Lobos (38 page)

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Lobos
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—Si tanto me odias, ¿por qué después de lo del orfanato, cuando Roche quiso echarme, tú también votaste para que me quedara?

La mujer se volvió hacia ella con una expresión divertida.

—¿Quién te lo ha dicho?

—El doctor Gavila.

Rosa dejó escapar una risotada y sacudió la cabeza.

—¿Ves, querida?, es precisamente por este tipo de cosas por lo que no durarás mucho. Si te lo reveló en confianza, lo has traicionado al decírmelo. Por otra parte, él se burló de ti… porque yo voté en contra.

Y la dejó allí, petrificada, mientras ella se encaminaba hacia la casa con paso seguro. Mila la siguió con la mirada, desconcertada por sus últimas palabras. Luego entró en el furgón para cambiarse.

Krepp había garantizado que sería su «capilla Sixtina», y, de hecho, la comparación con la habitación de la segunda planta de la casa de Yvonne Gress no era tan azarosa.

En la era moderna, la obra maestra de Miguel Ángel se había beneficiado de una restauración radical que había devuelto a las pinturas su esplendor original, a menudo liberándolas de la capa de polvo, humo y sebo animal acumulada durante siglos de uso de velas y braseros. Los expertos habían empezado su trabajo en una pequeña porción —casi del tamaño de un sello— para hacerse una idea de lo que se escondía debajo. Su sorpresa fue enorme: la espesa capa de hollín ocultaba colores extraordinarios, imposibles de imaginar antes.

Así que Krepp había empezado por una simple gota de sangre —aquella encontrada por Mila con la ayuda del terranova— para llegar a realizar su obra maestra.

—En los desagües de la casa no había material orgánico —dijo el experto de la científica—. Pero las tuberías estaban deterioradas y había rastros de ácido hidroclorhídrico. Suponemos que Feldher lo utilizó para disolver los restos y así deshacerse mejor de ellos. El ácido es muy eficaz incluso con los tejidos óseos.

Mila sólo oyó la última parte de la frase cuando llegaba al descansillo de la escalera de la segunda planta. Krepp se encontraba en el centro del pasillo y delante de él estaban Goran, Boris y Stern. Más atrás estaba Rosa, apoyada en la pared.

—Por tanto, el único elemento que tenemos para atribuirle la matanza a Feldher es esa pequeña mancha de sangre. —¿Ya la has hecho analizar?

—Chang sostiene que existe el noventa por ciento de posibilidades de que pertenezca al chiquillo.

Goran se volvió a mirar a Mila, luego se dirigió de nuevo a Krepp:

—Bueno, ya estamos todos. Podemos empezar…

La había esperado. Debería haberse sentido halagada, pero no podía olvidar las palabras de Sarah Rosa. ¿A quién creer? ¿A aquella loca histérica que la maltrataba ya desde el principio, o bien a Goran?

Mientras tanto Krepp, antes de hacerlos pasar a la habitación, les recomendó:

—Podremos estar dentro a lo sumo un cuarto de hora, por tanto, si tenéis preguntas hacedlas ahora.

Callaron.

—Bien, entremos.

La habitación estaba sellada por una doble puerta acristalada con un pequeño paso en el centro que permitía la entrada a una sola persona cada vez y que servía para preservar el microclima. Antes de acceder, un colaborador de Krepp tomó a cada uno la temperatura corporal con un termómetro de infrarrojos, parecido al que suele usarse con los niños. Luego introdujo los datos en un ordenador unido a los humectantes presentes en la habitación que corregirían las propias aportaciones para mantener constante la condición térmica del lugar.

El motivo de aquellas medidas fue explicado por el propio Krepp, que entró en la habitación en último lugar.

—El problema principal ha sido la pintura utilizada por Feldher para cubrir las paredes. No se podía retirar con un disolvente normal sin llevarse también por delante lo que había debajo.

—Entonces, ¿cómo lo has hecho? —quiso saber Goran.

—La hemos analizado y hemos descubierto que se trataba de un tinte al agua que usa como aglutinador una grasa de origen vegetal. Ha bastado con introducir en el aire una solución de alcohol fino y dejarla en suspensión durante algunas horas para liberar la grasa. Prácticamente hemos reducido el espesor de la pintura de las paredes. Si hay sangre ahí debajo, el luminol debería ser capaz de hacerla emerger…

La 3-aminoftalhidrazida, más conocida como luminol, es la sustancia sobre la que se apoya gran parte de la técnica de la policía científica moderna. Se basa en la actividad de catalizador del grupo eme contenido en la hemoglobina. El luminol, al reaccionar con ese elemento de la sangre, produce una fluorescencia azul, visible sólo en la oscuridad. Para poder ser eficaz, sin embargo, el producto debe combinarse antes con un agente oxidante, generalmente, peróxido de hidrógeno, y después pulverizarse en el aire con una solución acuosa.

