Los Caballeros de Neraka (49 page)

Read Los Caballeros de Neraka Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
8.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

El rostro de Alhana Starbreeze, su madre, acudió a su mente. Le deseaba lo mejor, pero éste era su sueño, un sueño en el que ella no era arte ni parte. Había tenido éxito en lo que ella había fracasado. Restauraría lo que ella había roto.

—Majestad.

Los elfos de la Casa de la Servidumbre hicieron una profunda reverencia. Silvan respondió con una sonrisa encantadora y dejó que mulleran los almohadones y estiraran la colcha. Se sentó en la cama y aguardó lánguidamente para ver qué le traían de desayuno.

—Majestad —dijo un elfo que había sido escogido para el puesto de chambelán por el regente Glauco—. El príncipe Kiryn espera para presentaros sus respetos.

Silvanoshei se volvió del espejo en el que admiraba sus nuevas galas. Las costureras habían trabajado la víspera y durante todo ese día en una frenética actividad para hacer la túnica y la capa que el joven monarca luciría en la ceremonia.

—¡Mi primo! Por favor, hacedlo pasar sin dilación.

—Vuestra majestad nunca debe decir «por favor» —lo reprendió el chambelán con una sonrisa—. Cuando vuestra majestad desee algo, pedidlo y se hará.

—Sí, así lo haré. Gracias. —Silvan comprendió su nuevo error y se sonrojó—. Supongo que tampoco debo decir «gracias», ¿verdad?

El chambelán sacudió la cabeza y se marchó para regresar poco después acompañado por un elfo joven, varios años mayor que Silvan. La víspera sólo se habían saludado brevemente, y ésta era la primera vez que estaban juntos solos. Los dos jóvenes se observaron de hito en hito, buscando alguna señal que denotara su relación familiar y, con gran placer de ambos, la hallaron.

—¿Qué os parece todo esto, primo? —preguntó Kiryn, después de intercambiarse los cumplidos y cortesías establecidos por la etiqueta—. Disculpad, quise decir «majestad». —Hizo otra reverencia.

—Por favor, llámame «primo» —pidió afectuosamente Silvan—. Nunca había tenido un primo. Es decir, no conocía a mi primo. Es el soberano de Qualinesti, ya sabes. Al menos, así es como se refieren a él.

—Vuestro primo Gilthas, hijo de Lauralanthalasa y del semihumano Tanis. Lo conozco. Porthios hablaba de él. Decía que el Orador Gilthas tenía una salud frágil.

—No es necesario que te muestres cortés, primo. Todos sabemos que sufre una melancolía enfermiza, un trastorno de la razón. No es culpa suya, pero ahí está. ¿Es correcto que te llame «primo»?

—Quizá no en público, majestad —respondió Kiryn, sonriente—. Como habréis notado, a los silvanestis nos encantan las formalidades. Sin embargo, en privado podéis hacerlo y me sentiré muy honrado. —Hizo una breve pausa y luego se apresuró a añadir—: Me enteré de la muerte de vuestros padres y deseo manifestaros mi profundo dolor. Los admiraba mucho a los dos.

—Gracias. —Tras un intervalo decoroso, Silvan cambió de tema—. Para responder a tu anterior pregunta, he de admitir que encuentro todo esto muy impresionante. Maravilloso, pero impresionante. Hace un mes vivía en una cueva y dormía en el suelo. Ahora tengo este hermoso lecho en el que mi abuelo durmió. El regente Glauco dispuso que su cama se trajera a este dormitorio, pensando que me complacería. Y tengo estas ropas. Y todo cuanto desee de comer y de beber. Parece un sueño.

Silvan se giró para mirarse de nuevo en el espejo. Le encantaba su nueva vestimenta, su nuevo aspecto. Estaba limpio, con el cabello cepillado y perfumado, los dedos adornados con joyas. Ahora no estaba mugriento, ni agarrotado por haber dormido con una piedra por almohada. Se juró para sus adentros no volver a pasar por lo mismo jamás. Absorto, no advirtió que la expresión de Kiryn pareció tornarse seria cuando nombró al regente. El gesto grave se fue intensificando en su primo a medida que Silvan abundaba en el tema.

