Los Caballeros de Neraka (64 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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Gerard mojó el pan en el caldo y bebió el agua fresca de la taza mientras se preguntaba cómo descubrir la verdad.

—Me imagino que estoy prisionero —dijo al joven.

—¡Vaya, no, señor! —El acólito parecía sorprendido—. ¿Por qué ibais a estarlo? ¡Fuisteis emboscado por un grupo de elfos, señor! —El acólito lo miraba con obvia admiración—. El gobernador militar Medan le contó a todo el mundo lo ocurrido cuando os trajo aquí. Os llevaba en brazos, señor, y estaba cubierto de vuestra sangre. Dijo que erais un verdadero héroe y que se os debían prestar todos los cuidados, sin ahorrar esfuerzos. Tuvimos siete místicos oscuros trabajando en vos. ¿Un prisionero? ¿Vos? —El joven rió y sacudió la cabeza.

Gerard apartó el cuenco sin probar la sopa. Había perdido el apetito. Mascullando algo sobre que debía de estar más débil de lo que había supuesto, volvió a recostarse en las almohadas. El acólito se ocupó de él con muchos aspavientos, ajustó los vendajes y comprobó si alguna de las heridas se había abierto. Informó que todas estaban casi curadas y después se marchó, no sin antes aconsejar a Gerard que durmiese.

El caballero cerró los ojos, fingiendo que se entregaba al sueño, pero nada más lejos de la realidad. No tenía ni idea de lo que ocurría; supuso que el tal Medan se entretenía con algún juego sádico que acabaría con la tortura y la muerte de su prisionero.

Tras llegar a esa conclusión, se sintió en paz y se quedó dormido.

—No lo despiertes —dijo una voz profunda, familiar—. Sólo he venido para ver cómo se encuentra esta mañana.

Gerard abrió los ojos. Un hombre vestido con la armadura de un Caballero de Neraka y fajín de gobernador se encontraba de pie junto a la cama. Era un hombre de edad madura, con el rostro curtido por el sol, surcado de arrugas y gesto severo, pero no cruel. Era el semblante de un comandante que podría mandar a la muerte a hombres, pero sin que ello lo complaciera.

Lo reconoció de inmediato: el gobernador militar Medan.

Laurana había hablado de él con cierto respeto renuente, y ahora comprendía Gerard el porqué. Medan había gobernado a una raza hostil durante casi cuarenta años y no se habían establecido campos de exterminio, no se habían levantado horcas en la plaza del mercado, no se habían llevado a cabo incendios, pillajes o destrucciones gratuitas de propiedades y negocios elfos. Medan se ocupaba de que el tributo al dragón se recaudara y se pagara. Había aprendido a moverse en la política elfa y lo hacía bien, según Laurana. Tenía espías e informadores. Trataba con mano dura a los rebeldes, pero con el único propósito de mantener el orden y la estabilidad. Tenía bajo un riguroso control a sus tropas, un logro nada fácil en esos tiempos, cuando se recurría a la escoria de la sociedad para nutrir las filas de los Caballeros de Neraka.

A Gerard no le quedó más remedio que abandonar la idea de que ese hombre lo utilizaría para divertirse, que haría mofa de él y de su muerte. Pero, si eso era cierto, entonces ¿qué juego se traía entre manos Medan? ¿A qué venía esa historia del ataque de elfos?

El joven caballero se sentó trabajosamente en la cama y saludó lo mejor que pudo habida cuenta de que tenía el pecho y el brazo vendados. El gobernador sería un adversario, pero también era un general y Gerard estaba obligado a mostrarle el respeto debido a su rango.

El gobernador devolvió el saludo y le dijo que se tumbara y tuviera cuidado para no volver a abrirse las heridas. El joven caballero apenas lo escuchó; estaba pensando en otras cosas, recordando el ataque.

