Mientras se aproximaba a la cuna, vio otra figura cernida sobre el quejoso bebé. Al principio, Goldmoon pensó que era uno de los sanadores. No reconocía el rostro; claro que llevaba semanas ausente del hospital, así que probablemente se trataba de un estudiante nuevo.
Aflojó el paso y se detuvo tres camas antes de la cuna del bebé; extendió una mano para apoyarse en el poste de madera de la cama.
La figura no era de un sanador. Tampoco de un estudiante. Ni de nadie vivo. Un fantasma flotaba junto al bebé: el fantasma de una mujer joven.
—Disculpadme, Primera Maestra —dijo la sanadora—. Iré a ver qué puedo hacer por el niño enfermo.
La mujer se acercó al bebé y puso sus manos sobre él pero, en el mismo instante, las manos descarnadas del fantasma se movieron, asiendo las de la sanadora.
—Entrégame el poder sagrado —susurró—. ¡Debo tenerlo o seré arrojada al olvido absoluto!
La tos del niño empeoró y la madre se inclinó sobre él. La sanadora sacudió la cabeza y retiró las manos. Su tacto curativo no había llegado al bebé, ya que el fantasma se lo había arrebatado para sí mismo.
—Debería respirar mejor con el vapor —comentó la sanadora en un tono cansado y derrotado—. Le descongestionará los pulmones.
El fantasma de la mujer se alejó y su lugar lo ocuparon otras figuras insustanciales, amontonándose junto a la cuna del bebé, con los ardientes ojos prendidos ávidamente en la sanadora. Cuando ésta se dirigió a otra cama, la siguieron, aferrándose a ella como telas de araña y en el momento en que extendió las manos para intentar curar a otro paciente, los muertos se las asieron en medio de gemidos y gritos.
—¡Mío! ¡Mío! ¡Dame el poder a mí!
Goldmoon se tambaleó. Si no hubiese estado agarrada al poste de la cama, se habría desplomado. Apretó los ojos con fuerza, confiando en que las aterradoras apariciones se desvanecieran. Al abrirlos, vio más fantasmas. Legiones de muertos se apiñaban y se empujaban unos a otros en su afán de robar para sí mismos el sagrado poder vivificador que fluía de los sanadores. Incansables, los muertos no dejaban de moverse; pasaban ante Goldmoon como un vasto y turbulento río, todos flotando en la misma dirección: el norte. A los que se agrupaban en torno a los sanadores no se les permitía permanecer mucho tiempo. Alguna voz no oída les ordenaba retirarse; alguna mano invisible tiraba de ellos hacia atrás, hacia la corriente.
El río de muertos varió el curso, fluyó en torno a Goldmoon. Los fantasmas alargaron las manos para tocarla, suplicándole que los socorriese con sus voces huecas y susurrantes.
—¡No! ¡Dejadme en paz! —gritó ella mientras retrocedía—. ¡No puedo ayudaros!
Algunos muertos pasaron ante Goldmoon al tiempo que lanzaban gemidos decepcionados. Otros se le acercaron más. Su aliento era gélido mientras que sus ojos ardían. Sus palabras eran humo y su tacto como ceniza que cayera sobre su piel.
Rostros sobresaltados la contemplaban. Rostros de seres vivos.
—¡Sanadora! —llamó alguien—. ¡Venid, aprisa! ¡La Primera Maestra!
La sanadora se acercó, muy nerviosa. ¿Habría hecho algo que hubiese ofendido a la Primera Maestra? No había sido su intención.
Goldmoon retrocedió, aterrorizada. Los muertos rodeaban a la mujer, se asían de sus brazos, tiraban de sus ropas. Los fantasmas se acercaron en tropel, rodeándola, intentando aferrar sus manos.
—Dánoslo... —suplicaban con aquellos terribles susurros—. ¡Danos lo que anhelamos...! ¡Lo que necesitamos...!
—¡Primera Maestra! —La voz de lady Camilla resonó a través de los siseantes murmullos de los muertos. Parecía muy asustada—. ¡Por favor, dejad que os ayudemos! ¡Decidnos qué os pasa!
—¿Es que no los veis? —gritó Goldmoon—. ¡Los muertos! —Señaló con el dedo—. ¡Allí, junto al bebé! ¡Y ahí, alrededor de la sanadora! ¡Y aquí, delante de mí! Los muertos nos están consumiendo, robándonos el poder curativo. ¿Es que no los veis?
Las voces gritaban alrededor de Goldmoon; voces de seres vivos. Ella no entendía lo que decían, sus palabras no tenían sentido. Le falló su propia voz y sintió que caía, pero no pudo hacer nada para evitarlo.
Se encontraba tumbada en una de las camas del hospital. Las voces seguían gritando. Abrió los ojos y vio los rostros de los muertos, rodeándola.
El edicto
El general Medan rara vez visitaba su cuartel general de Qualinost. Construido por humanos, el fuerte era feo, feo a conciencia. Bajo y cuadrado, hecho de piedra arenisca gris, con rejas en las ventanas y puertas pesadas y reforzadas con bandas de hierro, el fuerte era feo a propósito, con intención de que resultara un insulto a los elfos y para dejar muy claro quién mandaba allí. Ningún elfo se acercaba a la construcción por propia voluntad, aunque muchos habían visto su interior, en especial el cuarto localizado a gran profundidad bajo tierra y al que eran llevados cuando se daba la orden de que se los sometiera a interrogatorio.
