Gerard había intentado no pensar mucho en el hecho de que muy pronto confiaría su vida a una bestia que no tenía motivos para apreciarlo, pero ahora no le quedó más remedio que enfrentarse a la idea de cabalgar a lomos de uno de esos animales, y no para viajar por una calzada sino por el aire. A mucha, mucha altura, de modo que cualquier percance haría que se precipitara a una muerte segura.
El caballero se armó de valor, decidido a afrontar aquello como haría con cualquier otra maldita tarea. Reparó en la orgullosa cabeza de águila, con sus blancas plumas, los relucientes ojos negros y el curvado pico que podía, o eso había oído decir, partir el espinazo a un hombre o arrancarle la cabeza. Las patas delanteras semejaban las de un águila, con afiladas garras, mientras que el cuerpo y los cuartos traseros recordaban los de un león y estaban cubiertos por un suave pelaje marrón. Las alas eran grandes, blancas como la nieve por el lado inferior y marrones por el superior. El grifo superaba la altura de Gerard en unos tres palmos.
—Sólo hay uno —informó el caballero con impasibilidad, como si aquel tipo de encuentro fuera un acontecimiento diario para él—. Al menos de momento. Y no hay señales del elfo.
—Qué extraño —comentó Palin mientras miraba a su alrededor—. Me pregunto dónde habrá ido. Él no suele proceder así.
El grifo agitó las alas y giró la cabeza en busca de sus jinetes. El fuerte aleteo levantaba la niebla en remolinos y sacudía las ramas de los árboles. Los compañeros esperaron unos instantes más, pero no apareció ningún otro grifo.
—Por lo visto sólo venía uno, señor —dijo Gerard, intentando que su tono no revelara el alivio que sentía—. No os preocupéis por mí. Me arreglaré para salir de Qualinesti. Tengo mi caballo...
—Tonterías —lo interrumpió el mago, a quien lo contrariaba cualquier cambio en los planes—. El grifo puede transportarnos a los tres. El kender no cuenta.
—¡Pues claro que cuento! —protestó, ofendido, Tasslehoff.
—Señor, de verdad que no me importa —empezó Gerard.
En ese momento, una flecha se clavó en el tronco del árbol que había detrás de él, y una segunda pasó silbando sobre su cabeza. El caballero se zambulló al suelo, arrastrando consigo al kender.
—¡Señor, poneos a cubierto! —gritó a Palin.
—Son elfos rebeldes —manifestó Palin mientras escudriñaba las sombras—. Han visto tu armadura. ¡Somos amigos! —gritó en elfo al tiempo que alzaba la mano.
Una flecha atravesó la manga de su túnica y el mago contempló el agujero con furiosa estupefacción. Gerard se incorporó de un salto, agarró al hechicero y tiró de él para resguardarse detrás de un gran roble.
—¡No son elfos, señor! —dijo, y señaló con aire sombrío una de las flechas. Tenía la punta de acero y el penacho era de plumas negras—. Son Caballeros de Neraka.
—Lo mismo que tú —adujo Palin, mirando el peto adornado con la calavera y el lirio de la muerte—. Al menos en lo que a ellos respecta.
—Oh, saben que no lo soy —repuso Gerard, sombrío—. Recordad que el elfo no ha regresado. Creo que hemos sido traicionados.
—No es posible... —empezó Palin.
—¡Los veo! —gritó Tas al tiempo que señalaba—. Entre aquellos arbustos. Hay tres, y llevan armaduras negras.
—Tienes una vista muy aguda, kender —admitió Gerard, que era incapaz de distinguir nada en las sombras y la neblina matinal.
—No podemos quedarnos aquí. ¡Hemos de llegar corriendo hasta el grifo! —manifestó Palin, que hizo intención de incorporarse.
—Esos arqueros rara vez erran el tiro, señor. ¡No llegaríais vivo! —advirtió Gerard, impidiendo que se moviera.
