Soltó el espejo en el tocador, boca abajo, y tras suspirar profundamente se preparó para abandonar la prisión de la que podía salir, mientras para sus adentros deseaba fervientemente poder dejar la otra.
* * *
La aparición de Goldmoon en el Gran Liceo esa noche fue acogida con maravillado pasmo. Como la mujer había temido, su transformación se entendió como un milagro; un milagro benigno, propicio.
—¡Esperad a que se corra la voz! —susurraban sus discípulos—. ¡Veréis cuando la gente se entere! Goldmoon ha vencido a la vejez. ¡Ha derrotado a la muerte! ¡Ahora la gente acudirá en masa para unirse a nuestra causa!
Discípulos y maestros se apiñaban alrededor de ella para tocarla. Caían de rodillas y besaban su mano suplicando que les diera su bendición, y después se incorporaban exaltados. Sólo unos pocos la miraron con atención suficiente para vislumbrar el dolor y la angustia reflejados en su hermoso y juvenil semblante, en un rostro que reconocieron más por la luminosidad de sus ojos que por cualquier otro parecido con aquel otro, satisfecho y sabio, que tan bien habían llegado a conocer y a reverenciar. Incluso el brillo de los ojos parecía malsano, producto de un estado febril.
La velada resultó una dura prueba para Goldmoon. Celebraron un banquete en su honor y la obligaron a sentarse a la cabecera de la mesa. Tenía la sensación de que todos la miraban, y estaba en lo cierto. Pocos parecían capaces de apartar la vista de ella, y la contemplaban hasta que se les pasaba por la cabeza la idea de que estaban siendo descorteses; entonces miraban hacia otro lado con tanto empeño que su esfuerzo resultaba patente. Goldmoon no sabía qué era peor. Comió bien, mucho más de lo habitual. Su cuerpo extraño exigía gran cantidad de comida, pero ella no saboreó un solo bocado. Se limitaba a alimentar un fuego; un fuego que temía acabaría consumiéndola.
«Dentro de unos cuantos días se habrán acostumbrado a mi nuevo aspecto —se dijo para sí—. Dejarán de notar el terrible cambio que he sufrido. Pero yo sí lo notaré. Ojalá pudiera entender por qué me ha pasado esto.»
Palin estaba sentado a su derecha, pero el mago se mostraba serio y taciturno. Picoteó algo de su plato y finalmente lo apartó sin apenas tocar la comida. No prestaba atención a las conversaciones, sino que se hallaba absorto en sus propios pensamientos. Goldmoon imaginó que estaba repasando una y otra vez aquel viaje al pasado, buscando alguna clave que explicara su extraño final.
Tasslehoff también estaba desanimado. El kender se había sentado al lado del mago, que no lo perdía de vista. Cada dos por tres daba pataditas a los travesaños de su silla y soltaba un triste suspiro. La mayoría de sus cubiertos y utensilios de mesa, como el salero y el pimentero, encontraron el camino a sus bolsillos, pero su acostumbrado «tomar prestado» era, cuanto menos, un acto reflejo, falto de entusiasmo. Saltaba a la vista que no se divertía.
—¿Me ayudarás a trazar el mapa del laberinto de setos mañana? —le preguntó su vecino de mesa, el gnomo—. Se me ha ocurrido una solución científica al problema, pero requiere la colaboración de una persona, así como un par de calcetines.
—¿Mañana? —repitió Tas.
—Sí, mañana.
El kender miró a Palin, y éste le devolvió la mirada.
—Me encantará ayudarte —dijo Tas, que se bajó de la silla—. Vamos, Acertijo. Dijiste que ibas a enseñarme tu barco.
—Ah, sí, mi barco. —El gnomo se guardó un trozo de pan en el bolsillo para más tarde—. El
Indestructible XVIII.