—Y hablando de Glauco, ¡qué hombre tan estimable! Me complace mucho tenerlo como regente. Es tan educado y condescendiente. Pide mi opinión con respecto a todo. Al principio, no me importa decírtelo, primo, me molestó un poco que el general Konnal sugiriese a los Cabezas de Casas que se nombrase a un regente para que me guíe hasta que sea mayor de edad. Conforme a los criterios qualinestis ya se me considera así. —Su expresión se endureció.

»
Y estoy decidido a no convertirme en un rey marioneta como mi pobre primo Gilthas. No obstante, el regente Glauco me dio a entender que no será el gobernante, sino la persona que allanará el camino para que mis deseos y órdenes se lleven a cabo.

Kiryn guardó silencio, no respondió ni hizo comentario alguno. Miró en derredor como si quisiera tomar una decisión sobre algo. Luego adelantó otro paso hacia Silvan y dijo en voz baja:

—¿Puedo sugerir a vuestra majestad que despida a los sirvientes?

Silvanoshei miró a su primo con sorpresa y preocupación, asaltado por un repentino recelo. Glauco le había contado que Kiryn tenía los ojos puestos en el trono. ¿Y si era una maniobra para sorprenderlo solo e indefenso...?

Observó a Kiryn, cuya constitución era esbelta y delicada y tenía las manos finas y suaves de un estudioso. Comparó a su primo consigo mismo, que tenía el cuerpo musculoso, endurecido por los rigores de la vida que había llevado. Además, Kiryn no iba armado; difícilmente podía representar una amenaza para él.

—De acuerdo —accedió y despidió a los criados, que se hallaban ocupados en ordenar la habitación y preparar las ropas que llevaría en el baile que se daría en su honor aquella noche.

—Bueno, primo, estamos solos. ¿Qué es lo que quieres decirme? —Tanto su voz como su actitud eran frías.

—Majestad. Primo —comenzó seriamente Kiryn en tono bajo a pesar de que no había nadie con ellos en la amplia estancia—. Vine aquí hoy con un propósito, y es advertiros contra Glauco.

—Ah —dijo Silvan con aire enterado—. Entiendo.

—No parecéis sorprendido, majestad.

—No lo estoy, primo. Decepcionado, sí, lo confieso, pero no sorprendido. El propio Glauco me previno de que podrías estar celoso de los dos, de él y de mí. Me contó, haciendo gala de gran franqueza, que parecía que no te caía bien. Y ese sentimiento no es mutuo. Glauco habla de ti con la mayor consideración y estima, y lo entristece profundamente que los dos no podáis ser amigos.

—Me temo que me es imposible devolver el cumplido —repuso Kiryn—. Ese hombre no merece ser regente, majestad. No pertenece a la Casa Real. Es, o más bien dicho, era un hechicero que servía en la Torre de Shalost. Sé que mi tío Konnal lo propuso para el puesto, pero... —Calló, como si le costara trabajo continuar—. Os diré algo que jamás he dicho a nadie, majestad. Creo que el tal Glauco ejerce algún tipo de dominio sobre mi tío.

»
Mi tío es un buen hombre, majestad. Combatió valerosamente durante la Guerra de la Lanza. Luchó contra el sueño junto a Porthios, vuestro padre. Lo que presenció durante aquella horrible época ha hecho que viva en constante temor, un miedo irracional. Le aterroriza que vuelvan los días tenebrosos. Cree que el escudo salvará a Silvanesti de la oscuridad que se avecina. Glauco controla la magia del escudo y, con amenazas de bajar la barrera, controla a mi tío. No me gustaría ver que Glauco os controla del mismo modo.

—¿Acaso crees, primo, que ya me tiene bajo su control? ¿O quizá piensas que serías un Orador de las Estrellas mejor que yo? —preguntó Silvan, más enfurecido por momentos.