—Cierto, no fallan —replicó el mago—. Y, sin embargo, han disparado tres flechas y seguimos con vida. ¡Si nos han traicionado, saben que tenemos el artefacto mágico! Eso es lo que quieren. Se proponen capturarnos vivos para interrogarnos. —Apretó con fuerza el brazo de Gerard, y sus dedos deformados hincaron dolorosamente la cota de malla en la carne del caballero—. No se lo entregaré. ¡No me cogerán vivo! ¡Otra vez no! ¿Me has oído? Jamás!
Otras dos flechas se clavaron en el tronco obligando al kender, que había alzado la cabeza para mirar, a agacharse rápidamente.
—¡Caray! —exclamó mientras tanteaba su copete con inquietud—. ¡Qué cerca estuvo! ¿Sigo teniendo mi pelo?
Gerard miró a Palin; el rostro del mago estaba pálido y sus labios prietos, formando una fina línea. El caballero recordó el comentario de Laurana sobre que sólo quien había pasado por la terrible experiencia de la cautividad comprendía lo que se sentía.
—Idos, señor. Vos y el kender.
—No seas necio. Nos marchamos juntos. Me quieren vivo a mí porque les soy útil, pero a vosotros no os necesitan. Seréis torturados y asesinados.
Detrás de ellos el áspero grito del grifo resonó alto, estridente e impaciente.
—El necio no soy yo, señor, sino vos si no me hacéis caso —repuso el caballero mirando a Palin a los ojos—. Puedo distraerlos y puedo defenderme bien, al contrario que vos. A menos, claro, que tengáis algún conjuro en las puntas de los dedos.
El semblante pálido y crispado del mago fue respuesta suficiente.
—Entonces, estamos de acuerdo —continuó Gerard—. ¡Coged al kender y vuestro preciado ingenio mágico y marchaos de aquí!
Palin vaciló un momento, con la mirada fija en la dirección donde se hallaba el enemigo. Su rostro estaba rígido, como el de un cadáver. Lentamente retiró la mano del brazo de Gerard.
—En esto me he convertido —murmuró—. En un inútil. Un desgraciado que se ve forzado a huir en lugar de plantar cara a mis enemigos...
—Señor, si vais a marcharos, hacedlo ya —apremió el caballero al tiempo que desenvainaba la espada—. Manteneos agachados y usad los árboles como cobertura. ¡Deprisa!
Se incorporó y, blandiendo la espada, cargó sin vacilar contra los caballeros agazapados entre la maleza al tiempo que lanzaba su grito de batalla para atraer sobre sí la atención.
Palin se puso de pie y, manteniéndose agachado, agarró a Tasslehoff por el cuello de la camisa y lo levantó de un tirón.
—Tú vienes conmigo —ordenó.
—¿Y qué pasa con Gerard? —instó el kender, resistiéndose.
—Ya lo oíste —contestó el mago, y arrastró a Tas a la fuerza—. Puede cuidar de sí mismo. Además, los caballeros no deben apoderarse del ingenio.
—¡Pero si no pueden quitármelo! —protestó Tas mientras tiraba de la camisa para soltarse de Palin—. ¡Siempre regresa a mí!
—No lo hará si estás muerto —replicó secamente Palin, como si mordiese las palabras.
Tasslehoff se frenó de repente y giró sobre sus talones. Tenía los ojos desorbitados.
—¿Ve... ves un dragón en alguna parte? —balbuceó, muy nervioso.
—¡Deja de remolonear! —Palin asió al kender por el brazo esta vez y, valiéndose de la fuerza otorgada por la descarga de adrenalina, arrastró a Tasslehoff a través de los árboles en dirección al grifo.
—No remoloneo. Me siento mal, con náuseas —manifestó Tas—. Creo que la maldición me está haciendo efecto otra vez.
