—La comisión habitual de un agente es el diez por ciento —dijo—. Nada de ser tacaños. No querrás que Phipps piense que trabaja para un pobretón. Cinco mil contantes y sonantes, Phipps.
—¡Cinco mil! —murmuró el mayordomo en tono reverente.
—¿Está usted con nosotros?
—Sí, señora.
Una sensación de alivio invadió a todos los presentes, semejante a la que se produce en una reunión entre gentes de teatro cuando el que debe aportar el dinero ha accedido a firmar en la línea de puntos.
—Bien —prosiguió Bill—. La historia, a grandes rasgos, es ésta. Míster Smedley encontró anoche el diario.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Phipps.
Bill le dio unas afectuosas palmaditas en el hombro.
—Lo sé, lo sé. Comprendo cómo se siente. Pero así es la vida. Míster Smedley encontró el diario anoche…, y esta mañana se lo ha birlado mistress Cork, que lo ha metido dentro de la caja fuerte de la sala de proyección. ¿Lo volverá a trincar usted para nosotros?
La visión de Adela acercándose sigilosamente a sus espaldas pasó nuevamente como un relámpago por la mente del mayordomo. Un estremecimiento momentáneo y en seguida recuperó su fortaleza.
—Por cinco mil dólares sí, señora.
—Perfecto. Así pues, nos encontraremos en Filipos…, aquí, quiero decir…, esta misma noche. Pongamos a la una de la madrugada.
—A la una de la madrugada. Muy bien, señora. ¿Desea alguna cosa más la señora?
—Eso es todo.
—Gracias, señora.
—Gracias a
usted
, Phipps.
—¡Eres una joya, Bill! —exclamó Smedley—. ¡Qué cerebro, qué cerebro tienes!
—¡Maravillosa! —dijo Kay—. Has estado estupenda.
—¡Colosal! —asintió Joe.
—¡Supercolosal! —le corrigió Smedley.
—Podéis contar siempre conmigo, chicos —dijo Bill—. Ya sabéis que soy una mujer de fiar.
En aquel momento entró Adela. Mostraba la expresión satisfecha de una mujer que acaba de encerrar en su caja fuerte personal un diario valorado en un mínimo de cincuenta mil dólares. Pero en seguida sus ojos llamearon con el fuego de antes.
—¡Wilhelmina! —gritó—. ¡Ese mono! ¿No ves que el coche de míster Glutz se acerca ya por la avenida?
—Lo siento —dijo Bill—, tenía otras cosas en la cabeza. Ahora mismo corro a ponerme encima algo ajustado que destaque, en vez de esconder, mi bonita silueta.
—Apresúrate.
—Como un relámpago, mi querida Adela…, como un relámpago.
Smedley Cork, primero en llegar a la cita del grupito de admiradores e hinchas de Phipps, se hallaba de pie frente a la cristalera de la salita del jardín, contemplando la noche con ojos distraídos. Desde algún lugar al otro lado de la puerta cerrada llegó el
ding
de un reloj al dar la una, que provocó en él una reacción de sorpresa. ¿La una de la madrugada? Apenas podía creerlo. Pues, aunque en realidad sólo habían pasado cinco minutos desde que había bajado furtivamente por las escaleras y acudido al lugar convenido, tenía la sensación de llevar esperando semanas. Y hasta le extrañaba no haber echado ya raíces como una enredadera virginiana.
Los nervios en tensión suelen jugarnos estas malas pasadas, y los de Smedley, en aquellos momentos, estaban tensos al máximo. La razón le decía que era improbable que a su cuñada, mujer celosa de sus horas de sueño, se le pasara por la cabeza darse un garbeo por la casa a medianoche, pero su espíritu apocado no había dejado de representarle la horrible posibilidad de que se produjera tamaño desastre, con lo que el arrebol de la resolución había dado paso en su rostro a la enfermiza palidez del temor. Por eso, mientras se hallaba allí aguardando la hora H, su corpachón se contraía, temblaba y se retorcía como si fuera el de una danzarina a punto de salir a escena.