El gobernador militar había desarrollado un inmenso desagrado hacia aquel edificio, casi tan grande como el que sentían los elfos. Prefería ocuparse de las tareas en su casa, donde su zona de trabajo era una sombreada enramada por la que se colaba el sol. Prefería oír el canto de la alondra a los alaridos de los prisioneros torturados; prefería el aroma de sus rosas al olor de la sangre.
El infame cuarto apenas se utilizaba ahora. Los elfos de quienes se sospechaba que eran rebeldes o aliados de los rebeldes desaparecían como las sombras cuando el sol se oculta detrás de una nube antes de que los Caballeros de Neraka pudiesen arrestarlos. Medan sabía muy bien que se lo estaba sacando de la ciudad de algún modo, tal vez por túneles subterráneos. Antaño, cuando le fue encomendada la tarea de gobernar una nación ocupada, habría removido Qualinost de arriba abajo, habría ordenado excavar, habría mandado que los Caballeros de la Espina buscasen algún rastro de magia, habría dispuesto que se torturara a cientos de elfos. Ya no hacía nada de eso; se alegraba de que sus caballeros arrestaran a tan pocas personas. Había llegado a detestar las torturas y la muerte tanto como había llegado a amar a Qualinesti.
Medan amaba aquella tierra, su belleza, el tranquilo sosiego que serpenteaba a través de Qualinesti al igual que el arroyo que trazaba su sinuoso y chispeante camino a través de su jardín. Alexis Medan no amaba a los elfos; le resultaban totalmente incomprensibles. Habría sido tanto como decir que amaba el sol, la luna o las estrellas; sí los admiraba, al igual que admiraba la belleza de una orquídea, pero no los amaba. A veces envidiaba su longevidad y a veces los compadecía por la misma razón.
Gerard había llegado a la conclusión de que el gobernador no amaba a Laurana como a una mujer, sino como a la personificación de todo lo hermoso que había en su país de adopción.
El joven caballero se quedó sorprendido, estupefacto y pasmado la primera vez que entró en el hogar de Medan. Su sorpresa aumentó cuando el gobernador le dijo, enorgullecido, que había supervisado el proyecto de la casa y que el jardín se había diseñado enteramente a su gusto.
Los elfos no habrían vivido felices en la casa del gobernador; todo estaba demasiado ordenado y estructurado para el gusto elfo. A Medan no le gustaba la costumbre elfa de utilizar árboles vivos como muros ni ramas colgantes de enredaderas como cortinas, ni tampoco apreciaba que los techos fueran de hierba. Los elfos gustaban ser arrullados por los susurros nocturnos de las paredes vivas que los rodeaban, mientras que Medan prefería que sus paredes lo dejaran dormir. Su casa estaba construida en una roca toscamente tallada; cuidó mucho de que no se cortaran árboles, hecho que los elfos consideraban un grave delito.
Hiedra y campanillas se aferraban a la superficie rocosa de las paredes. La propia casa quedaba prácticamente oculta bajo un profuso manto de flores. Gerard no podía creer que alentara tanta belleza en el alma de aquel hombre, un reconocido seguidor de los preceptos de la Oscuridad.
El joven caballero se había trasladado a la casa del general el día anterior, por la tarde. Siguiendo las órdenes de Medan, los sanadores de los Caballeros de Neraka habían sumado sus menguadas energías para devolver casi por completo la salud al solámnico. Sus heridas se habían cerrado con sorprendente rapidez. Gerard sonrió para sus adentros al imaginar la ira que sentirían si supieran que habían gastado sus contadas energías en sanar a un enemigo.
Ocupaba un ala de la casa que había estado vacía hasta ese momento, ya que el gobernador no había permitido que sus ayudantes vivieran en su casa desde que el último hombre que había contratado fue descubierto orinando en el estanque de los peces. Medan había destinado al sujeto al puesto más distante de la frontera elfa, un puesto construido al borde de las tierras baldías conocidas como Praderas de Arena; esperaba que el cerebro del hombre explotara por el calor.
Los aposentos de Gerard eran cómodos, aunque pequeños. Sus tareas hasta el momento —al cabo de dos días de tomar posesión del puesto— habían sido livianas. El gobernador era una persona madrugadora. Tomaba su desayuno en el jardín los días soleados, y comía en el porche que se asomaba al jardín los días de lluvia. Gerard se quedaba cerca, detrás de la silla del gobernador, para servirle el té y escuchar los problemas de su superior con quienes consideraba sus más implacables enemigos: áfidos, ácaros, orugas y pulgones. Se ocupaba de la correspondencia, anunciaba y registraba a las visitas y llevaba órdenes del gobernador desde la casa al detestado cuartel general. Allí era blanco de la envidia de los otros caballeros, que habían hecho comentarios groseros sobre el «advenedizo», el «pelota», el «lameculos».
