Mientras la escuchaba, Goran tuvo la impresión de que Verónica Bermann no estaba entregándose simplemente a la nostalgia de los recuerdos, sino que su relato tenía, de alguna manera, un objetivo preciso. Como si estuviera conduciéndolos intencionadamente hacia algún sitio, lejano en el tiempo, donde encontrarían lo que habían ido a buscar.
—Y desde ese momento volvieron a frecuentarse… —dijo Mila. Goran advirtió satisfecho, que la agente de policía, siguiendo las indicaciones de Boris, había decidido no hacerle preguntas a Verónica Bermann, sino sugerir frases que después ella completaría, para que pareciera más una conversación que un interrogatorio.
—Desde ese momento empezamos a vernos de nuevo —repitió Bermann—. Alexander me hizo la corte de un modo insistente, para convencerme de que me casara con él. Y, al final, acepté.
Goran se concentró en esa última frase. Le sonaba mal, como una mentira de orgullo insertada apresuradamente en el discurso a la espera de que pasara inadvertida. Y entonces le volvió a la mente lo que había notado al ver por primera vez a aquella mujer: Verónica no era hermosa, probablemente nunca lo había sido; una feminidad mediocre, privada de pathos. En cambio, Alexander Bermann era un hombre guapo. Ojos claros, sonrisa segura de quien sabe que puede generar cierta atracción. Al criminólogo le resultaba difícil creer que necesitara insistir mucho para convencerla de que se casara con él.
En ese momento Mila decidió recuperar el dominio del discurso:
—Pero últimamente su relación iba mal…
Verónica se concedió una pausa, demasiado larga según Goran, que pensó que Mila había lanzado el anzuelo demasiado pronto.
—Teníamos problemas —admitió finalmente.
—Trataron de tener hijos en el pasado…
—Me sometí a una terapia hormonal durante un tiempo. Después también probamos la inseminación.
—Imagino que deseaban ardientemente tener un bebé…
—En realidad era Alexander quien insistía.
Lo dijo con un tono defensivo, señal de que quizá eso había sido el motivo de mayor roce entre la pareja.
Estaban acercándose al objetivo. Goran se sentía satisfecho. Había preferido a Mila para hacer hablar a la señora Bermann porque creía que una figura femenina sería ideal para establecer una unión de solidaridad y vencer así la eventual resistencia de la mujer. Obviamente, podría haber elegido a Sarah Rosa y tal vez así no hubiera herido la susceptibilidad de Boris, pero Mila le pareció la más indicada, y no se equivocó.
La agente se inclinó sobre el escritorio que separaba el sofá del lugar donde Verónica Bermann se había sentado para apoyar su taza de café, aunque en realidad era una maniobra para encontrar la mirada de Goran sin que la mujer la viera. Él asintió levemente: era la señal de que había llegado el momento de acabar con los rodeos e intentar profundizar.
—Señora Bermann —dijo entonces Mila—, ¿por qué le pedía perdón su marido en el mensaje del contestador automático?
Verónica volvió la cabeza hacia otro punto de la habitación, tratando de esconder una lágrima que rebosaba el dique impuesto a las propias emociones.
—Señora Bermann, con nosotros, sus secretos están a salvo. Quiero ser franca con usted: ningún policía, procurador o juez podrá nunca obligarla a responder a esa pregunta, porque el hecho no tiene ninguna pertinencia con la investigación. Pero para nosotros es importante saberlo, porque su marido podría ser inocente…
Cuando oyó esa última palabra, Verónica Bermann se volvió hacia ella de nuevo.
—¿Inocente? Alexander no ha matado a nadie… ¡Pero eso no significa que no fuera culpable de algo!
Lo dijo con una rabia oscura que afloró sin preaviso y que le deformó la voz. Goran tuvo entonces la confirmación que esperaba. También Mila lo entendió: Verónica Bermann estaba esperándolos. Aguardaba su visita, sus preguntas disfrazadas de inocuas frases insertadas aquí y allá en el discurso. Creían que estaban dirigiendo la conversación, pero la mujer había preparado su relato para hacerlos llegar exactamente a ese lugar. Debía contárselo a alguien…
—Tenía la sospecha de que Alexander tenía una amante. Una mujer siempre se da cuenta de esas cosas, y en ese momento se pregunta si podrá perdonar. Pero, antes o después, una mujer también quiere saber, y por eso un día empecé a hurgar en su ropa. No sabía qué buscaba exactamente, y no podía prever cuál sería mi reacción en caso de que encontrara algo.
—¿Qué encontró?
—La confirmación: Alexander escondía una agenda electrónica idéntica a la que usaba habitualmente para el trabajo. ¿Por qué tener dos iguales sino para servirse de la primera para ocultar la segunda? ¡Así conocí el nombre de su amante: señalaba todas sus citas! Lo puse delante del hecho consumado, pero él lo negó, haciendo desaparecer en seguida la segunda agenda. Sin embargo, no me detuve ahí: lo seguí hasta la casa de aquella mujer, en aquel sitio miserable, pero no pude ir más allá. Me detuve delante de la puerta. En realidad, no quería siquiera verle la cara.