—Podría haber sido Orador, primo —repuso Kiryn con dignidad—. Glauco me lo propuso, pero rehusé. Conocía a vuestros padres. Los amaba a los dos. El trono es vuestro por derecho y yo jamás lo usurparía.

Silvan sintió que se merecía la reprimenda.

—Perdóname, primo. Hablo antes de que mi cerebro tenga tiempo de guiar mi lengua. Pero creo que te equivocas con Glauco. En el fondo sólo quiere lo mejor para Silvanesti. El hecho de que haya ascendido desde una posición inferior al alto rango que ahora ocupa se debe a sus méritos y al de tu tío por saber ver su verdadera valía, sin dejarse cegar por la posición y la clase, como los elfos hemos hecho en el pasado. Mi madre repetía a menudo que nos hemos perjudicado a nosotros mismos por impedir que personas de talento desarrollaran todo su potencial al juzgarlas sólo por su nacimiento y no por su habilidad. Uno de los consejeros de mayor confianza de mi madre es Samar, que comenzó como soldado raso en el ejército.

—Si Glauco nos hubiese traído los resultados de la experiencia en el gobierno de nuestro pueblo, yo sería el primero en respaldarlo, fuese cual fuese su procedencia social. Pero lo único que ha hecho ha sido plantar un árbol mágico y causar que un escudo se alce sobre todos nosotros —manifestó Kiryn con acritud.

—El escudo es para nuestra protección —argüyó Silvan.

—Sí, igual que los prisioneros están protegidos en sus celdas —replicó Kiryn.

Silvanoshei se quedó pensativo. No podía dudar de la sinceridad y la franqueza de su primo, pero tampoco deseaba oír nada en contra del regente. A decir verdad, se sentía abrumado por las nuevas responsabilidades que le habían caído encima tan de repente y le resultaba reconfortante pensar que alguien como Glauco estaba allí para aconsejarle y guiarlo. Alguien tan formal, tan cortés y encantador como Glauco.

—No discutamos por esto, primo —dijo—. Meditaré lo que me has dicho, y agradezco que me hayas hablado de corazón, pues sé que contarme eso no debe de haber sido fácil para ti. —Le tendió la mano.

Kiryn la tomó con verdadera buena voluntad y la estrechó afectuosamente. Los dos jóvenes charlaron sobre otros asuntos: de la ceremonia de la inminente coronación, de las modas actuales en danzas elfas. Después Kiryn se despidió, con la promesa de regresar para escoltar a su primo a la coronación.

—Llevaré la corona que adornó la cabeza de mi abuelo —dijo Silvan.

—Ojalá os traiga mejor suerte que a él, majestad —deseó Kiryn, tras lo cual, con expresión grave, salió de la habitación.

Silvan sintió ver marchar a su primo, ya que lo complacía mucho el trato amistoso y el carácter alegre de Kiryn, aunque se sentía molesto con él por echar a perder la hermosa mañana. En un día tan especial como ése, un nuevo rey sólo debería experimentar alegría.

«Tiene envidia, eso es lo que pasa —se dijo Silvan—. Algo perfectamente natural. Sin duda, yo sentiría lo mismo.»

—Majestad. —Un sirviente entró en la habitación—. Lamento profundamente informaros de que ha empezado a llover.

* * *

—Y bien, ¿qué opinas de nuestro nuevo rey? —preguntó el general Konnal a su compañero mientras subían la escalinata del palacio real para rendir homenaje a su majestad la mañana de su coronación. Ahora llovía con fuerza y a un ritmo constante, de manera que el sol quedaba oculto tras la gris cortina del agua.

—Me parece inteligente, modesto, sin nada de afectación —contestó Glauco, sonriente—. Me siento extremadamente complacido con él. ¿Y vos qué opináis?

