Ambos asintieron al mismo tiempo, prometiendo esforzarse en recordar. Fue entonces cuando Mila entrevió una figura que se recortaba en el cristal de la puerta. Era Sarah Rosa, que intentaba captar su atención. Mila se excusó con los Gordon y salió. Cuando se encontraron cara a cara en el pasillo, la mujer dijo sólo unas pocas palabras:
—Prepárate, tenemos que irnos. Han encontrado el cadáver de una niña.
El agente especial Stern siempre vestía chaqueta y corbata. Prefería los trajes de color marrón, beige o azul, y las camisas de rayas finas. Mila comprendió que su mujer se ocupaba de que llevara siempre los trajes bien planchados. Tenía un aspecto cuidado. El cabello peinado hacia atrás con un poco de gomina. Se afeitaba todas las mañanas, y la piel del rostro parecía suave y lisa, emanaba un buen perfume. Stern era un tipo preciso, de esos que nunca cambian de hábitos, y para los que una apariencia ordenada es más importante que ir a la moda.
Además, tenía que ser muy capaz en su trabajo de recopilación de datos.
Durante el trayecto en coche que los conducía al lugar donde se había hallado el cuerpo, Stern se metió en la boca un caramelo de menta; después, expuso rápidamente los hechos que se conocían hasta el momento:
—El detenido se llama Alexander Bermann. Tiene cuarenta años y es representante comercial: maquinaria para la industria textil, una buena firma. Casado, siempre ha llevado una vida tranquila. Es muy querido y conocido en su ciudad. Su actividad le reporta buenos beneficios: Bermann no será rico, pero las cosas le van muy bien.
—Un tipo limpio, en definitiva —añadió Rosa—. Alguien de quien nadie sospecharía.
Cuando llegaron a la comisaría de la policía de tráfico, el agente que había encontrado el cuerpo estaba sentado en el viejo sofá de uno de los despachos, en estado de .
shock
Las autoridades locales habían cedido la competencia del caso a la Unidad de Investigación de Crímenes Violentos. Y ellos se pusieron manos a la obra con la asistencia de Goran y bajo la atenta mirada de Mila, cuyo papel consistía simplemente en verificar la presencia o no de elementos útiles para desarrollar de la mejor manera su tarea, sin poder intervenir activamente. Roche se quedó en su despacho, dejando que fueran sus hombres quienes se encargaran de averiguar lo ocurrido.
Mila notó que Sarah Rosa se mantenía a cierta distancia de ella. Eso le gustaba, aunque estaba segura de que la policía la tenía en el punto de mira, lista para cazarla en algún error.
Un joven teniente se ofreció a acompañarlos al lugar preciso. Tratando de mostrarse seguro de sí mismo, les aclaró que nada había sido movido de su sitio, pero todos los miembros del equipo sabían bien que probablemente era la primera vez que se encontraba frente a una escena como ésa. En la carrera de un policía de provincias no ocurría a menudo tener que vérselas con un crimen de esas características.
A lo largo del camino, el teniente expuso los hechos con extrema precisión; quizá había ensayado antes ese discurso para no equivocarse, pero el caso es que habló como si leyera una acta ya escrita.
—Hemos verificado que el sospechoso, Alexander Bermann, llegó ayer por la mañana a un hotel de un pueblo bastante alejado de aquí.
—Seiscientos kilómetros de distancia —precisó Stern.
—Según parece, ha conducido toda la noche. El coche estaba casi seco —puntualizó el teniente.
—¿Se vio con alguien en el hotel? —preguntó Boris.
—Parece ser que cenó con unos cuantos clientes. Luego se retiró a su habitación… Eso afirman los que estuvieron con él. Pero aún estamos verificando sus versiones.
Rosa anotó también ese detalle en un cuaderno y dejó ver una nota que Mila miró por encima de su hombro: «Recoger versión huéspedes hotel sobre horarios.»
Goran intervino:
—Bermann aún no ha dicho nada, supongo. —El sospechoso se niega a hablar sin la presencia de un abogado.
Por fin llegaron al aparcamiento. Goran se fijó en que alrededor del coche de Bermann habían colocado unas telas de color blanco para esconder aquel espectáculo de muerte. Pero ésa era sólo la enésima, hipócrita precaución. Frente a algunos crímenes feroces, la turbación sólo es una máscara. Eso era algo que Goran Gavila había aprendido pronto. La muerte, especialmente si es violenta, ejerce una extraña fascinación sobre los vivos. Frente a un cadáver todos nos convertimos en curiosos. La muerte es una mujer muy seductora.
Antes de acceder a la escena del crimen se pusieron unos cubrezapatos de plástico y unos gorros para sujetarse el pelo, además de los infalibles guantes estériles. Luego se pasaron unos a otros un pequeño frasco de pasta de alcanfor. Cada uno cogió un poco y se lo untó debajo de la nariz, para inhibir así todo tipo de olor.
