Caminaba entre ellos, y era invisible.
Detrás de aquella fachada, luego, estaba la verdad. Y la verdad estaba hecha de violencia. Con ella, los asesinos en serie experimentan una sensación de poder que soluciona al menos temporalmente su complejo de inferioridad. La violencia perpetrada permite alcanzar un doble resultado: conseguir el placer y sentirse poderosos. Sin necesidad de mantener relaciones con nadie. El máximo resultado con el mínimo derroche de ansiedad relacional.
«Es como si esos individuos sólo existieran por la muerte de los otros», pensó Mila.
A medianoche, la alarma del coche de Kobashi todavía recalcaba el paso infructuoso del tiempo, recordándole inexorablemente a todo el mundo que los esfuerzos hechos hasta entonces casi habían resultado inútiles.
Del subsuelo no emergían novedades. La casa había sido prácticamente destripada, pero las paredes no habían desvelado ningún secreto.
Mientras Mila estaba sentaba en la acera de delante de la casa, Boris se le acercó con un teléfono móvil entre las manos. —Estoy tratando de telefonear, pero no hay cobertura… Mila también comprobó su aparato.
—Quizá por eso Chang aún no me ha llamado para darme el resultado del examen del ADN. Boris señaló a su alrededor.
—Bueno, es un consuelo saber que también a los ricos les falta algo, ¿no?
Sonrió, se metió el teléfono en el bolsillo y se sentó junto a ella. Mila aún no le había dado las gracias por haberle regalado la parka, así que aprovechó para hacerlo entonces.
—De nada —respondió él.
En ese momento repararon en que los guardias privados de Cabo Alto se disponían alrededor de la parcela para formar un cordón de seguridad.
—¿Qué sucede?
—Está llegando la prensa —anunció Boris—. Roche ha decidido autorizar la filmación de la casa: unos pocos minutos para los telediarios para demostrar que estamos haciendo todo lo posible.
Mila observó cómo los policías ficticios se colocaban en posición; estaban ridículos en sus uniformes azules y naranjas, confeccionados a medida para evidenciar el torso musculoso, la expresión de dureza en el rostro y el auricular del walkie-talkie que, se suponía, debía otorgarles un aspecto profesional.
«¡Albert os ha burlado haciendo un agujero en la pared y averiando vuestras cámaras de seguridad con un simple cortocircuito, idiotas!», pensó.
—Después de tantas horas sin respuestas, Roche estará echando espuma por la boca…
—Ése siempre encuentra el modo de salir bien parado de todo, no te preocupes.
Boris cogió el papel de fumar y una bolsa de tabaco y empezó a liarse un cigarrillo en silencio. Mila tenía la evidente sensación de que quería preguntarle algo, pero no de un modo directo. Si se quedaba en silencio, no lo ayudaría. Así que decidió echarle una mano:
—¿Cómo has pasado las veinticuatro horas de libertad que os ha concedido Roche? Boris fue evasivo:
—He dormido y he pensado en el caso. A veces va bien aclararse las ideas… Me he enterado de que anoche saliste con Gavila.
«¡Ya está, por fin lo ha dicho!» Pero Mila se equivocaba al pensar que la referencia de Boris estuviera motivada por los celos. Eran otras sus intenciones, y lo entendió por lo que dijo después:
—Creo que él ha sufrido mucho.
Estaba hablando de la mujer de Goran. Y lo hacía con un tono tan afligido que hacía pensar que, fuera lo que fuese lo que le había ocurrido a aquella pareja, había acabado implicando también al equipo.
—En realidad, no sé nada —dijo ella—. Él no me habló de eso. Sólo un detalle al final de la noche.
—Entonces quizá sea mejor que lo sepas ahora…
Antes de continuar, Boris encendió el cigarrillo, dio una profunda calada y espiró el humo. Estaba buscando las palabras.
—La mujer del doctor Gavila era una mujer magnífica, además de guapa y también amable. Perdí la cuenta de las veces que fuimos todos a comer a su casa. Formaba parte de nosotros, era como si también ella tuviera un papel en el equipo. Cuando teníamos un caso difícil entre manos, aquellas cenas eran el único alivio después de un día entre sangre y cadáveres. Un ritual de reconciliación con la vida, no sé si me explico…
—¿Y qué pasó?
—Sucedió hace año y medio. Sin ningún aviso, sin una señal, un buen día se fue.
—¿Lo abandonó?
—No sólo a Gavila, sino también a Tommy, su único hijo. Es un niño muy dulce, desde entonces vive con su padre.
Mila había intuido que el criminólogo cargaba con la tristeza de una separación, pero nunca habría imaginado que fuera tanta. «¿Cómo puede una madre abandonar a su hijo?», se preguntó.
—¿Por qué se fue?
—Nadie lo ha entendido nunca. Quizá había otro hombre, quizá se había cansado de aquella vida, quién puede saberlo… Ni siquiera le dejó una nota. Hizo las maletas y se marchó. Punto.