—Es un adolescente —repuso Konnal encogiéndose de hombros—. No nos dará ningún problema. —Su tono se suavizó—. Tu consejo fue acertado, amigo mío. Hicimos bien al sentarlo en el trono. La gente lo adora. Hacía mucho que no veía tan contento al pueblo, la ciudad al completo ha acudido a celebrarlo, las calles están adornadas con flores y todo el mundo viste sus mejores galas. Habrá festejos que se prolongarán días. Se refieren a su llegada como un milagro y se dice que los afectados por la enfermedad consumidora sienten que la vida ha vuelto a sus miembros. Dejará de hablarse de levantar el escudo, ya que ahora no hay razón para hacerlo.

—Sí, hemos arrancado de raíz la semilla de rebelión que los Kirath intentaban plantar en nuestro hermoso jardín —repuso Glauco—. Los Kirath piensan que os han derrotado al sentar al nieto de Lorac en el trono. No hagáis nada para desilusionarlos, dejad que lo celebren. Tienen a su rey y no nos molestarán más.

—Y si por una desafortunada casualidad el escudo nos falla —comentó Konnal con complicidad—, también hemos solucionado lo de su madre. Se lanzaría con sus tropas, armadas hasta los dientes, para salvar a su país y se encontraría en las manos de su propio hijo. Casi merecería la pena que ocurriese para ver la expresión de su cara.

—Sí, bueno, quizás. —A Glauco esa idea no parecía resultarle muy divertida—. Por lo que a mí respecta, prefiero no volver a ver la cara de esa bruja. No creo ni por un momento que dejara a su hijo seguir en el trono. Lo quiere para ella. Por suerte —añadió sonriendo, recuperado el buen humor—, es muy improbable que halle el medio de entrar. El escudo la mantendrá fuera.

—Pero el escudo permitió que su hijo pasara —adujo Konnal.

—Porque yo quise que lo hiciera —le recordó Glauco.

—Eso es lo que tú dices.

—¿Acaso dudáis de mí, amigo mío?

Glauco se paró para volverse a mirar al general. Los pliegues de la blanca túnica del hechicero ondearon alrededor de su cuerpo.

—Sí —respondió Konnal sin alterarse—. Porque percibo que tú dudas de ti mismo.

Glauco iba a replicar, pero cerró la boca antes de pronunciar palabra. Entrelazó las manos a la espalda y reanudó la marcha.

—Lo siento —empezó el general.

—No, amigo mío. —Glauco volvió a detenerse y se giró—. No estoy enfadado. Sólo dolido, eso es todo. Y apenado.

—Lo que quería decir es que...

—Me explicaré, y así quizá me creáis.

—Me has interpretado mal a propósito. —Konnal suspiró—. Pero, de acuerdo, escucharé tu explicación.

—Os contaré cómo ocurrió, pero no aquí. Hay demasiada gente. —Glauco señaló con un gesto a un sirviente que transportaba una gran corona de hojas de laurel—. Entremos en la biblioteca, donde podremos hablar en privado.

En la biblioteca, una amplia estancia jalonada de estanterías de madera oscura y pulida, abarrotadas de libros y rollos de pergamino, reinaba el silencio; los libros parecían absorber el sonido de las palabras de quienquiera que hablara allí dentro, como si las anotaran para una futura referencia.

—Cuando dije que el escudo actúa según mis deseos —explicó Glauco—, no me refería a que le hubiese dado la orden específica de dejar entrar a ese muchacho. La magia del escudo dimana del árbol de los Jardines de Astarin. Siguiendo mis instrucciones, los moldeadores plantaron y cuidaron al Árbol Escudo. Los adiestré en la magia que hacía crecer al árbol, magia que es en realidad gran parte de mí. Dedico una cantidad inmensa de mi energía en mantener esa magia y al escudo operativo. A veces siento —añadió en voz queda—, como si yo fuese el escudo, el que mantiene a salvo a nuestro pueblo.

Other books

Promising Hope by Emily Ann Ward
A Tale of Two Lovers by Maya Rodale
Down the Shore by Stan Parish
Lost December by Richard Paul Evans
We That Are Left by Clare Clark
Blood Crazy by Simon Clark
Tristan's Loins by Karolyn Cairns
Eco Warrior by Philip Roy