Al principio, el joven caballero se había sentido incómodo y tenso. Eran muchas las cosas que habían ocurrido de repente. Cinco días antes era un invitado en casa de Laurana, y ahora se hallaba prisionero de los Caballeros de Neraka, y se le permitiría seguir vivo mientras Medan pensara que podía serle de utilidad.
Gerard decidió permanecer con el gobernador sólo hasta que descubriera la identidad de la persona que espiaba a la reina madre. Cuando lo hubiese conseguido, pasaría la información a Laurana e intentaría escapar. Tras haber tomado esa decisión, se relajó y se sintió mejor.
Una vez que Medan terminaba de cenar, Gerard volvía al cuartel general para recibir los informes diarios, así como la lista de prisioneros y el historial de aquellos que habían escapado y a los que ahora se buscaba como criminales. También se le entregaba cualquier despacho que hubiese llegado para el gobernador desde otras partes del continente. Por lo general eran contados, según le dijo el propio Medan. Al gobernador no le interesaban esas otras regiones y era pagado con la misma moneda. Aquella tarde sí había un despacho; lo traía un mensajero de Beryl, un draconiano.
Gerard había oído hablar de esos seres, las criaturas nacidas años atrás de los huevos de los dragones del Bien sometidos a una corrupta aberración producto de la magia, pero nunca había visto uno. Al contemplar a aquél —un corpulento baaz— pensó que aunque no hubiese visto ninguno en toda su vida no lo habría echado de menos.
El draconiano se sostenía sobre las piernas como un hombre, pero tenía el cuerpo cubierto de escamas. Sus manos eran grandes, escamosas, con los dedos rematados por afiladas garras. Su rostro recordaba el de un lagarto o una serpiente, con hileras de puntiagudos dientes y una larga lengua que dejaba a la vista al esbozar una horrenda sonrisa. Unas alas, cortas y atrofiadas, sobresalían de su espalda y se movían sin cesar, suavemente, agitando el aire a su alrededor.
El draconiano esperaba a Gerard dentro del cuartel general. El joven caballero vio a la criatura en el momento de entrar y no pudo evitar pararse en la puerta, vacilante, invadido por el asco. Los otros caballeros que se encontraban en la estancia, holgazaneando, lo observaron con aire enterado y sus muecas burlonas se ensancharon al reparar en su desagrado.
Furioso consigo mismo, Gerard entró en el edificio del cuartel con firmes zancadas. Pasó ante el draconiano, que se había levantado haciendo un ruido rasposo en el suelo con las garras de los pies.
El oficial al mando le entregó los informes diarios; Gerard los cogió e hizo intención de marcharse, pero el oficial lo detuvo.
—Eso también es para el gobernador. —Señaló con el pulgar al draconiano, que alzó la cabeza con aire malicioso—. Groul tiene un despacho para el gobernador.
Gerard se armó de valor y con una actitud despreocupada, que esperaba no se notara lo falsa que era, se acercó a la repugnante criatura.
—Soy el ayudante del gobernador. Entrégame la carta.
Groul chasqueó los dientes de un modo desconcertante y levantó la mano en la que sostenía el estuche del pergamino, aunque no se lo dio a Gerard.
—Mis órdenes son entregarla personalmente al gobernador —manifestó.
Gerard había imaginado que el reptil tendría poca o ninguna inteligencia, que balbucearía un galimatías casi incoherente o, en el mejor de los casos, una jerga aberrante del Común. No esperaba que el ser se expresara tan bien y que, en consecuencia, fuera inteligente, así que tuvo que esforzarse por reajustar sus ideas acerca de cómo tratarlo.
—Le entregaré el despacho al gobernador —insistió—. Ha habido varios atentados contra su vida y, en consecuencia, no permite que entren extraños en su casa. Te doy mi palabra de honor de que se lo entregaré personalmente a él.
—¡Honor! Esto es lo que pienso de tu honor. —La lengua de Groul salió de su boca y se retrajo ruidosamente, salpicando de saliva a Gerard. El draconiano se acercó a él, haciendo ruidos rasposos en el suelo con las garras de los pies—. Escucha, caballero —siseó—. Me envía la excelentísima Berylinthranox. Me ha ordenado que entregue este despacho al gobernador militar Medan y que espere su respuesta. Es un asunto de máxima urgencia. Haré lo que se me ha mandado, así que condúceme ante el gobernador.
Gerard podría haber hecho lo que exigía el draconiano y ahorrarse, probablemente, un montón de problemas, pero tenía dos razones para negarse. La primera, que estaba decidido a leer el despacho de la Verde antes de entregárselo a Medan, cosa harto difícil de hacer con el papel asido firmemente en la garra del draconiano. La segunda era más sutil, y a Gerard le resultaba incomprensible, pero se sentía impelido a cumplirla: no le gustaba la idea de que aquella despreciable criatura entrara en la hermosa casa del gobernador, con sus garrudos pies abriendo agujeros en la tierra, destrozando los parterres, pisoteando las plantas, golpeando los muebles con su cola, babeándolo todo, y haciendo gala de aquel gesto malicioso, burlón.