—Yo no lo habría resistido, sin conocer el motivo.
—Lo extraño es que nunca nos ha pedido que la busquemos. —El tono de Boris cambió y miró a su alrededor antes de proseguir, comprobando que Goran no estuviera por allí—. Además, hay algo que Gavila no sabe y no debe saber…
Mila asintió, dándole a entender que podía confiar en ella.
—Bueno… Pocos meses después, Stern y yo la localizamos. Vivía en una localidad de la costa. No fuimos directamente a verla, sino que nos hicimos los encontradizos por la calle con la esperanza de que se acercara para hablarnos.
—Y ella…
—Se sorprendió al vernos. Pero luego nos saludó con un gesto, bajó la mirada y continuó su camino.
Siguió un silencio que Mila no fue capaz de interpretar. Boris lanzó lejos la colilla, despreocupándose de la mirada de uno de los guardias privados que en seguida fue a recogerla del césped.
—¿Por qué me lo has contado, Boris?
—Porque el doctor Gavila es mi amigo. Y también tú lo eres, aunque haga menos tiempo que te conozco.
Boris debía de haber entendido algo que ni ella ni Goran habían focalizado todavía. Algo que los concernía. Sólo estaba tratando de protegerlos a ambos.
—Cuando su mujer se fue, Gavila lo pasó muy mal. Tenía que superarlo, sobre todo por su hijo. Con nosotros no cambió nada. Parecía el mismo de siempre: preciso, puntual, eficiente. Aunque empezó a descuidar su manera de vestir. Era algo sin importancia, no tenía que alarmarnos, pero luego llegó el «caso Wilson Pickett»…
—¿Como el cantante?
—Sí, lo llamamos así. —Era evidente que Boris ya se había arrepentido de haber empezado a contarlo, así que se limitó a añadir—: Fue mal. Hubo errores, y alguien amenazó con disolver el equipo y despedir al doctor Gavila. Fue Roche quien nos defendió y presionó para que nos quedáramos en nuestros puestos.
Mila estaba a punto de preguntar qué había pasado, segura de que al final Boris se lo contaría, cuando la alarma del Maserati de Kobashi volvió a sonar.
—¡Joder, ese ruido te perfora el cerebro!
En ese momento, Mila desplazó casualmente la mirada hacia la casa y, en un instante, catalogó una serie de imágenes que llamaron su atención: en las caras de los guardias privados aparecía la misma expresión de molestia y todos se habían llevado la mano al auricular del walkie-talkie, como si hubiera habido una repentina e insoportable interferencia.
Mila miró de nuevo el Maserati. Luego se sacó del bolsillo el móvil: seguía sin haber cobertura. Y tuvo una idea.
—Hay un sitio donde aún no hemos buscado… —le dijo a Boris.
—¿Qué sitio?
Ella señaló hacia arriba.
—En el aire.
Menos de media hora después, en el frío de la noche, los expertos del equipo electrónico ya habían empezado a sondear el área. Cada uno de ellos llevaba unos auriculares y tenía entre las manos una pequeña antena parabólica que apuntaba hacia arriba. Iban dando vueltas —lentos y silenciosos como fantasmas-, tratando de captar eventuales señales de radio o frecuencias sospechosas, en caso de que el aire escondiera algún mensaje.
El mensaje, efectivamente, estaba ahí.
Era aquello que interfería con la alarma del Maserati de Kobashi, inhibía la cobertura de los teléfonos y se había manifestado en los walkie-talkies de los guardias privados bajo la forma de un silbido insoportable.
Cuando los hombres del equipo electrónico lo localizaron, también dijeron que era bastante débil.
Poco después, la transmisión fue trasladada a un receptor.
Se reunieron alrededor del aparato para escuchar lo que la oscuridad tenía que decirles.
No eran palabras, sino sonidos.
Estaban sumergidos en un mar de chirridos en el que de vez en cuando se ahogaban, para luego volver a emerger.
Pero había una armonía en aquella sucesión de notas exactas, breves y luego prolongadas.
—Tres puntos, tres rayas y otra vez tres puntos —tradujo Goran a beneficio de los presentes. En la lengua del código de radio más famoso del mundo, aquellos sonidos elementales tenían un sentido unívoco.
S. O. S.
—¿De dónde proviene? —preguntó el criminólogo.
El técnico observó por un instante el espectro de la señal que se descomponía para luego volver al monitor. Después levantó la mirada hacia la calle e indicó:
—De la casa de enfrente.
La habían tenido siempre delante de los ojos.
La casa de enfrente los había observado, muda, durante todo el día, en sus afanosas tentativas de llegar a la solución del enigma. Estaba allí, a pocos metros, y los llamaba repitiendo su rara y anacrónica solicitud de socorro.
La casa de dos plantas pertenecía a Yvonne Gress. La pintora, como la llamaban los vecinos. La mujer vivía con sus dos hijos, un niño de once años y una chica de dieciséis. Se habían trasladado a Cabo Alto después del divorcio de Yvonne, y ella había vuelto a sentir la pasión por el arte figurativo que había abandonado en su juventud para casarse con el joven y prometedor abogado Gress.
