—¡Nosotros! —gritó, enfurecido, Gilthas—. ¡Vos sostenéis el hacha ejecutora, gobernador! ¡Y el hacha pende sobre nuestras cabezas, no sobre la vuestra!
—Disculpad, majestad —contestó Medan, que hizo una profunda reverencia—. Llevo viviendo tanto tiempo en esta tierra que he llegado a creer que es la mía.
—Sois nuestro conquistador. —Gilthas habló muy despacio, dando a cada palabra un énfasis de amargura—. Sois nuestro amo, nuestro carcelero. Qualinesti jamás puede ser vuestra patria, señor.
—Supongo que no, majestad —dijo Medan tras una corta pausa—. No obstante, me gustaría que tuvieseis en cuenta que escolté a vuestra madre hasta palacio, cuando podría haberla conducido al cadalso. He venido para advertiros de las intenciones de Beryl, cuando podría haber llevado prisioneros a la plaza del mercado para que sirviesen de diana a mis arqueros.
—¿Y qué nos costará esa generosidad? —demandó Gilthas con voz fría—. ¿Cuál es el precio que ponéis a nuestras vidas, gobernador?
—Me gustaría morir en mi jardín, majestad —dijo Medan tras esbozar una ligera sonrisa—. De viejo, si ello fuera posible. —Se sirvió otro vaso de vino.
—No confiéis en él, majestad —advirtió en voz queda Planchet, que se acercó para servir una copa de vino a su señor.
—No te preocupes —repuso el rey mientras hacía girar el frágil pie de la copa entre sus dedos.
—Y ahora, señora, no nos queda mucho tiempo —apuró el gobernador—. Aquí tenéis papel y pluma. Redactad la carta para Majere.
—No, gobernador —se negó categóricamente Laurana—. He meditado sobre este asunto largo y tendido. Beryl jamás debe apoderarse del artilugio. Antes preferiría morir cien veces.
—Sin duda lo haríais, señora —adujo Medan—, pero ¿qué me decís de la muerte, no de cientos, sino de miles de elfos? ¿Qué me decís de vuestra gente? ¿Sacrificaríais a los vuestros por un simple juguete de hechicero?
—No es un juguete, gobernador Medan. —Laurana estaba pálida pero resuelta—. Si Palin tiene razón, es uno de los ingenios mágicos más poderosos de todos los tiempos. Qualinesti puede arder hasta los cimientos antes de que le entregue ese objeto a Beryl.
—Explicadme, pues, la naturaleza de ese artefacto —pidió Medan.
—No puedo, gobernador. Malo es ya que Beryl conozca su existencia, así que no pienso darle más información. —Alzó sus azules ojos y sostuvo sosegadamente la mirada iracunda del humano—. Veréis, señor, tengo motivos para creer que se me está espiando.
Medan enrojeció. Pareció a punto de decir algo, pero cambió de opinión y se volvió bruscamente para dirigirse al rey.
—Majestad, ¿qué decís vos?
—Estoy de acuerdo con mi madre. Me habló de ingenio y me describió sus poderes. No se lo entregaré a la Verde.
—¿Sois conscientes de lo que hacéis? ¡Sentenciáis a muerte a vuestra nación! Ningún objeto mágico vale tanto —protestó, furioso, Medan.
—Éste sí, gobernador —repuso Laurana—. Creedme.
Medan la miró intensamente. La elfa sostuvo su mirada sin parpadear ni encogerse.
—¡Chist! —advirtió Planchet—. Se acerca alguien.
Oyeron pisadas en la escalera; quien fuera las subía de dos en dos.
—Es mi ayudante —informó Medan.
—¿Es de fiar? —preguntó Laurana.
—Juzgad por vos misma, señora —contestó el gobernador con una sonrisa desganada.
Un caballero entró en la habitación. Su armadura negra aparecía cubierta de sangre y de polvo gris. Se quedó parado unos instantes, jadeando, con la cabeza gacha, como si subir aquellos escalones hubiese consumido toda su energía. Finalmente, levantó la cabeza y extendió la mano para tenderle a Medan un estuche de pergaminos.