Era un ritual convenido que no tenía necesidad de palabras, pero también un modo para encontrar la propia concentración. Cuando recibió el frasco de manos de Boris, Mila se sintió partícipe de aquella rara comunión.
El teniente de la policía de tráfico, invitado a precederlos, perdió de repente toda su seguridad y titubeó durante un largo instante. Luego les abrió paso.
Antes de cruzar la frontera de aquel nuevo mundo, Goran dirigió una mirada a Mila, que asintió, y él pareció más tranquilo.
El primer paso siempre era el más difícil. Mila no olvidaría fácilmente el suyo.
Fue como entrar en otra dimensión. En aquellos pocos metros cuadrados, donde también la luz del sol estaba alterada por las artificiales y frías lámparas halógenas, había otro universo, con reglas y leyes físicas completamente diferentes de las del mundo conocido. A las tres dimensiones de altura, anchura y profundidad, se añadía una cuarta: el vacío. Todo criminólogo sabe que es precisamente en los «vacíos» de una escena del crimen donde se encuentran las respuestas. Rellenando esos espacios con la presencia de la víctima y del verdugo se reconstruye la acción delictiva, se da un sentido a la violencia, se ilumina lo desconocido. Se dilata el tiempo, tratando de estirarlo hacia atrás, en una tensión que siempre dura demasiado poco y que no se repetirá jamás. Por eso la primera impresión en una escena del crimen siempre es la más importante.
La de Mila fue sobre todo olfativa.
A pesar del alcanfor, el olor era penetrante. El perfume de la muerte es al mismo tiempo nauseabundo y dulce, como una contradicción. Primero te golpea como un puñetazo en el estómago; después descubres que hay algo en el fondo de ese olor que no puedes evitar que te guste.
En un instante, los hombres del equipo se instalaron alrededor del coche de Bermann. Cada uno ocupó un puesto de observación, dibujando nuevos puntos cardinales. Era como si de sus ojos partieran las coordenadas de una parrilla que cubría cada centímetro cuadrado, sin omitir nada.
Mila siguió a Goran a la parte trasera del automóvil.
El maletero estaba abierto, como lo había dejado el agente que había encontrado el cuerpo. Goran se asomó a aquel agujero, y Mila hizo otro tanto.
No vio el cadáver, porque en el interior del maletero sólo había un gran saco negro de plástico, dentro del cual se intuía la silueta de un cuerpo.
¿El de una niña?
El saco se había adherido perfectamente al físico, adaptándose a los rasgos del rostro y asumiendo su forma. La boca estaba abierta en un grito mudo, como si el aire hubiera sido extraído de aquella vorágine oscura.
Como un sudario de carne.
Anneke, Debby, Sabine, Melissa, Caroline… ¿O era la número seis?
Se podían distinguir las cavidades oculares y la cabeza inclinada hacia atrás. El cuerpo no estaba relajado; al contrario, la postura de los miembros era rígida, como si el cuerpo hubiera sido fulminado por un rayo inesperado. En aquella estatua de carne era evidente la ausencia de algo. Faltaba un brazo. El izquierdo.
—Está bien, empecemos con el análisis —dijo Goran.
El método del criminólogo consistía en la exposición de preguntas. A veces, las más simples y, en apariencia, insignificantes. Preguntas a las que todos juntos tratarían de dar respuesta. También en ese caso, toda opinión era bien recibida.
—Antes que nada, la orientación —empezó—. Bien, decidme: ¿por qué estamos aquí?
—Comenzaré yo —se ofreció Boris, que se encontraba en el lado del conductor—. Estamos aquí a causa de una detención por un permiso de circulación extraviado.
—¿Qué pensáis? En vuestra opinión, ¿es suficiente eso como explicación? —preguntó Goran, mirando a los presentes.
—El puesto de control —dijo Sarah Rosa—. Desde que desaparecieron las niñas, hay decenas de ellos repartidos por todos lados. Podía ocurrir, y ha ocurrido… Ha salido bien.
Goran sacudió la cabeza: él no creía en la suerte.
—¿Por qué corrió el riesgo de salir por ahí con esa carga tan comprometedora?
—Quizá sólo quería deshacerse de ella —aventuró Stern—. Tal vez temía que se le echaran encima e intentaba alejar el cuerpo todo lo posible.
—En mi opinión, podría tratarse de un intento de despistarnos —le hizo eco Boris—. Pero le ha salido mal.
Mila comprendió que ellos ya lo habían decidido: Alexander Bermann era Albert. Sólo Goran parecía conservar alguna perplejidad.
—Todavía tenemos que comprender cuál era su plan. Por ahora tenemos un cadáver en un maletero. Pero la pregunta inicial era otra, y aún no tenemos una respuesta: ¿por qué estamos aquí? ¿Qué es lo que nos ha conducido a este coche, a este cuerpo? Desde el principio, habíamos dado por hecho que nuestro hombre era astuto; quizá incluso más que nosotros. En el fondo ya nos la ha jugado muchas veces, logrando también secuestrar a las niñas en pleno estado de alerta… ¿Es imaginable, entonces, que haya sido la falta de un simple permiso de circulación lo que lo ha traicionado?