La puerta se abrió quedamente y entró Bill. Venía con su habitual buen humor. Otros podían mirar con aprensión el curso de los próximos acontecimientos, pero no Wilhelmina Shannon. Lo esperaba con el entusiasmo con que se prevé una agradable e instructiva velada.
—¡Ah! ¿Estás aquí, Smedley? —le gritó con su potente y alegre chorro de voz, y Smedley pegó un brinco como una danzarina que inadvertidamente hubiera pisado una tachuela.
—Te agradecería que no sobresaltaras a un pobre hombre ensordeciéndolo así de repente, Bill —se dolió Smedley una vez hubo aterrizado en
térra firma
. Jadeaba pesadamente y no se sentía muy a gusto con los acelerados latidos de su pulso—. Si alguien me hubiera dicho que una vieja amiga como tú se acercaría por la espalda a un hombre como yo y le chillaría al oído sin el menor aviso previo, no me lo habría creído.
—Lo siento, muchacho.
—Ya es demasiado tarde para sentirlo —refunfuñó Smedley—. Has conseguido que casi me arranque la lengua de un mordisco. ¿Dónde está Phipps?
—Ahora vendrá.
—Es más de la una.
—Acaba de dar —dijo Bill. Se reunió con él frente a la cristalera y contempló la noche—. ¿Qué hacías? ¿Admirar las estrellas? Un hermoso espectáculo. Fenomenal tecnicolor. Mira las esferas celestes tachonadas con puntos de oro brillante. En noches como ésta, cuando la brisa acaricia mansamente los árboles…
—¡Por Dios bendito, Bill!
—Mejor en otro momento, ¿eh? ¿No estás de humor? Como quieras. Pero, aun así, no podrás negarme que vale la pena contemplar esas estrellas lejanas. Luminosas, titilantes y perfectamente ordenadas. Un mérito de estos cielos del sur de California. Te diré algo acerca de esas estrellas, Smedley. Hasta el menor de los orbes que contemplas canta en su movimiento como un ángel, añorando aún al querubín de juvenil mirada. Vale la pena que lo sepas. ¡Y deja ya de revolotear como una mariposa en una tormenta! ¿Qué te pasa? ¿Estás nervioso?
—Como un flan.
—¡Qué se le va a hacer! Eh, Joe —dijo, al abrirse de nuevo la puerta—. Ven y ayúdame a tranquilizar al pobre Smedley. Está hecho un manojo de nervios.
Joe observó al citado con ojos comprensivos. Porque tampoco él estaba totalmente inmune a aquella turbadora dolencia. Tenía la desagradable impresión de verse inmerso en mitad de una película de la serie B, de las más violentas, y aquello le hacía sentir un nudo en la boca del estómago. Había llevado hasta entonces una vida segura, y para un joven que ha vivido en seguridad es desconcertante encontrarse de pronto implicado en una situación melodramática. Al igual que a Smedley, también a él le había asaltado el pensamiento de que en cualquier instante podía acudir a aquella reunión su temible anfitriona, idea que no era precisamente grata. Porque, al calibrar las probables reacciones de mistress Cork al descubrir que sus familiares e íntimos planeaban desvalijar su caja fuerte, su imaginación se sobresaltaba sensiblemente, como hubiera dicho el amigo Phipps. Había concebido ya un saludable temor por la Emperatriz de las Emociones Violentas. De hecho, al repasar mentalmente la lista de las mujeres conocidas que pudieran clasificarse con motivo en el grupo de especímenes de mordedura mortal, se sentía ya tentado de colocar a Adela Shannon Cork en el primer lugar de dicha lista. Porque había un no sé qué en ella que no tenían las demás.
—¿Dónde está Phipps? —preguntó tras tragar saliva con cierta dificultad porque algo, posiblemente su corazón, parecía obstruirle la garganta.