—Lo tengo, señor. Groul ha muerto.
—Bien hecho, sir Gerard —felicitó el gobernador mientras cogía el estuche. Miró al caballero, reparando en la sangre de su armadura—. ¿Estás herido? —preguntó.
—Para ser sincero, milord, no lo sé —repuso Gerard con una mueca—. No hay un solo centímetro de mi cuerpo que no me duela. Pero si estoy herido, no es grave, o de otro modo estaría tirado en la calle, muerto.
Laurana lo miraba con los ojos muy abiertos, sorprendida.
—Reina madre —saludó Gerard, haciendo una reverencia.
Laurana pareció a punto de hablar, pero, tras lanzar una mirada de soslayo a Medan, se contuvo.
—No creo que nos conozcamos, señor —manifestó fríamente.
El semblante manchado de sangre de Gerard se relajó con una débil sonrisa.
—Gracias, señora, por intentar protegerme, pero el gobernador sabe que soy un Caballero de Solamnia. De hecho, soy prisionero del gobernador.
—¿Un solámnico? —Gilthas no salía de su asombro.
—El joven del que te hablé —aclaró Laurana—. El caballero que acompañaba a Palin y al kender.
—Entiendo. Así que eres prisionero del gobernador. ¿Te ha hecho él eso? —demandó enfurecido Gilthas.
—No, majestad —contestó Gerard—. Fue un draconiano, el mensajero de Beryl. O, mejor dicho, el difunto mensajero de Beryl. —Se dejó caer pesadamente en una silla, suspiró y cerró los ojos.
—Trae vino —ordenó Medan al sirviente—. La Verde no recibirá más información de Qualinesti —añadió con satisfacción—. Beryl esperará al menos un día a recibir mi respuesta. Cuando no le llegue, tendrá que enviar a otro mensajero. Al menos hemos ganado un poco de tiempo.
Le entregó a Gerard el vaso de vino que sirvió Planchet.
—No, milord —lo contradijo Gerard, que aceptó la copa pero no bebió—. No hemos conseguido nada. Beryl nos engañó. Su ejército está en marcha. Groul calculaba que debía de encontrarse ya cruzando la frontera. Según él, es el ejército más grande que se ha reunido desde la Guerra de Caos, y marcha sobre Qualinesti.
Un profundo silencio cayó sobre la estancia. Todos los presentes oyeron la noticia sin moverse, asimilándola. Nadie buscó la mirada de los demás. Nadie quería ver en los ojos de los otros el reflejo de su propio miedo.
El gobernador Medan sonrió tristemente y sacudió la cabeza.
—Por lo visto no voy a morir de viejo, después de todo —comentó, y se sirvió otra copa de vino.
El pálido río de muertos
Esa noche Goldmoon abandonó el hospital haciendo caso omiso de las súplicas de los sanadores y de lady Camilla.
—Estoy bien —afirmó, rechazando sus intentos de mantenerla en cama—. Necesito descanso, eso es todo, ¡y aquí no lo tendré!
Con los muertos, no.
Caminó a paso vivo por los jardines y patios del recinto de la Ciudadela, profusamente alumbrados. No miró a izquierda ni a derecha. No respondió a los saludos. Mantuvo fija la vista en el paseo que se extendía ante ella, porque si miraba a cualquier otro lado los vería. La seguían.
Oía sus susurrantes súplicas. Percibía su tacto, suave como los vilanos de la mata de la seda, en sus manos y su cara. Se envolvían alrededor de ella cual chales de gasa. Temía que, si los miraba, vería a Riverwind entre ellos. «Tal vez ése es el motivo de que su espíritu no haya venido a mí. Está perdido y se hunde en ese río, arrastrado por la corriente. Jamás lo encontraré.»
