedad—. Panayis dijo que contiene medio millón de galones, para inundar los polvorines en caso de necesidad. Los polvorines se hallan precisamente allí —dijo señalando una construcción de hormigón, chata como una caja—. Es la única entrada al polvorín. Cerrada a cal y canto y custodiada.
Estaban llegando a los alojamientos de los oficiales. El comandante tenía su propio piso en la segunda planta, que daba directamente sobre la maciza torre de control de hormigón armado, desde donde eran dirigidos los dos grandes cañones situados debajo. De pronto, Mallory se detuvo, cogió un puñado de tierra del suelo, se frotó la cara con él y ordenó a Miller que hiciese lo mismo.
—Disfraz —le explicó—. Los expertos considerarían el medio algo elemental, pero no disponemos de otra cosa. Aquí dentro la luz podría ser más intensa.
Subió la escalera del alojamiento de los oficiales y empujó las puertas con tal fuerza como para arrancarlas de sus goznes. El centinela le miró con asombro sin dejar de apuntar con su fusil el pecho del neozelandés.
—¡Baja ese fusil, idiota! —dijo Mallory furioso—. ¿Dónde está el comandante? ¡Pronto, imbécil! ¡Es cuestión de vida o muerte!
—
Herr… Herr Kommandant
? —tartamudeó el centinela—. Ha salido…, se han ido todos, hace cosa de un minuto.
—¿Qué? ¿Se han ido todos? —Mallory tenía sus ojos fijos en él, semicerrados, amenazadores—. ¿Has dicho «todos»? —preguntó suavemente.
—Sí… Yo… sí, sí, estoy seguro.
Dejó de hablar de pronto al observar que los ojos de Mallory se fijaban en algo detrás de él.
—Entonces, ¿quién diablos es ése? —preguntó Mallory con acento brutal.
El centinela no hubiera tenido que ser humano para no caer en la trampa. Antes de que terminara de volverse para mirar hacia atrás, el feroz golpe de judo le alcanzó debajo de la oreja izquierda. Mallory rompió el vidrio del tablero de llaves antes de que el desgraciado guarda cayese al suelo, las sacó todas (alrededor de una docena) de sus correspondientes clavos y se las metió en el bolsillo. Invirtieron otros veinte segundos en cerrarle la boca al centinela con esparadrapo y encerrarlo en un armario. Después volvieron a correr.
Aún había otro obstáculo que vencer, iba pensando Mallory mientras corría en medio de la oscuridad: La última defensa de las tres. No sabía cuántos hombres estarían custodiando la puerta cerrada del polvorín, y en aquel momento de gran exaltación, tampoco le importaba. Y estaba seguro de que a Miller le pasaba lo mismo. Ya no había preocupaciones, ni tensión de nervios, ni angustias sin nombre. Mallory hubiera sido el último hombre en la tierra en confesarlo, o en creerlo siquiera, pero hombres como Miller y él habían nacido para aquello.
Habían sacado ya sus linternas, y los potentes haces describían nerviosos arcos mientras corrían y esquivaban las nutridas baterías antiaéreas. Para cualquiera que estuviera observando cómo se acercaban, no podía haber nada mejor calculado para evitar sospechas que la vista de aquellos dos hombres que avanzaban hacia ellos sin tratar de ocultarse, gritándose el uno al otro en alemán y llevando linternas cuyos haces oscilaban con el movimiento de sus brazos al correr. Pero estas mismas linternas iban provistas de pantalla y sólo un observador muy perspicaz hubiera notado que el arco descendente de los haces jamás pasaba más allá de los pies del que corría.
De pronto Mallory vio dos sombras que se destacaban de la oscuridad de la entrada al polvorín, y afirmó un segundo la linterna para efectuar una comprobación, después de lo cual disminuyó la marcha.
—¡Justo! —susurró—. Aquí vienen…, sólo son dos. Uno para cada uno. Acércate cuanto puedas al tuyo. Rápido y silencioso… Un grito, un disparo, y nos liquidan. Y ¡por Dios!, no empieces a golpearle con la linterna. En el polvorín no habrá luz encendida y no voy a empezar a gatear por allí con una caja de cerillas en la mano. —Pasó la linterna a la mano izquierda, sacó su pistola, la cogió por el cañón, y se detuvo bruscamente sólo a unas pulgadas de los centinelas que corrían a su encuentro.
—¿Estáis bien? —preguntó Mallory con voz entrecortada—. ¿Ha estado aquí alguien? ¡Pronto, hombre, contesta!
—Sí, si, estamos bien. —El hombre se mostraba receloso—. ¿Qué demonios de escándalo es ése?
—¡Esos malditos saboteadores ingleses! —contestó Mallory con indignación—. ¡Han matado a los centinelas y están dentro! ¿Estáis seguros de que nadie entró aquí? Vamos a ver. —Pasó dando un empujón al guarda, e inclinándose iluminó el sólido candado con la linterna. Luego se irguió.