¿Ese era todo el inconfesable secreto de Alexander Bermann?, se preguntó Goran. ¿Una amante? ¿Se habían molestado por tan poco?
Por suerte, no había informado a Roche de su iniciativa o, de lo contrario, también debería haber afrontado el escarnio del inspector jefe, que ya veía el caso cerrado. Mientras tanto, Verónica Bermann había abierto el grifo y no tenía intención alguna de dejarlos marchar antes de haber desahogado su propio rencor hacia el marido. La actitud de valiente defensa de la pareja tras el descubrimiento del cadáver en el maletero obviamente había sido sólo una prudente fachada. Un modo para sustraerse del peso de la acusación, de apartar las salpicaduras de barro. Ahora que había encontrado la fuerza necesaria para librarse del pacto de solidaridad conyugal, había empezado, como todos los demás, a cavar una fosa de la que Alexander Bermann nunca podría escapar.
Goran buscó la mirada de Mila para que pusiera punto final a aquella conversación cuanto antes. Fue en ese instante cuando el criminólogo notó un inesperado cambio en los rasgos faciales de la policía, que ahora revelaban una expresión en vilo, entre el asombro y la incertidumbre.
A lo largo de todos esos años de carrera, Goran había aprendido a reconocer los efectos del miedo en los rostros ajenos. Y entendió que algo había afectado profundamente a Mila.
Era un nombre.
La oyó preguntarle a Verónica Bermann:
—¿Podría repetirme el nombre de la amante de su marido?
—Ya se lo he dicho: esa ramera se llama Priscilla.
No podía tratarse tan sólo de una coincidencia.
Mila revivió, a beneficio de los presentes, los aspectos más importantes del último caso del que se había ocupado, el del profesor de música. Mientras recordaba las palabras del sargento Morexu respecto al hallazgo de aquel nombre —Priscilla— en la agenda del «monstruo», Sarah Rosa elevó los ojos al cielo, y Stern hizo eco a su gesto sacudiendo la cabeza.
No la creían, lo cual era comprensible. Sin embargo, Mila no se resignaba a la idea de que no hubiera un nexo. Sólo Goran la dejaba hacer; quién sabía qué esperaba conseguir el criminólogo. Mila quería profundizar a toda costa en aquella broma del caso. Pero de su conversación con Verónica Bermann solamente había obtenido un resultado: la mujer había dicho que había seguido al marido hasta la casa de su amante, adonde ahora se dirigían. Cabía la posibilidad de que en ese lugar se escondieran otros horrores. Quizá también los cuerpos de las restantes niñas.
Y la respuesta a la pregunta relativa a la número seis.
Mila habría querido decirles a los demás «La he llamado Priscilla…», pero no lo hizo. Ahora le parecía casi una blasfemia. Era como si ese nombre lo hubiera elegido Bermann en persona, su verdugo.
La estructura del edificio era la típica de un suburbio de la periferia. El clásico gueto, construido en los años sesenta como corolario natural de una recién nacida área industrial. Estaba compuesto por casas grises, que con el tiempo se habían cubierto del polvo rojizo que emanaba de una acerería cercana; inmuebles de escaso valor comercial, con urgentes necesidades de reformas. Allí vivía una humanidad precaria, compuesta sobre todo de inmigrantes, parados y familias que salían adelante gracias al subsidio público.
Goran se dio cuenta de que nadie se atrevía a mirar a Mila. Se mantenían alejados de ella porque, al proporcionar una pista inesperada, la policía había cruzado un límite.
«¿Por qué alguien querría venir a vivir a un sitio como éste?», se preguntó Boris, mirando a su alrededor con expresión de asco.
El número de la casa que estaban buscando se encontraba al final de la manzana. Correspondía a un semisótano al que se accedía por una escalera externa. La puerta era de hierro. Las únicas tres ventanas, que se asomaban al nivel de la planta baja, estaban protegidas por rejas y tapiadas desde el interior con tablones de madera.
Stern intentó mirar a través de ellos, agachado en una posición ridícula, con las manos alrededor de los ojos y las caderas hacia atrás para no ensuciarse los pantalones.
—Por aquí no se ve nada.
Boris, Stern y Rosa intercambiaron un gesto de asentimiento con la cabeza y se colocaron alrededor de la entrada. Stern invitó a Goran y a Mila a quedarse detrás.
Fue Boris quien se acercó. No había timbre, así que golpeó la puerta. Lo hizo enérgicamente, con la palma de la mano. El ruido servía para intimidar, mientras que el tono de voz de Boris se mantuvo intencionadamente calmo:
—Señora, es la policía. Abra la puerta, por favor…
Era una técnica de presión psicológica para hacer perder la orientación al interlocutor: dirigirse a él con fingida paciencia y, al mismo tiempo, urgiéndolo para que hiciera lo que se le pedía. Pero en ese caso no funcionó, porque parecía que en la casa no había nadie.