Al llegar al Gran Liceo ascendió rápidamente la escalera que conducía a sus aposentos. Por primera vez bendijo aquel cuerpo joven y extraño que no sólo era veloz sino que estaba deseoso de realizar los esfuerzos físicos que le exigía. Acorralada, Goldmoon se volvió para hacer frente a los fantasmas.
—Marchaos. No tengo nada para vosotros.
Los muertos se aproximaron más; había un hombre muy, muy viejo, un ladrón, un guerrero, un chiquillo tullido. Todos ellos mendicantes, las manos extendidas. Entonces, repentinamente, se alejaron, como si una voz les hubiese ordenado irse. Pero no había sido su voz.
Ya en sus aposentos, se encontró sola; verdaderamente sola. No había muertos allí. Quizá cuando se negó a darles lo que le pedían se habían ido para buscar otra presa. Se recostó en la puerta, abrumada por la visión. De pie en la oscuridad, vio de nuevo, mentalmente, a los muertos extrayendo hasta la última pizca del poder curativo de sus seguidores. Ésa era la razón de que no funcionaran las curaciones en el mundo. Los muertos les robaban a los vivos, pero ¿por qué? ¿Qué necesidad tenían ellos del poder místico? ¿Qué fuerza los compelía? ¿Adónde se dirigían con tal urgencia?
—¿Y por qué se me ha dado a mí la facultad de verlos? —musitó Goldmoon.
Sonó una llamada en la puerta de la que hizo caso omiso y tanteó el pestillo para asegurarse de que estaba cerrada. La llamada se repitió varias veces. Voces —voces de vivos— la llamaron y, al no recibir respuesta, los que estaban al otro lado de la puerta se quedaron perplejos. Goldmoon los oyó preguntándose en voz alta qué hacer.
—¡Marchaos! —ordenó finalmente, con cansancio—. Idos y dejadme en paz.
Y por fin, al igual que los muertos, los vivos también se fueron y la dejaron sola.
Cruzó la habitación hasta los grandes ventanales que se asomaban al mar y los abrió de par en par.
La luna menguante proyectaba una luz pálida sobre el océano, que ofrecía un aspecto extraño. Una capa oleosa cubría la superficie, y debajo de esa capa el agua estaba quieta, lisa. No soplaba pizca de brisa. El aire tenía un olor desagradable, tal vez debido a la película aceitosa del mar. La noche estaba despejada. Las estrellas, brillantes. El cielo, vacío.
Había embarcaciones haciéndose a la mar, siluetas negras contra las aguas iluminadas por la luna. En el aire se olía la tormenta y los marineros avezados interpretaban las señales y singlaban hacia alta mar; allí estarían mucho más seguros que si se quedaban cerca de la costa, donde las olas rompientes podían estrellarlos contra los muelles o el rocoso litoral de la isla. Goldmoon los observó desde el ventanal y se le antojaron barcos de juguete deslizándose sobre un espejo oscuro.
Allí, moviéndose sobre el océano, estaban los muertos.
Goldmoon cayó de rodillas ante la ventana, puso las manos en el marco, con la barbilla apoyada en ellas, y observó a los muertos que cruzaban el mar. La luna desapareció en el horizonte, sumergiéndose en las negras aguas. Las estrellas resplandecían en lo alto, frías e inhóspitas, y se reflejaban en el agua, tan quieta que Goldmoon no distinguía dónde acababa el cielo y dónde empezaba el océano. Olas pequeñas rompían suavemente en la orilla con una urgencia desesperada, cual niños desamparados y asustados que intentasen llamar la atención de alguien. Los muertos se dirigían hacia el norte formando un pálido río, ajenos a todo salvo a aquella llamada que sólo ellos oían.
Y, sin embargo, no eran los únicos.
Goldmoon oía el canto. La voz que lo entonaba era absorbente, sugestionadora, y llegaba al fondo de su alma.
«Lo encontraréis —decía la voz—. Él me sirve. Estaréis juntos.»