—Vendrá en seguida —dijo Bill—. La ocasión traerá al hombre.
Smedley relinchó como un caballo espantado.
—Pero no lo ha traído, ¡maldita sea! Hace rato que el reloj ha dado la una, y no hay señales de él. No haces más que repetir que vendrá, pero no viene. Voy a subir a su habitación a ver si está. Probablemente lo encontraré acurrucado en su cama, dormido como un tronco. ¡Condenado individuo! ¡Mira que plantarnos de esta forma! En esto ha degenerado hoy el clásico mayordomo británico. Lo siento por ellos.
Salió corriendo de la habitación, resoplando por efecto de su enfado, y Bill chasqueó la lengua desaprobadoramente, como una madre espartana que hubiera esperado mucho más de su hijo del alma.
—¡Se pone tan nervioso Smedley!
—No se lo reprocho —dijo Joe—. Yo también lo estoy.
Bill bufó, despectiva.
—¡Hombres! ¡Sois todos unos neuróticos! Os falta sangre fría.
—De acuerdo. No tengo sangre fría y soy un neurótico. Pero te repito que estoy nervioso. Esto es lo que afirmo, y no conseguirás que me desdiga. Tengo los pies helados, y hay algo con patas peludas que me recorre arriba y abajo la columna vertebral. Supón que ese siniestro mayordomo no se presenta…
—Se presentará.
—Bueno… Pues supón que no es capaz de abrir la caja.
Para Bill, que había pasado varios días sentada en los bancos de un jurado en compañía de otros once hombres y mujeres buenos y justos, mientras un elocuente fiscal del distrito glosaba las habilidades del ahora ausente y hacía un excelente relato de sus andanzas, la suposición era cómica.
—¡Naturalmente que puede abrir la caja! Es un experto. Deberías haber leído lo que dijeron de él los periódicos durante el juicio. Se deshicieron en elogios.
Joe se tranquilizó.
—¿De veras?
—De veras.
—¿Confías en él?
—De todas todas.
Joe suspiró profundamente.
—Me levantas la moral, Bill.
—Eso está bien.
—Supongo que titubeé porque uno no tiene la costumbre de asociar a los mayordomos con eso de descerrajar cajas fuertes… Siempre pensé que los mayordomos se pasaban la vida diciendo: «Sí, milord», «No, milord», «Dispense, milady. Su gracia la duquesa está al teléfono. Desea que le pregunte si podría prestarle una taza de azúcar»…, y cosas por el estilo, no precisamente desvalijando cajas de caudales. Pero, si tú eres su fiadora, la cosa es distinta. Ahora sí tengo la sensación de que la prosperidad está a la vuelta de la esquina.
—Anunciemos a cada compatriota y a cada extranjero que la prosperidad está a la vuelta de la esquina.
—Sí, hagámoslo. Oye, Bill… Tú lo sabes todo acerca de las mujeres, ¿verdad?
—Conozco a un par, digamos.
—A las mujeres las chifla el dinero, ¿verdad?
—Verdad.
—Y les encantan los hombres que hacen cosas. Un hombre, quiero decir, que sea lo que los franceses llaman un
om seriú
… ¿Correcto?
—Correcto.
—O sea, que si Phipps consigue el diario y Smedley nos presta los veinte mil, y me convierto en el acaudalado socio de una floreciente agencia literaria, la cosa cambiará una burrada, ¿no crees? Con Kay, quiero decir… Sentirá por mí cierto respeto.
—Probablemente se arrojará a tus brazos exclamando: «¡Mi héroe!».
—Eso mismo. Más o menos por ahí iban mis cálculos. Pero necesitamos a Phipps. —Lo necesitamos.
—Sin Phipps no podemos hacer nada útil.
—Nada.
—Pues, entonces, todo se reduce a esto: ¿dónde demonios está Phipps? ¡Ah! —exclamó de pronto Joe, cambiando de tono para expresar satisfacción y alivio. La puerta se había abierto de nuevo.