Palin no hizo caso a los gimoteos del kender. Oía a Gerard lanzar gritos de desafío a sus enemigos. Otra flecha le pasó cerca, silbando, pero cayó a un metro de distancia. Su oscura túnica se confundía con las sombras del bosque, y él representaba una diana en movimiento que se desplazaba entre la niebla y la penumbra, manteniéndose agachado como Gerard le había recomendado, poniendo los troncos de los árboles entre él y el enemigo siempre que era posible.
Detrás se oyó el entrechocar de acero contra acero. Las flechas dejaron de surcar el aire. Gerard combatía contra los caballeros. Solo.
Palin siguió corriendo, arrastrando consigo al kender, que no cesaba en sus protestas. El mago no se sentía orgulloso de sí mismo. Su miedo y su vergüenza lo herían, le dolían más que si una flecha lo hubiese alcanzado. Echó una ojeada atrás, pero no distinguió nada a causa de las sombras y la niebla.
Se encontraban cerca del grifo. De la huida. Aflojó la velocidad de la carrera, vaciló, se giró a medias...
Una negrura se apoderó de él, y de nuevo se encontró en la celda del campamento de los Túnicas Grises, en la frontera de Qualinesti. Estaba acuclillado en el fondo de un agujero estrecho y profundo que se había excavado en el suelo. Las paredes del agujero eran lisas, resbaladizas, y no podía trepar por ellas. En la boca del pozo había una rejilla por la que entraba el aire, junto con la lluvia, que caía monótonamente y llenaba de agua el fondo del agujero.
Estaba solo, forzado a vivir con sus propias inmundicias. Nadie le hablaba. No había guardias; eran innecesarios. Estaba atrapado y ellos lo sabían. Ni siquiera oyó el sonido de una voz humana durante días interminables, y casi llegó a agradecer aquellos ratos en los que sus aprehensores dejaban caer una escala al agujero y lo hacían salir para «interrogarlo». Casi.
De nuevo sintió el dolor desgarrador. La rotura de los dedos, uno a uno; las uñas arrancadas. La espalda flagelada con látigos que le cortaban la carne hasta el hueso.
Un estremecimiento lo sacudió. Se mordió la lengua y notó el sabor a sangre y a bilis que le habían subido desde el atenazado estómago. El sudor le resbaló por la cara.
—¡Lo siento, Gerard! —jadeó—. ¡Lo siento!
Asió a Tas por el pescuezo, lo levantó y lo echó sobre el lomo del grifo.
—¡Agárrate fuerte! —ordenó al kender.
—Creo que voy a vomitar —gritó Tas, que se retorcía para soltarse—. ¡Esperemos a Gerard!
Pero Palin no tenía tiempo para aguantar artimañas de kender.
—¡Parte de inmediato! —instó al grifo. El mago se subió a la silla atada al lomo del animal, entre las plumosas alas—. ¡Nos rodean Caballeros de Neraka! Nuestro guardia los está conteniendo, pero dudo que resista mucho más.
El grifo giró la cabeza para clavar los negros y brillantes ojos en el mago.
—Entonces ¿lo dejamos atrás? —preguntó.
—Sí —respondió, categórico, Palin—. Lo dejamos atrás.
El grifo no discutió. Tenía sus órdenes; además, las extrañas costumbres de los humanos no le concernían. La bestia alzó las enormes alas y se impulsó hacia lo alto con sus poderosas patas traseras. Sobrevoló el claro en un círculo, esforzándose por ganar altura y evitar las copas de los árboles. Palin miró hacia abajo en un intento de divisar a Gerard. El sol, al asomar por el horizonte, levantaba la niebla y alumbraba las sombras. El mago alcanzó a vislumbrar el destello del acero y percibió el sonido metálico de las cuchillas al chocar entre sí.
Milagrosamente el caballero seguía vivo.
Palin giró la cabeza y miró hacia el frente, de cara al fuerte viento. El sol desapareció de repente, cubierto por inmensas nubes tormentosas que se alzaban en el horizonte en grises remolinos, entre los que saltaban los relámpagos. El trueno retumbó. Un viento helado, procedente de la tormenta, enfrió el sudor que empapaba las ropas del mago. Palin tiritó y se arrebujó en la capa. No volvió a mirar hacia atrás.