El luminol sólo tiene un inconveniente: la duración del efecto fluorescente es de apenas treinta segundos. Lo que convierte la prueba en prácticamente irrepetible después de la primera vez.

Por eso una serie de cámaras de fotos con película de larga exposición documentarían cada resultado antes de que se desvaneciera para siempre.

Krepp distribuyó máscaras provistas de filtros especiales y gafas protectoras porque, aunque no se había demostrado todavía, se temía que el luminol pudiera ser cancerígeno.

Luego se dirigió a Gavila:

—Cuando quieras…

—Empecemos ya.

Con un walkie-talkie, Krepp transmitió a los suyos la orden de que se quedaran fuera.

Y apagaron todas las luces.

La sensación no fue agradable para Mila. En aquella oscuridad claustrofóbica, logró reconocer solamente su aliento, que, filtrado por la máscara, casi parecía un estertor sordo. Se sobrepuso a la respiración mecánica y profunda de los humectantes, que bombeaban continuamente sus vapores en la habitación.

Trató de conservar la calma, aunque la ansiedad crecía en su pecho y no veía la hora de que acabara aquel experimento.

Poco después, el ruido cambió. Las boquillas empezaron a introducir en el aire la solución química que haría visible la sangre de las paredes. El sutil silbido de la nueva sustancia sería acompañado en breve por un ligero reflejo azulado, que empezaba a componerse a todo su alrededor. Parecía la luz del sol filtrada por las profundidades marinas.

En un primer momento, Mila pensó que sólo era un efecto óptico, una especie de espejismo creado por su mente en respuesta a un estado de hiperventilación. Pero cuando el efecto se dilató, se dio cuenta de que podía ver de nuevo a sus compañeros. Como si alguien hubiera encendido las luces, reemplazando sin embargo el color helado de los focos halógenos por aquella nueva tonalidad de azul. Al principio se preguntó cómo era posible, luego lo comprendió.

Había tal cantidad de sangre en las paredes que el efecto del luminol los iluminaba a todos.

Las salpicaduras iban en varias direcciones, pero parecían partir todas del centro exacto de la habitación. Como si allí en medio hubiera habido una especie de altar para el sacrificio. El techo, además, parecía un cielo estrellado. La magnificencia de la representación sólo se quebraba por el conocimiento de qué era lo que había producido aquella ilusión óptica.

Feldher debía de haber usado una sierra mecánica para reducir los cuerpos a un montón de carne machacada, una papilla fácil de tirar por el váter.

Mila se percató de que también los demás estaban tan petrificados como ella. Miraban a su alrededor como autómatas, mientras las cámaras fotográficas de precisión, dispuestas a lo largo del perímetro, seguían disparando, inexorables y crueles. Habían pasado apenas quince segundos y el luminol seguía haciendo aparecer nuevas manchas, cada vez más evidentes.

Miraron aquel horror.

Luego Boris levantó el brazo hacia un lado de la habitación, señalando a los presentes lo que, poco a poco, afloraba en el muro.

—Mirad… —dijo.

Y ellos lo vieron.

En una zona de la pared, el luminol no había logrado arraigar, no había encontrado nada, y esa parte seguía quedando blanca. Estaba enmarcada por manchitas azules que dibujaban un contorno. Como cuando se utiliza pintura en aerosol sobre un objeto contra un muro y luego, detrás, queda impresa la forma. Como una silueta recortada contra el revoque. Como el negativo de una fotografía.

Cada uno de ellos pensó que la huella podía compararse vagamente con una sombra humana.

Mientras Feldher se encarnizaba con los cuerpos de Yvonne y sus hijos con escalofriante ferocidad, en un rincón de la habitación, alguien asistía impasible al espectáculo.

27

Han dicho su nombre.

Está segura. No lo ha soñado. Eso ha sido lo que la ha arrancado del sueño esta vez, no el miedo, ni la repentina conciencia de dónde se encuentra desde quién sabe cuánto tiempo.

El efecto de la droga que le confunde los sentidos se ha desvanecido en el momento mismo en que ha oído su nombre retumbar en la barriga del monstruo. Casi como un eco venido a buscarla quién sabe desde dónde, y que por fin la ha encontrado.

«¡Estoy aquí!», querría gritar, pero no lo consigue, aún tiene la boca pastosa.

Y, además, ahora también están esos ruidos. Sonidos que no estaban antes. ¿Qué parecen?, ¿pasos? Sí, son pasos de zapatos pesados. Más zapatos, juntos. ¡Hay gente! ¿Dónde? Están encima de ella, alrededor de ella. Por todos lados, pero en todo caso lejos, demasiado lejos. ¿Qué hacen allí? ¿Han ido a buscarla? Sí, así es. Se encuentran allí por ella. Pero no pueden verla en la barriga del monstruo. Entonces lo único que le queda es intentar que ellos la oigan.

«Socorro», intenta decir.