—Venga, entremos —propuso Rosa, que era la que estaba más impaciente por averiguar qué había allí dentro.
—Tenemos que esperar a que Roche nos llame para decirnos que ha conseguido la orden —repuso Boris, y miró la hora—. Ya no debería tardar mucho…
—¡A tomar por culo Roche y también la orden! —se opuso Rosa—. ¡Ahí dentro podría estar pasando cualquier cosa!
—Ella tiene razón —terció Goran—; entremos.
Al ver que todos aceptaban su decisión, Mila tuvo la confirmación de que el criminólogo contaba más que Roche en aquel pequeño conciliábulo.
Se colocaron delante de la puerta. Boris sacó una caja de ganzúas y comenzó a trastear en la cerradura. En pocos instantes, el mecanismo de apertura se desbloqueó. Mientras mantenía el revólver bien aferrado con una mano, con la otra empujó la puerta de hierro.
Su primera impresión fue la de un lugar deshabitado.
Un pasillo, estrecho y desnudo. La luz del día no era suficiente para iluminarlo. Rosa enfocó con su linterna y divisaron tres puertas. Las dos primeras a la izquierda; la tercera, al fondo.
La tercera estaba cerrada.
Empezaron a avanzar. Boris delante; detrás de él, Rosa; después, Stern y Goran. Mila cerraba la fila. Excepto el criminólogo, todos llevaban una arma en la mano. Mila sólo estaba «agregada» al equipo y no debería poder, pero la llevaba metida en los vaqueros, a la espalda, con los dedos en la culata, lista para sacarla. Por eso había entrado en último lugar.
Boris probó el interruptor que había en una de las paredes.
—No hay luz.
Levantó la linterna para mirar en la primera de las tres habitaciones. Estaba vacía. En la pared podía verse una mancha de humedad que subía desde los cimientos, comiéndose todo el revoque como si de un cáncer se tratara. Los tubos de la calefacción y los de los desagües se cruzaban por el techo. En el suelo se había formado un charco.
—¡Este hedor es insoportable! —se lamentó Stern.
Nadie podría vivir en esas condiciones.
—Ahora se hace evidente que no hay ninguna amante —dijo Rosa.
—Entonces, ¿qué es este sitio? —se preguntó Boris.
Llegaron frente a la segunda habitación. La puerta estaba rígida por culpa de las oxidadas bisagras, levemente alejada de la pared: ese rincón podría ofrecer un fácil refugio a un eventual agresor. Boris la abrió de una patada, pero detrás no había nadie. La habitación era completamente idéntica a la primera. Las baldosas del suelo estaban arrancadas, dejando a la vista el cemento que revestía los cimientos. No había muebles, sólo el esqueleto de acero de un sofá. Continuaron más allá.
Quedaba un último cuarto, el del fondo del pasillo, cuya puerta estaba cerrada.
Boris levantó dos dedos de la mano izquierda y se los llevó a los ojos, una señal acordada con Stern y Rosa para que tomaran posición a ambos lados de la puerta. Luego el joven policía retrocedió un paso, cogió carrerilla y le propinó una patada al pomo de la puerta. Esta se abrió y los tres agentes se colocaron en seguida en línea de tiro, iluminando al mismo tiempo con las linternas cada rincón. Pero allí tampoco había nadie.
Goran se metió entre ellos, dejando resbalar la mano con el guante de látex por la pared hasta encontrar el interruptor. Después de dos breves hipidos, un neón se encendió en el techo, esparciendo por la habitación su luz polvorienta. Era un entorno completamente diferente de los otros dos. En primer lugar, estaba limpio, y las paredes no presentaban signos de humedad porque estaban revestidas de papel plastificado e impermeable. El suelo todavía conservaba las baldosas, que se hallaban en buenas condiciones. No había ventanas, pero un aparato de aire acondicionado se puso en marcha tras unos segundos. La instalación eléctrica era externa a las paredes, señal de que había sido añadida con posterioridad. Canales de plástico conducían los cables al interruptor que le había permitido a Goran encender la luz, pero también a una toma de corriente en el lado derecho de la habitación, donde, apoyado contra la pared, había un escritorio con una silla de despacho. Y, encima de la mesa, un ordenador personal apagado.
Ésa era la única decoración, a excepción de un viejo sillón de piel que se encontraba cerca de la pared opuesta, a mano izquierda.
—Por lo que parece, a Alexander Bermann sólo le interesaba esta habitación —dijo Stern dirigiéndose a Goran.
Rosa avanzó por el cuarto en dirección al ordenador: —Estoy segura de que ahí están las respuestas que estamos buscando.