—¡Gracias a Dios por ello! —Se volvió en redonda, dirigió el potente y deslumbrante haz a los ojos del individuo, murmuró una excusa y apagó la linterna. El chasquido del resorte se confundió con el blando golpe de la culata de su pistola al golpear al individuo detrás de la oreja, debajo del casco. El centinela aún se hallaba de pie, comenzando a doblarse, cuando Mallory se tambaleó bajo el ataque del segundo guarda; pero se recuperó al instante y le propinó otro golpe con su pistola. Luego se quedó repentinamente rígido y aterrado al oír el sibilante ruido que hizo el disparo de Miller. Disparó dos veces seguidas muy rápidamente.
—¡Qué demonios…!
—Son muy vivos, jefe —murmuró Miller—. De lo más vivo. Había un tercero entre las sombras, en el lateral. Sólo así pude contenerlo. —Sin soltar la pistola, se inclinó sobre el hombre que yacía a sus pies, y luego se enderezó—. Queda contenido con carácter de permanencia, jefe.
Su voz carecía de expresión.
—Ata a los otros. —Mallory casi no le había oído, pues ya se hallaba examinando la puerta del polvorín, probando una serie de llaves en el candado. La tercera encajó, el candado se abrió y la pesada puerta de hierro cedió con facilidad. Echó una última ojeada a su alrededor, pero no vio a nadie, ni oyó ningún rumor excepto el del motor del último de los camiones que salían de la fortaleza, y el distante tableteo de las ametralladoras. Andrea llevaba a cabo una labor magnífica…, siempre que no la exagerara y dejara de retirarse a tiempo… Mallory se volvió rápidamente, encendió la linterna y entró en el polvorín. Miller ya le seguiría cuando acabara su tarea.
Una escalera vertical de acero fijada en la roca descendía hasta el suelo de la cueva. A ambos lados de la escalera se veían guías de ascensores, sin protección alguna, y los engrasados cables brillaban en el centro; se veían también las guías de metal pulido a cada lado del cuadro para fijar las ruedecillas laterales del ascensor. Estos montacargas eran muy sencillos, pero perfectamente adecuados, pues no cabía la menor duda de que eran elevadores de proyectiles que descendían al polvorín.
Mallory llegó al sólido piso de la cueva y describió un arco de 180 grados con su linterna. Se hallaban en el mismísimo extremo de la gran cueva cuya boca se asomaba bajo el alto saliente rocoso que dominaba todo el puerto. No era el final natural, según observó Mallory después de un rápido examen, sino un añadido construido por el hombre. La roca volcánica que le rodeaba había sido perforada con barrenos. Allí no había nada más que los huecos que descendían a la oscuridad total y otra escalera que también descendía al polvorín. Pero el polvorín podía esperar. Las dos necesidades vitales del momento eran comprobar que no había más centinelas, y asegurar una vía de escape en caso de apuro.
Mallory recorrió rápidamente el túnel, encendiendo y apagando su linterna. Los alemanes eran maestros consumados en el arte de tender trampas inocentes —inocentes trampas explosivas— para la protección de instalaciones importantes, pero no era probable que hubiera ninguna en el túnel, considerando que había varios centenares de toneladas de altos explosivos almacenados sólo a unos cuantos pies de allí.
El mismo túnel, chorreando humedad, tenía unos siete pies de altura, y era más ancho que alto, pero el pasillo central era estrechísimo, ya que la mayor parte del espacio estaba ocupado por los portadores rodantes o vagonetas destinadas al transporte de los grandes proyectiles. Dos porta-proyectiles torcían repentina y bruscamente a derecha e izquierda y la bóveda del túnel se elevaba a la casi absoluta oscuridad de la abovedada cúpula. La linterna iluminó, casi a sus pies, dos pares de rieles de bruñido acero, incrustados en la sólida roca a veinte pies de distancia, que se alargaban hasta la débil penumbra en la boca abierta de la cueva. Y antes de apagar su linterna —los que regresaran de registrar el Parque del Diablo podrían ver fácilmente la lucecilla en la oscuridad—. Mallory tuvo una breve visión de las plataformas giratorias que coronaban el lejano extremo de estos brillantes rieles, y, agachados sólidamente encima, como monstruos de una pesadilla perteneciente a un mundo antiguo y distinto, se veían las malignas siluetas de los dos grandes cañones de Navarone.
Con la linterna y la pistola en sus manos, sólo vagamente consciente del curioso hormigueo de las puntas de sus dedos, Mallory avanzaba lentamente. Lentamente, pero sin mucha cautela, sin la expectación de un hombre que espera jaleo de un momento a otro —ya no había allí guardas, y Mallory estaba seguro—, sino con la extraña lentitud de un sueño, con la semi-incredulidad de un hombre que ha logrado algo que sabía de antemano que no podría cumplir jamás: la lentitud de un hombre que se encuentra al fin cara a cara con el temido, pero buscado enemigo.