Medan los había emboscado por una razón: capturar a Palin y apoderarse del artefacto. Ello significaba que Medan sabía exactamente dónde encontrarlos, razonó Gerard. Alguien le había informado dónde iban a estar y cuándo.

Alguien los había traicionado, pero ¿quién? ¿Alguno de los sirvientes de Laurana? Costaba trabajo creer tal cosa, pero Gerard recordó al elfo que se había marchado para «cazar» y no había vuelto. Quizá lo habían matado los caballeros. O quizá no.

Su mente era un hervidero de ideas. ¿Qué había sido de Palin y el kender? ¿Habrían logrado ponerse a salvo? ¿O también los habían hecho prisioneros?

—¿Cómo te encuentras, caballero? —inquirió Medan, que miraba a Gerard con preocupación.

—Mucho mejor, milord, gracias —contestó—. Quiero deciros, señor, que ya no es necesario continuar con esta farsa que, tal vez, habéis improvisado porque os intranquilizara mi estado de salud. Sé que soy vuestro prisionero. No hay razón para que me creáis, pero quiero aseguraros que no soy un espía. Soy...

—Un Caballero de Solamnia —se adelantó Medan, sonriente—. Sí, me he dado cuenta de eso, caballero... —Hizo una pausa.

—Gerard Uth Mondor, milord —contestó el joven.

—Yo soy el gobernador militar Alexis Medan. Sí, sir Gerard, sé que eres un solámnico. —Medan acercó una silla y tomó asiento junto al lecho de Gerard—. Y sé que eres mi prisionero. Quiero que mantengas el tono de voz bajo. —Miró de soslayo a los místicos oscuros, que iban de un lado a otro, en el otro, al otro extremo de la habitación—. Esos dos datos serán nuestro pequeño secreto.

—¿Perdón, milord? —Gerard se había quedado boquiabierto. Si la hembra de dragón Beryl se hubiese lanzado en picado desde el cielo para aterrizar en su plato de sopa no se habría quedado más pasmado.

—Escúchame, sir Gerard —dijo Medan mientras ponía una firme mano sobre el brazo del solámnico—. Fuiste capturado vistiendo la armadura de un Caballero de Neraka. Afirmas no ser un espía, pero ¿quién te creería? Nadie. ¿Sabes la suerte que te esperaría como espía? Te interrogarían hombres muy diestros en el arte de hacer hablar a la gente. Estamos muy al día en esas técnicas aquí, en Qualinesti. Contamos con el potro, la rueda, tenazas al rojo vivo, aparatos para romper huesos... Tenemos la dama de hierro, con su doloroso y mortal abrazo. Tras unas semanas de esa clase de interrogatorios, estarías, creo, más que dispuesto a confesar todo cuanto supieras y mucho más que ignoras. Harías cualquier cosa con tal de acabar con el tormento.

Gerard abrió la boca para contestar, pero Medan apretó dolorosamente los dedos sobre su brazo y el joven guardó silencio.

—¿Y qué les contarías? Les hablarías de la reina madre, les dirías que Laurana daba refugio en su casa a un mago humano que había descubierto un valioso artefacto mágico. Y que gracias a la intervención de Laurana, ese mago y el artefacto se encuentran ahora a salvo, fuera del alcance de Beryl.

Gerard suspiró. Medan lo observaba atentamente.

—Sí, suponía que te alegraría saber eso —añadió el gobernador en tono seco—. El mago escapó. El deseo de Beryl de apoderarse de ese artilugio ha sido frustrado. Morirías, y te alegrarías de ello. Pero tu muerte no salvaría a Laurana.