La voz le sale estrangulada, infectada por días de agonía inducida, de sueño violento y cobarde, que le es suministrado a placer, sin criterio, sólo para mantenerla quieta mientras el monstruo la digiere en su estómago de piedra. Y el mundo, ahí fuera, se olvida lentamente de ella.

«¡Pero si ellos están aquí, entonces no me han olvidado todavía!»

El pensamiento le infunde una fuerza que no creía poseer. Una reserva retenida por su cuerpo en un escondite profundo y que sólo se usa para las emergencias. Empieza a razonar.

«¿Cómo puedo señalar mi presencia?»

El brazo izquierdo está siempre vendado. Las piernas le pesan. El brazo derecho es su única posibilidad, el sostén que todavía la mantiene unida a la vida. El mando a distancia siempre está sujeto a la palma de su mano. Conectado solamente a aquellos locos dibujos animados que ya le han consumido la mente. Lo levanta, lo dirige hacia la pantalla. El volumen es normal, pero quizá se puede subir. Lo intenta, pero no logra encontrar el botón adecuado. Quizá porque todos funcionan para dar una sola orden. Mientras tanto, los ruidos continúan por encima de ella. La voz que oye pertenece a una mujer. Pero hay un hombre con ella. Más bien, son dos.

«¡Tengo que llamarlos! ¡Tengo que hacer algo para que se den cuenta de que estoy viva, de otro modo moriré aquí abajo!»

Es la primera vez que nombra la posibilidad de morir. Hasta ahora siempre ha evitado ese pensamiento. Quizá lo haya hecho por una especie de superstición. Quizá porque una niña no debería pensar en la muerte. Pero ahora se da cuenta de que, si nadie fuera a salvarla, ésa sería su suerte.

Lo absurdo es que quien pondrá fin a su breve existencia ahora está curándola. Le ha vendado el brazo, le administra las medicinas a través del gotero. Se ocupa escrupulosamente de ella. ¿Por qué lo hace, si al final la matará de todos modos? La pregunta no la consuela. Hay un único motivo para mantenerla ahí abajo con vida. Y sospecha que le producirá mucho más dolor.

Por tanto, quizá ésa sea la única ocasión que tendrá para salir de allí, para regresar a su casa y volver a ver a sus seres queridos. Su madre, su padre, su abuelo…, incluso a Houdini. Jura que incluso querrá a ese gato maldito si acaba esa pesadilla.

Levanta la mano y empieza a golpear fuertemente con el mando a distancia en el borde de acero de la cama. El sonido que logra producir es molesto incluso para ella, pero resulta liberador. Más fuerte, cada vez más fuerte. Hasta que siente que el aparato de plástico comienza a romperse. No le importa. Los tañidos metálicos se hacen cada vez más rabiosos. Y de su garganta emerge entonces un grito quebrado:

—¡Estoy aquí!

El mando a distancia se separa de la mano y se ve obligada a parar. Pero oye algo encima de ella. Puede ser positivo, o no. Es silencio. Quizá se hayan dado cuenta de algo y ahora tratan de escuchar mejor. ¡Es así, no pueden haberse ido ya! Entonces empieza a golpear de nuevo, aunque el brazo derecho le duele. Ahora el dolor le atraviesa la espalda y va a confluir en el izquierdo. Aunque eso no hace más que aumentar su desesperación porque, si por casualidad alguien la oye, después será peor, está segura de ello. Alguien se vengará de ella. Y se lo hará pagar.

Lágrimas frías ruedan por sus mejillas. Pero los ruidos empiezan de nuevo y ella recupera el ánimo.

Una sombra se aparta de la pared de roca y se dirige hacia ella.

La ve, pero ella continúa de todos modos. Cuando la sombra está lo bastante cerca, puede ver las manos delicadas, el vestidito azul, el pelo castaño que le cae suavemente sobre los hombros.

La sombra se dirige a ella con la voz de una niña.

—Ya basta —le dice—. Te oirán.

Luego apoya una mano sobre la suya. Ese contacto es suficiente para hacerla detenerse.

—Te lo ruego —añade la niña.

Y su súplica es tan desconsolada que ella se convence y no empieza de nuevo. No conoce el motivo por el que esa niña desea una cosa tan absurda como quedarse allí dentro. Pero la obedece de todas formas. No sabe si echarse a llorar por ese intento fallido, o bien ser feliz por haber descubierto que no está sola. Está tan agradecida de que la primera presencia humana de la que tiene conocimiento sea una niña como ella que no quiere decepcionarla. Y olvida incluso que quiere salir de allí.

Las voces y los ruidos en la planta de arriba han cesado. Esta vez, el silencio es definitivo.

La niña aparta la mano de la suya.

—Quédate… —le suplica ella entonces.

—No debes preocuparte, nos veremos de nuevo…

Y se aleja volviendo a la oscuridad. Ella la deja marcharse, y se aferra a esa pequeña e insignificante promesa para seguir esperando.

28

—¡El sillón de Alexander Bermann!

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