La Primera Maestra se acurrucó, gacha la cabeza, y tembló de miedo, de sobrecogimiento, experimentando al mismo tiempo una exaltación que la hizo llorar de nostalgia y tender las manos con ansiedad hacia quien entonaba aquel canto, del mismo modo que los muertos habían tendido sus manos hacia ella. Pasó la noche de rodillas, con el alma escuchando el canto con una emoción que era a la vez dolorosa y placentera, contemplando a los muertos dirigiéndose hacia el norte, obedientes a la llamada; las pequeñas olas del quieto mar se aferraban a la orilla todo lo posible y después se retiraban dejando la arena lisa y vacía con su reflujo.
Amaneció. El sol salió tras la línea del mar y su luz parecía empañada con la misma película oleosa del agua pues tenía un matiz verdoso. La atmósfera estaba cargada y costaba trabajo respirar el aire, contaminado y enrarecido. Ni una sola nube surcaba el cielo.
Goldmoon se puso de pie. Tenía los músculos acalambrados y doloridos por la incómoda postura. Pero el movimiento los calentó y desentumeció. Cogió una capa de paño grueso y se la echó sobre los hombros aunque, a pesar de ser tan temprano, ya se notaba calor.
Al abrir la puerta encontró a Palin fuera, con la mano levantada para llamar a la hoja de madera.
—Primera Maestra, todos estábamos preocupados... —empezó el mago.
Los muertos lo rodeaban, tiraban de las mangas de su túnica, apretaban los labios contra los dedos tullidos, sus manos aferraban el anillo mágico que llevaba en un intento vano de sacárselo, lo que provocaba gritos de frustración.
—¿Qué? —Palin había dejado de hablar en mitad de la frase, preocupado, alarmado por la expresión de la mujer—. ¿Qué ocurre, Primera Maestra? ¿Por qué me miras de ese modo?
Ella lo apartó de un empellón tan brusco que el mago reculó a trompicones. Goldmoon se recogió la falda de la blanca túnica y bajó corriendo la escalera, con la capa ondeando a su espalda. Llegó al vestíbulo y sobresaltó a maestros y discípulos por igual. La llamaron, algunos corrieron en pos de ella. Los guardias se quedaron inmóviles, mirándola con impotencia, pero Goldmoon no hizo caso a nadie y siguió corriendo.
Dejó atrás las cúpulas de cristal, los jardines, las fuentes, el laberinto de setos y la Escalera de Plata, a caballeros y guardias, visitantes y alumnos. A los muertos. Corrió hacia el puerto. Hacia el quieto y liso mar.
* * *
Tas y el gnomo trazaban el mapa del laberinto de setos y estaban teniendo éxito en su labor, algo que debía de considerarse excepcional en la larga y deshonrosa historia de la ciencia gnoma.
—¿Te falta mucho? —preguntó el kender—. Lo digo porque el pie izquierdo se me está durmiendo.
—¡Quédate quieto! —ordenó Acertijo—. No te muevas. Casi lo tengo. Maldito viento —añadió, irritado—. Ojalá dejara de soplar. Me vuela el mapa todo el tiempo.
Tasslehoff se esforzó por hacer lo que le indicaba, aunque permanecer inmóvil era extremadamente difícil. Se encontraba en el sendero, en el centro del laberinto, manteniendo un precario equilibrio sobre el pie izquierdo, mientras sostenía en vilo la pierna derecha en una postura absolutamente incómoda, con el pie unido a una rama de los setos por el extremo del hilo de su calcetín deshecho. El calcetín había menguado bastante de tamaño, y el hilo de color crema se extendía por el sendero, a través del laberinto.
El plan del gnomo de utilizar los calcetines había tenido un resultado brillante, aunque Acertijo suspiraba para sus adentros a causa de que entre los medios por los cuales iba a conseguir trazar el mapa del laberinto no se incluían los engranajes, poleas, ejes, botones y ruedas que tanto confortaban a la mente científica.