Está amarrado en el muelle. O lo estaba. Nunca olvidaré la sorpresa que me llevé cuando fui a subir a bordo de su predecesor, el
Indestructible XVII,
y descubrí que, lamentablemente, se le había puesto un nombre poco apropiado. El comité hizo unos cambios radicales en el diseño, sin embargo, y estoy bastante seguro de que...
Palin siguió con la vista a Tas mientras el kender salía del salón.
—Debes hablar con él, Goldmoon —comentó el mago en voz baja—. Convéncelo de que debe regresar al pasado.
—¿Para que muera? ¿Cómo voy a pedirle tal cosa? ¿Cómo podría pedirle tal cosa a nadie?
—Lo sé —admitió Palin. Suspiró y se frotó las sienes como si le doliesen—. Créeme, Primera Maestra, ojalá hubiese otro modo. Lo único que sé es que tendría que estar muerto y no lo está, y que el mundo ha ido de mal en peor.
—Sin embargo, admites no tener la certeza de que Tasslehoff, vivo o muerto, tenga algo que ver con los problemas del mundo.
—No lo entiendes, Primera Maestra... —empezó Palin, cansadamente.
—Tienes razón, no lo entiendo. Y, por lo tanto, ¿qué esperas que le diga? —instó, cortante—. ¿Cómo puedo aconsejarle si no comprendo lo que ocurre? —Sacudió la cabeza—. La decisión ha de tomarla él. No pienso interferir.
Goldmoon apoyó la tersa mejilla en su mano. Podía sentir los dedos en contacto con la piel, pero la tez no percibía el tacto de los dedos. Era como si estuviese tocando una figura de cera.
Por fin acabó el banquete. Goldmoon se levantó y los demás hicieron lo mismo en señal de respeto. Uno de los acólitos, un joven bullicioso, lanzó un vítor que otros corearon. Inmediatamente después todos aplaudían y aclamaban con entusiasmo.
El clamor asustó a Goldmoon. «El escándalo atraerá la atención sobre nosotros», fue lo primero que se le pasó por la cabeza. Un instante después se sorprendió por su reacción. Tenía la extraña sensación de que se hallaban encerrados en una casa y que algo maligno los buscaba. La sensación pasó, pero las aclamaciones continuaron, poniéndole los nervios de punta. Alzó las manos para acallar el griterío.
—Gracias, amigos míos. Mis muy queridos amigos —dijo mientras se humedecía los labios, que se le habían quedado resecos—. Os... os pido que me tengáis en vuestros corazones y me rodeéis de buenos pensamientos. Siento que los necesito.
Los asistentes al banquete se miraron unos a otros, preocupados. Aquello no era lo que todos esperaban que dijese. Deseaban oírla hablar del maravilloso milagro que le había acontecido y que realizaría el mismo milagro para ellos. Goldmoon hizo un gesto de despedida y todos empezaron a abandonar el salón para regresar a su trabajo o a sus estudios mientras lanzaban miradas de soslayo hacia la mujer y hablaban en voz baja.
—Perdonad que os moleste, Primera Maestra —dijo lady Camilla, que se acercó a Goldmoon con los ojos bajos. Se esforzaba por no mirar el rostro de la otra mujer—. Los pacientes del hospital os han echado de menos. Me preguntaba, si no os sentís muy cansada, si querríais venir a...
—Sí, naturalmente —aceptó de buen grado Goldmoon, satisfecha de tener algo que hacer. Se olvidaría de sí misma si estaba ocupada. Además, no se sentía fatigada en absoluto. Es decir, su extraño cuerpo no sentía el menor cansancio.
—Palin ¿quieres acompañaros? —preguntó.
—¿Para qué? Tus sanadores no pueden hacer nada por mí —replicó en tono irritado—. Lo sé. Lo han intentado ya.
—Estáis hablando a la Primera Maestra, señor —le reprendió lady Camilla.
—Lo siento, Primera Maestra. —Palin hizo una ligera reverencia—. Disculpa mi rudeza, por favor. Estoy muy cansado y no he dormido hace mucho. He de encontrar al kender, y luego planeo irme derecho a la cama. Te deseo buenas noches.