Todos reflexionaron en silencio sobre esa última consideración.
Luego el criminólogo se dirigió de nuevo al teniente de la policía de tráfico, que se había quedado aparte, silencioso y pálido como la camisa que vestía debajo del uniforme.
—Teniente, nos ha dicho que Bermann había solicitado la presencia de un abogado, ¿verdad?
—Exactamente.
—Quizá bastará un abogado de oficio, porque cuando hayamos terminado aquí, querríamos hablar con el sospechoso para darle la ocasión de rebatir los resultados de nuestros análisis.
—¿Quiere que me ocupe de ello ahora?
El hombre esperó a que Gavila le diera permiso, y éste estuvo a punto de contentarlo.
—Probablemente Bermann ya habrá tenido ocasión de prepararse una versión de los hechos —señaló Boris—. Es mejor cogerlo por sorpresa e intentar hacerlo caer en contradicciones antes de que la memorice demasiado bien.
—Me gustaría esperar a que haya tenido tiempo de hacer un buen examen de conciencia encerrado ahí dentro.
Al oír las palabras del teniente, los miembros del equipo se miraron unos a otros con incredulidad.
—¿Quiere decir que lo ha dejado solo? —inquirió Goran.
El policía estaba descolocado.
—Lo hemos puesto en aislamiento, según el protocolo. ¿Por qué?…
No tuvo tiempo de terminar la frase. Boris fue el primero en moverse, y de un salto se encontró fuera del círculo. Lo siguieron Stern y Sarah Rosa, que se alejaron quitándose a toda prisa los cubrezapatos para no resbalar mientras corrían.
Mila, como el joven teniente de la policía de tráfico, parecía no comprender qué estaba pasando. Goran se precipitó tras los demás diciendo simplemente:
—Es un sujeto de riesgo: ¡tenía que estar vigilado!
En ese momento, tanto Mila como el teniente comprendieron cuál era el peligro del que hablaba el criminólogo.
Poco después, se encontraron todos frente a la puerta de la celda en la que el hombre había sido encerrado. Frente a ella había un agente de vigilancia, que se apresuró a abrir la mirilla cuando Boris le mostró su identificación. Por el pequeño resquicio, sin embargo, no se veía a Alexander Bermann.
«Ha elegido el rincón ciego de la celda», se dijo Goran.
Mientras el agente de custodia abría las pesadas cerraduras, el teniente todavía trataba de tranquilizar a todo el mundo —pero sobre todo a sí mismo—, afirmando una vez más que se había seguido el procedimiento al pie de la letra. A Bermann le habían quitado el reloj, el cinturón, la corbata y hasta los cordones de los zapatos. No tenía nada con lo que pudiera autolesionarse.
Pero el policía fue desmentido en cuanto la puerta de hierro estuvo abierta.
El hombre yacía en un rincón de la celda. El rincón ciego.
La espalda contra el muro, los brazos abandonados en el regazo y las piernas abiertas. La boca llena de sangre. Un charco negro rodeaba su cuerpo.
Para matarse usó el menos tradicional de los métodos.
Alexander Bermann se había arrancado la carne de las muñecas a mordiscos, y había esperado hasta morir desangrado.
La llevarían a casa.
Con esa promesa no expresada, tomaron en custodia el cuerpo de la niña.
Le harían justicia.
Después del suicidio de Bermann era difícil mantener ese empeño, pero lo intentarían de todos modos.
Así que ahora el cadáver estaba allí, en el Instituto de Medicina Legal.
El doctor Chang recolocó el mango del micrófono que colgaba del techo de modo que quedara perfectamente perpendicular a la mesa de acero de la sala de autopsias. Luego conectó la grabadora.
En primer lugar se hizo con un bisturí y lo deslizó sobre la bolsa de plástico con un gesto rápido, trazando una línea recta muy precisa. Dejó de nuevo el instrumento quirúrgico y, delicadamente, aferró con los dedos los dos bordes resultantes.
La única luz en la sala era la de la cegadora lámpara que dominaba la mesa de autopsias. Todo a su alrededor era un abismo de oscuridad, y, en vilo sobre ese abismo, estaban Goran y Mila. Ninguno de los demás miembros del equipo había creído que tuviera que participar de aquella ceremonia.
El médico forense y los dos huéspedes vestían batas estériles, guantes y mascarilla para no contaminar las pruebas.
Ayudándose con una solución salina, Chang empezó a separar lentamente los márgenes de la bolsa, despegando el plástico del cuerpo al que estaba adherido. Un poco cada vez, con infinita paciencia.
Poco a poco, empezó a aparecer… Mila en seguida vio la falda verde de pana. La blusa blanca y el chaleco de lana. Luego empezó a verse la franela de una americana.