No se trataba, empero, del deseado, sino de Kay, que venía a reunirse con ellos. Estaba encantadora en pijama, zapatillas y bata, y en cualquier otro momento el corazón de Joe habría dado un brinco como el del poeta Wordsworth cuando su propietario —el poeta Wordsworth— contempló un arco iris en el cielo. Pero ahora se quedó simplemente mirándola con indiferencia, como si por el hecho de no ser un mayordomo con especiales dotes para abrir cajas fuertes le hubiera decepcionado bastante.
—¡Tú! —dijo.
—Me presento a bordo, señor —dijo Kay—. ¿Dónde está Phipps?
El recibimiento de Bill fue también austero.
—Ahora no empieces tú —dijo—. Creí que te había dicho que te quedaras en la cama.
—Dispense, mi sargento… Es que me desperté.
—Bueno… Eres una chiquilla desobediente y probablemente acabarás mal. Pero, ya que estás aquí, podrás sernos útil. Ve preparando unos emparedados.
—¿Cómo puedes querer comer algo después de todo lo que hemos tragado hoy en la mesa?
—Yo siempre quiero emparedados —replicó Bill. Su momentáneo enfado se había evaporado. Examinó a Kay con ojo crítico.
—Una atractiva jovencita, ¿eh, Joe? Mira esos ojos.
—Ya los miro.
—Gracias, Bill. Me alegra que tú pienses que tengo unos ojos bonitos.
Joe no pudo permanecer insensible a esto. Su inicial desengaño al ver entrar por la puerta a alguien que no era Phipps había cedido ya, y ahora era capaz de tomar en consideración aquel pijama, aquella bata y las zapatillas. De repente se le ocurrió la romántica idea de que, si alguna vez él y Kay vivían en una casita, ése era el aspecto que ella tendría por la noche.
—¡Bonitos! —dijo—. ¡Puaj! ¡Vaya adjetivo!
—Lo que Joe quiere decir —explicó Bill— es que, con tu limitado vocabulario, no has sabido encontrar
le mot juste
. Analizando tu apariencia, piensa que no podemos darnos por satisfechos con el primer término anodino que se nos ocurre. Debemos hacer un esfuerzo y rebuscar en el diccionario. ¿Estarías, tal vez, de acuerdo en considerar que esos ojos suyos se parecen más que nada a dos estrellas gemelas, Joe?
—Eso de dos estrellas gemelas está mejor. Vas por buen camino.
—¿Y su frente? ¿Alabastro?
—Aceptaré alabastro.
Kay se sentó; se le salió una de las zapatillas y trató sin éxito de alcanzarla con la punta del pie. Como su tía Wilhelmina, estaba de muy buen humor y no sentía ninguno de los miedos que atormentaban a los timoratos varones.
—Si habéis acabado ya de meteros conmigo vosotros dos…
—¿Acabado? —dijo Bill—. ¡Si apenas hemos hecho nada más que empezar! Estamos sólo rascando en la superficie. Me gusta su estructura ósea, Joe. Tiene unos huesos pequeños y delicados.
Joe suscribió ese parecer.
—Es lo primero que me llamó la atención de ella cuando la conocí: sus pequeños y delicados huesos. «¡Cielos!», me dije a mí mismo, «esta chica tiene unos huesos pequeños y delicados».
—¿Y qué sucedió luego? —preguntó Kay.
—Que le dio un vuelco el corazón —dijo Bill—. Tendría que haberte mencionado que, cuando Joe era niño, prometió a su madre que jamás se casaría con una chica que no tuviera huesos pequeños, delicados… ¿Qué, Smedley? ¿Lo encontraste acurrucado en su cama?
Smedley había entrado resoplando, más agitado que nunca. Estaba claro que el misterio del mayordomo desaparecido reconcomía poderosamente lo que, con cierta exageración, podría denominarse su espíritu.