Gerard guardó silencio para asimilar todo aquello. Se debatió y luchó contra la firme presa de la lógica de Medan, pero no vio salida. Le habría gustado pensar que sería capaz de aguantar cualquier tortura, de ir a la muerte sin confesar nada, pero no estaba seguro. Había oído hablar de los efectos del potro, de cómo tiraba de las articulaciones hasta descoyuntarlas, dejando tullido a un hombre ya que las lesiones nunca llegaban a curarse del todo. Había oído historias sobre los otros tormentos que se podían infligir a una persona; recordó las manos retorcidas de Palin, sus dedos deformados. Imaginó las manos de Laurana, blancas, esbeltas, aunque estropeadas por los callos dejados en la época en que empuñó la espada. Lanzó otra ojeada a los místicos oscuros y después volvió la vista hacia Medan.

—¿Qué queréis que haga, milord? —preguntó en voz queda.

—Secundarás la historia que he inventado sobre el combate contra los elfos. En premio a tu valerosa hazaña, te tomaré como mi ayudante. Necesito a mi lado alguien de confianza —comentó con acritud—. Creo que la vida de la reina madre corre peligro. Haré cuanto pueda para protegerla, pero tal vez no sea suficiente. Necesito un asistente que tenga tanta estima y consideración a la reina madre como le tengo yo.

—Sin embargo, milord —contestó Gerard, absolutamente perplejo—, vos también la espiáis.

—Por su propia seguridad —replicó Medan—. Créeme, no me gusta tener que hacerlo.

El joven caballero sacudió la cabeza y miró al gobernador.

—Milord, ésta es mi respuesta: os pido que saquéis vuestra espada y me matéis. Aquí mismo, en esta cama donde yazgo. No puedo ofrecer resistencia. Os absuelvo de antemano del delito de asesinato. Mi muerte inmediata, aquí y ahora, resolverá todos nuestros problemas.

—Quizá no tantos como podría pensarse. Rehuso, desde luego. —El severo semblante de Medan se suavizó con una sonrisa—. Me caes bien, solámnico. ¡Ni por todas las riquezas de Qualinesti me habría perdido ese combate que libraste! La mayoría de los caballeros que conozco habrían tirado sus armas y puesto pies en polvorosa. —La expresión del gobernador se ensombreció y su tono se tornó agrio.

»
Los días de gloria de nuestra Orden quedaron atrás hace mucho. Antaño nos dirigía un hombre de honor, arrojado. Un hombre que era hijo de un Señor del Dragón y de Zeboim, diosa del mar. ¿Quién es ahora nuestro cabecilla? —Sus labios se torcieron en un gesto de desprecio—. Un tenedor de libros. Un hombre que lleva un cinturón de dinero en lugar de un talabarte. Quienes ascienden a caballeros ya no se ganan sus puestos por su arrojo en la batalla o por hazañas valerosas, sino que se los compran con dinero contante y sonante.

Gerard pensó en su propio padre y se sintió enrojecer. Él no había comprado su acceso a la caballería; al menos tenía eso en su favor. Pero su padre sí había comprado la designación de su hijo a puestos cómodos y seguros.

—Los solámnicos no son mejores —masculló a la par que agachaba los ojos y alisaba las arrugas de la sábana empapada de sudor.

—¿De veras? Lamento oír eso —dijo Medan, que parecía sinceramente desilusionado—. Quizás, en estos últimos días, la batalla final se libre entre hombres que escojan el honor en lugar de elegir bandos. Así lo espero —musitó— o, de lo contrario, creo que todos estamos perdidos.

—¿Últimos días? —preguntó Gerard, inquieto—. ¿Qué queréis decir, milord?

Medan echó un vistazo a la habitación. Los místicos se habían marchado; estaban solos ellos dos.

—Beryl va a atacar Qualinesti —informó Medan—. Ignoro cuándo, pero está reuniendo sus ejércitos. Cuando lo haga, se me planteará una amarga elección. —Miró a Gerard intensamente—. No quiero que la reina madre sea parte de esa elección. Necesitaré a alguien en quien pueda confiar que la ayudará a escapar.

«¡Está enamorado de Laurana!», comprendió Gerard, sorprendido. Aunque, pensándolo bien, no era de extrañar. También él estaba algo enamorado de ella. Uno no podía encontrarse cerca de la elfa sin caer en el encanto de su belleza y su gracia. Con todo, Gerard vaciló.