Saludó con otra reverencia y se alejó.
—¡Palin! —llamó Goldmoon, pero él no la oyó o no quiso hacer caso.
Goldmoon acompañó a lady Camilla al hospital, un edificio separado que se alzaba en el recinto de la Ciudadela. La noche era fría, demasiado para esa época del año, y Goldmoon alzó la vista hacia las estrellas, a la pálida luna a la que nunca se había acostumbrado del todo y cuya presencia siempre le producía una sensación de intranquilidad y cierta conmoción. Esa noche las estrellas parecían más pequeñas, distantes. Por primera vez Goldmoon miró más allá de ellas, a la vasta y vacía oscuridad que las rodeaba.
—Que nos rodea —musitó, estremecida.
—Perdonad, Primera Maestra, ¿me hablabais a mí? —preguntó lady Camilla.
Las dos mujeres habían sido antagonistas en cierto momento de sus vidas. Cuando Goldmoon tomó la decisión de construir la Ciudadela de la Luz en Schallsea, lady Camilla se opuso. La solámnica era leal a los antiguos dioses, los dioses ausentes. Aquel nuevo «poder del corazón» despertaba su recelo y desconfianza. Después fue testigo de los incansables esfuerzos de los místicos de la Ciudadela para hacer el bien, para traer luz a la oscuridad en el mundo. Había llegado a amar y admirar a Goldmoon. Haría cualquier cosa por la Primera Maestra, solía afirmar, y lo había demostrado, empleando un montón de tiempo y de dinero en la infructuosa búsqueda de una chiquilla perdida, una muchachita muy querida por Goldmoon que había desaparecido tres años atrás, una jovencita cuyo nombre nadie pronunciaba para no causar dolor a la Primera Maestra.
Goldmoon pensaba en ella a menudo, sobre todo cuando paseaba por la orilla del mar.
—No era nada importante —contestó Goldmoon, que añadió—. Tenéis que perdonarme, lady Camilla. Sé que mi compañía resulta poco amena.
—En absoluto, Primera Maestra —respondió lady Camilla—. Tenéis muchas cosas en la cabeza.
Las dos siguieron caminando hacia el hospital en silencio.
El hospital, situado en una de las cúpulas de cristal que formaban los edificios centrales de la Ciudadela de la Luz, consistía en una extensa crujía llena de camas, colocadas en rectas hileras a uno y otro lado. Hierbas aromáticas perfumaban el aire y una dulce música contribuía con sus propiedades curativas. Los sanadores trabajaban entre enfermos y heridos, utilizando el poder del corazón para curarlos; era aquél un poder descubierto por Goldmoon y que usó por primera vez para sanar al moribundo enano Jaspe Fireforge.
Había realizado grandes milagros desde entonces, según decía la gente. Había curado a los que se daba por desahuciados. Había recompuesto cuerpos destrozados imponiendo las manos. Había devuelto la vida a miembros paralizados, y la vista a los ciegos. Sus milagros curativos eran tan maravillosos como los que había llevado a cabo como sacerdotisa de Mishakal. Goldmoon se alegraba y se sentía agradecida de ser capaz de aliviar el sufrimiento de otros. Pero las curaciones no le habían proporcionado el mismo gozo que experimentara cuando el sagrado arte curativo le llegaba como un don de los dioses, cuando Mishakal y ella trabajaban conjuntamente.
Hacía tres años, más o menos, sus poderes curativos habían empezado a menguar. Al principio, le echó la culpa a su avanzada edad. No obstante, ella no era la única sanadora que experimentaba una progresiva disminución del poder curativo.
—Es como si alguien hubiese corrido un velo entre mi paciente y yo —había comentado a una joven sanadora con frustración—. Intento apartar el velo para llegar hasta el enfermo, pero encuentro otro y otro. Tengo la sensación de que ya no puedo acercarme a mis pacientes.