El grifo se elevó por encima de los árboles y, aprovechando las corrientes térmicas, ascendió hacia el cielo azul.
—¡Palin! —gritó Tasslehoff, y empezó a darle tirones de la capa—. ¡Algo viene volando detrás de nosotros!
El mago se giró para echar un vistazo.
El Dragón Verde se encontraba lejos todavía, pero avanzaba a gran velocidad, con las alas hendiendo el aire, las garras recogidas contra el cuerpo y la larga cola ondeando tras de sí. No era Beryl, sino uno de sus secuaces obedeciendo sus instrucciones.
Por supuesto. Jamás se fiaría de que los Caballeros de Neraka le llevaran su codiciado premio, sino que enviaría a uno de su propia especie para apoderarse de él.
—¡Un dragón! —gritó Palin—. ¡Al este de nuestra posición!
—¡Lo veo! —graznó el grifo.
El mago se resguardó los ojos con la mano para ver al reptil y procuró no parpadear para no perderse un solo movimiento de las inmensas alas.
—Nos ha localizado —informó—. Viene directamente hacia nosotros.
—¡Agarraos! —El grifo viró bruscamente y realizó un giro en picado—. Voy a entrar en la tormenta. ¡La atravesaremos!
Las nubes, altas y arremolinadas, formaban un muro gris y purpúreo en el horizonte. Semejaban una fortaleza inmensa, impenetrable. Los relámpagos saltaban de una a otra nube, cual antorchas a través de ventanas; los truenos retumbaban con fuerza fragorosa.
—¡No me gusta el aspecto de esa tormenta! —gritó Palin al grifo.
—¿Te gusta más el interior de las tripas de ese dragón? —instó el animal—. Nos va ganando terreno, no podremos dejarlo atrás.
Palin miró hacia atrás con la esperanza de que el grifo estuviese equivocado. Las enormes alas batían el aire, y las fauces del dragón se abrieron. Los ojos del mago se encontraron con los del reptil y vieron en ellos un único y firme propósito; no se apartaban de él.
Asió las riendas con una mano, aferró firmemente a Tas con la otra y se inclinó sobre el cuello del grifo, manteniendo la cabeza y el cuerpo agachados para que el ventarrón no lo arrancara del lomo del animal. Las primeras gotas de lluvia golpearon su rostro, hirientes como aguijones.
Los nubarrones alcanzaban alturas inmensas cual gigantescas torres grises y negras surcadas de relámpagos, más altas que la poderosa fortaleza de Pax Tharkas. Palin las contempló sobrecogido, con la cabeza tan echada hacia atrás que le dolía el cuello y aun así no alcanzaba a ver el final. El grifo se aproximó. Tasslehoff seguía gritando algo, pero el viento se llevaba sus palabras del mismo modo que lanzaba hacia atrás su copete.
Palin echó otro vistazo a su espalda. El dragón casi los había alcanzado y sus garras se abrían y cerraban con ansiedad previendo la próxima captura. Era una hembra, y les lanzaría su mortífero gas para después atraparlos con una de sus descomunales garras y arrojarlos a los tres al suelo. Con suerte, la caída los mataría. El dragón devoraría al grifo y luego, sin prisa, desgarraría sus cuerpos hasta dar con el artilugio.
El mago apartó los ojos y miró al frente, hacia la tormenta, y azuzó al grifo para que volase más rápido.
La fortaleza de nubes se alzaba ante ellos. Un relámpago los cegó; el trueno retumbó con un sonido que recordaba el de unos cables enormes haciendo girar una rueda dentada gigantesca. El banco de nubes se abrió de repente dejando a la vista un paso oscuro, alumbrado por los relámpagos y cubierto por un telón de lluvia torrencial.