—¿Me he equivocado contigo, caballero? —inquirió Medan, cuya voz sonó fría. Se puso de pie—. Quizá tienes tan poco honor como los demás.

—No, milord —protestó el joven. Por extraño que pudiera parecer, deseaba que el gobernador tuviera buena opinión de él—. Trabajé duro para convertirme en caballero. Leí libros sobre el arte de la guerra. Estudié estrategias y tácticas. He participado en justas y torneos. Me hice caballero para defender a los débiles, para alcanzar honor y gloria en la batalla y, en lugar de ello, por culpa de las influencias de mi padre... —Hizo una pausa, lleno de vergüenza—. Mi puesto era hacer guardia en una tumba de Solace.

Medan lo miró en silencio, aguardando a que tomara su decisión.

—Acepto vuestra propuesta, milord —dijo finalmente Gerard—. No os entiendo, pero haré cuanto pueda para ayudar a la reina madre y a los qualinestis —puntualizó de manera harto significativa.

—Conforme. —Tras una seca inclinación de cabeza, Medan se dio media vuelta y empezó a alejarse. Entonces se detuvo y miró hacia atrás por encima del hombro—. Entré en la caballería por las mismas razones que tú, joven —dijo y acto seguido se encaminó hacia la puerta, pisando fuerte y con la capa ondeando a su espalda—. Si los sanadores dictaminan que te encuentras bien ya, mañana te trasladarás a mi casa.

Gerard se recostó en las almohadas. No se permitiría el lujo de confiar en él o admirarlo. Podría estar mintiendo con respecto al dragón. «Quizá todo esto sea una trampa. Ignoro con qué fin, pero me mantendré alerta y sin bajar la guardia. Al menos —pensó, sintiendo una especie de extraña satisfacción—, haré algo más que liberar a un condenado kender que se ha quedado encerrado en una tumba.»

Medan se marchó del hospital muy complacido con la entrevista mantenida. No se fiaba del solámnico, por supuesto; en los tiempos que corrían, el gobernador no se fiaba de nadie. Vigilaría de cerca al hombre durante los próximos días para ver cómo se desenvolvía. Siempre le quedaba la alternativa de tomarle la palabra al solámnico y traspasarlo con su espada.

«Al menos no me cabe duda de su valor y su lealtad para con sus amigos —reflexionó el gobernador—. Eso ya me lo ha demostrado.»

Medan dirigió sus pasos hacia la casa de Laurana. Disfrutó del paseo; Qualinesti era hermoso en todas las épocas del año, pero el verano era su estación favorita, la de los festivales, con sus miríadas de flores, el suave aire impregnado de exquisitas fragancias, el verde plateado de las hojas y los maravillosos cantos de los pájaros.

No se apresuró, tomándose tiempo para inclinarse sobre los muros de jardines y admirar el encendido despliegue de los hemerocallis que alzaban sus corolas anaranjadas hacia el sol. Remoloneó en el sendero para contemplar una lluvia de capullos blancos arrancados de un mundillo por los aleteos de un petirrojo. Al cruzarse con un elfo perteneciente a la Casa de Arboricultura lo paró para charlar sobre un hongo que temía había enfermado a uno de sus rosales. El moldeador de árboles se mostró hostil y dejó claro que hablaba con Medan sólo porque no le quedaba más remedio. El gobernador, sin embargo, lo trató con educación y respeto, y las preguntas que le planteó fueron inteligentes. Poco a poco, el elfo se animó con el tema y, al final, prometió acercarse a la casa del gobernador para tratar al rosal enfermo.

Llegado ya a la casa de Laurana, Medan tocó las campanillas plateadas y escuchó con placer el dulce tañido mientras esperaba.

Un elfo acudió a la puerta e hizo una cortés reverencia; el gobernador lo miró atentamente.

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