Empezaron a llegar informes de maestros de la Ciudadela desde todo Ansalon atestiguando la aparición del mismo fenómeno aterrador. Algunos habían culpado a los dragones; otros, a los Caballeros de Neraka. Después les habían llegado rumores de que los místicos oscuros también estaban perdiendo sus poderes.
Goldmoon preguntó a su consejero, Espejo, el Dragón Plateado que era guardián de la Ciudadela, si creía que Malys era la responsable.
—No, Primera Maestra, no lo creo —respondió Espejo, que en ese momento se encontraba bajo su forma humana, un hombre joven y atractivo con el cabello plateado. Goldmoon vio tristeza y preocupación en sus ojos, unos ojos que albergaban la sabiduría de siglos—. He empezado a notar que mis propios poderes menguan. Entre los dragones se rumorea que a nuestros enemigos también les está ocurriendo lo mismo.
—Entonces, algo bueno ha salido de esto —comentó Goldmoon.
—Me temo que no, Primera Maestra. —La actitud de Espejo seguía siendo grave—. El tirano que nota que el poder se le escapa de las manos no afloja los dedos, sino que aprieta más y más.
Goldmoon retornó del pasado e hizo una pausa en la puerta del hospital. Las camas estaban llenas de pacientes, algunos de los cuales dormían mientras otros charlaban en voz queda o leían. El ambiente era tranquilo, apacible. Desposeídos de gran parte de su poder místico, los sanadores habían vuelto a recurrir a las hierbas medicinales que antaño utilizaron los sanadores, en los días posteriores al Cataclismo. El olor a salvia, romero, manzanilla y menta impregnaba el aire. Sonaba una música suave. Goldmoon percibió la benéfica influencia de la relajante soledad y sintió un gran alivio al serenarse su alma. Aquí, tal vez, la propia sanadora podría curarse.
Al reparar en la presencia de Goldmoon, una de las maestras sanadoras se acercó inmediatamente para darle la bienvenida, cosa que hizo, necesariamente, en voz baja a fin de no alterar a los pacientes con una excesiva emoción. Le dijo lo complacida que se sentía por el regreso de la Primera Maestra, todo ello sin apartar los ojos del rostro cambiado de Goldmoon.
Ésta respondió algo agradable y trivial y apartó el rostro del sorprendido escrutinio de la otra mujer para mirar en derredor y preguntar por los pacientes.
—El hospital está tranquilo esta noche, Primera Maestra —contestó la sanadora mientras la conducía al interior de la sala—. Tenemos muchos pacientes, pero, por fortuna, sólo el estado de unos pocos es preocupante. Hay un bebé con difteria, un caballero que se rompió una pierna durante un torneo y un joven pescador al que rescataron cuando se ahogaba. Los demás pacientes están en período de convalecencia.
—¿Cómo se encuentra sir Wilfer? —inquirió lady Camilla.
—La fractura se ha soldado, milady —repuso la sanadora—, pero aún debe consolidarse. Él insiste en que se le dé el alta, y soy incapaz de convencerlo de que le vendría bien seguir en cama unos pocos días más para recuperarse del todo. Sé que le resulta muy aburrido estar aquí, pero quizá si vos le...
—Hablaré con él —se adelantó lady Camilla.
La oficial avanzó por las hileras de camas. La mayoría de los pacientes procedía de fuera de la Ciudadela, de pueblos y villas de Schallsea. Conocían a la anciana Goldmoon, ya que los visitaba a menudo en sus casas, pero no reconocieron a la rejuvenecida Primera Maestra. Casi todos la tomaron por una extraña y apenas le prestaron atención, cosa que ella agradeció. Al fondo de la sala había una cuna donde reposaba el bebé, con la vigilante madre a su lado. La criatura tosía y lloriqueaba, y su rostro ardía por la fiebre. Los sanadores estaban preparando un cuenco con hierbas a las que se añadiría agua hirviendo. El vapor aliviaría la tos y los pulmones congestionados del bebé. Goldmoon se acercó con intención de dirigir unas palabras de consuelo a la madre.