Al principio, los cuadros abstractos de Yvonne no habían tenido muy buena aceptación. La galería en que habían sido expuestos cerró su exposición personal sin haber vendido una sola pieza. Yvonne, sin embargo, convencida de su talento, no cejó en su empeño, y cuando una amiga le encargó un retrato al óleo de su familia para colgar sobre la chimenea, descubrió que poseía un insospechable rasgo naif. En poco tiempo llegó a ser la retratista más solicitada por quienes, cansados de las usuales fotografías, querían inmortalizar a la propia estirpe sobre una tela.
Cuando el mensaje en morse llamó la atención sobre la casa del otro lado de la calle, uno de los guardas jurados observó que, efectivamente, hacía bastante tiempo que Yvonne Gress y sus chicos no se veían por allí.
Las cortinas de las ventanas estaban echadas, por lo que era imposible ver el interior.
Antes de que Roche diera la orden de entrar en la casa, Goran intentó llamar al número de teléfono de la mujer. Poco después, en el silencio general de la calle, se oyó un timbre que provenía, débil pero nítido, del interior de la casa. Nadie contestó.
También probaron a ponerse en contacto con el ex marido, con la esperanza de que al menos los chicos estuvieran con él. Cuando lograron encontrarlo, dijo que no hablaba con sus hijos desde hacía bastante. No era extraño, ya que había abandonado a la familia por una modelo veinteañera y creía suficiente ejercicio de su deber de padre el puntual ingreso del cheque para su alimentación.
Los técnicos colocaron sensores térmicos alrededor del perímetro de la casa, para buscar eventuales fuentes de calor en el entorno.
—Si hay algo vivo en esa casa, lo sabremos pronto —dijo Roche, que confiaba a ciegas en la eficacia de la tecnología.
En el ínterin, también se comprobaron los suministros de luz, gas y agua. No habían sido cortados porque los recibos habían sido pagados por el banco, pero los contadores llevaban parados unos tres meses, señal de que hacía unos noventa días que allí dentro nadie había encendido una bombilla.
—Es más o menos cuando acabaron la casa de los Kobashi y el dentista se trasladó aquí con la familia —señaló Stern.
—Rosa —pidió Goran—, quiero que examines las grabaciones de las cámaras del circuito cerrado de vigilancia: hay un enlace entre estas dos casas y tenemos que descubrir cuál es.
—Esperemos que no haya habido más apagones del sistema —deseó la mujer.
—Preparémonos para entrar —anunció Gavila.
Mientras tanto, Boris se colocaba las protecciones de kevlar en la unidad móvil.
—Quiero entrar —declaró cuando vio aparecer a Mila en el umbral de la autocaravana—. No pueden impedírmelo, quiero ir.
No aceptaba la idea de que Roche pudiera pedirles a los equipos especiales que entraran primero.
—Sólo saben armar jaleo. En la casa será necesario moverse en la oscuridad…
—Bueno, imagino que sabrán apañárselas —comentó Mila, pero sin intención de contradecirlo demasiado.
—¿Y también sabrán salvaguardar las pruebas? —preguntó él en tono irónico.
—Entonces yo también quiero entrar.
Boris se detuvo un instante y la miró sin decir nada.
—Creo que me lo merezco, en el fondo he sido yo quien ha descubierto que el mensaje se encontraba…
Él la interrumpió lanzándole un segundo chaleco antibalas.
Al cabo de poco salieron de la autocaravana para reunirse con Goran y Roche, decididos a imponer sus razones.
—Ni hablar —los liquidó en seguida el inspector jefe—. Ésta es una operación para las fuerzas especiales. No puedo permitirme una ligereza como ésa.
—Escuche, inspector… —Boris se colocó frente a Roche, de modo que éste no pudiera apartar la mirada—. Mándenos a Mila y a mí como avanzadilla. Los demás sólo entrarán si realmente es necesario. —Roche no quería ceder—. Yo soy un ex soldado, estoy adiestrado para estas cosas. Stern tiene veinte años de experiencia en el campo y podrá confirmárselo, y si no le hubieran sacado un riñón estaría aquí a mi lado, y lo sabe muy bien. Y está la agente Mila Vasquez, que ha entrado sola en casa de un maníaco que tenía prisioneros a un niño y a una chica.
Si Boris hubiera sabido cómo fue realmente, con ella a punto de perder el pellejo junto a los rehenes, no habría apoyado su candidatura de un modo tan vehemente, pensó Mila con amargura.
—En fin, piense: hay una niña viva en alguna parte, pero no lo estará durante mucho más tiempo. Cada escena del crimen nos desvela algo más sobre su secuestrador. —Boris señaló entonces la casa de Yvonne Gress—: Si hay algo ahí que pueda acercarnos a Albert, hay que asegurarse de que no sea destruido. Y el único modo es mandarnos a nosotros.