—
Um Kamal
—dijo Mauricio, usando el modismo árabe por el cual a una mujer se la llama madre
(um)
de su primogénito.
—Querido Mauricio, qué alegría tan grande tenerle entre nosotros.
Dubois se volvió hacia Francesca y le pidió con un movimiento de mano que se aproximase.
—Le presento a mi asistente, Francesca De Gecco. Francesca, ella es la madre del príncipe Kamal, la señora Fadila.
La mujer le habló en perfecto francés para referirse a la hermosura de sus ojos negros y a la blancura de su piel. Francesca, intimidada por la mirada penetrante de Fadila, en la que supo reconocer a la del hijo, bajó el rostro y farfulló un gracias. Una algazara en la puerta principal anunció al grupo de muchachas y niñas que invadieron la habitación.
—¿Tantas esposas tiene el príncipe Kamal? —susurró Francesca a Mauricio.
—A pesar de sus treinta y seis años, Kamal todavía no ha tomado ninguna esposa, lo que exaspera a su madre. Las que ves son hermanas y sobrinas. En realidad, Fátima, aquélla en traje naranja, es su única hermana. Las restantes son medio hermanas y sobrinas, pero él las adora a todas por igual, y ellas a él.
Francesca sonrió, tranquila y contenta. Siguieron las presentaciones. Las jovencitas abrazaban y besaban a Mauricio, y le hablaban todas a la vez; las más niñas se le colgaban del cuello y le hurgaban los bolsillos. «Parecen tan felices», pensó Francesca, maravillada por la frescura e inocencia que irradiaban. De pronto se sintió vieja, y se apoderó de ella el fuerte deseo de quitarse el traje sastre, las medias de seda, los zapatos con taco, bañarse en la piscina y envolverse luego en un traje largo y holgado, de colores estridentes, como el que llevaban esas mujeres.
Le asignaron una habitación en la planta alta. Abrió la contraventana y salió a la terraza; no se escuchaba ni se veía a nadie; aquello parecía un templo. El sueño se apoderó de su cuerpo. Regresó al dormitorio, se quitó el traje sastre y, en enaguas, se recostó sobre la cama. Soñó que despertaba en la misma habitación y que, en medio de una bruma liviana, distinguía una figura de blanco, alta y maciza, que la observaba con fijeza. Le susurraba en una lengua extraña, mientras se le acercaba al rostro. Francesca apretó los ojos para no verlo.
Despertó confundida, preguntándose dónde se hallaba. Se incorporó en la cama y vio que era de noche. Tomó el reloj de la mesa de luz: las nueve. ¿Dónde estarían todos? La casa estaba en silencio. ¿Dormirían ya? Quizá la habían llamado a cenar y ella no había escuchado. Se trataba de una afrenta faltar a la mesa de un príncipe. De todos modos no sabía con exactitud si él se encontraba en la casa; Sadún y Fadila no lo habían mencionado o lo habían hecho en árabe.
Tenía un hambre voraz. Bajaría y, si en la sala se topaba con algún sirviente, le pediría algo para comer. Desechó el traje sastre, parecía un acordeón; eligió, en cambio, un vestido de lino rosa pálido con detalles en blanco. No intentaría nada con el cabello, no tenía tiempo; se quitó las horquillas y lo dejó caer pesada y libremente.
Una escalera al final de la veranda conducía al pórtico del jardín. Los tacos de sus sandalias retumbaban sobre el piso de granito y le crispaban los oídos; la oscuridad del jardín la asustaba y, sin mirar, caminaba deprisa hacia la luz que se filtraba por la puerta en el extremo de la galería.
Encontró a Al-Saud solo, con un libro en una mano y un extraño rosario de cuentas en la otra. Se quedó en el umbral, indecisa entre delatar su presencia o regresar a la habitación. Kamal levantó la vista y le habló con la seguridad y el desparpajo a los que la tenía acostumbrada.
—Señorita De Gecco, pase, por favor. Estaba esperándola. —Devolvió el libro a la biblioteca y se aproximó a la puerta; la tomó de la mano antes de preguntar—: ¿Durmió bien?
Francesca asintió como autómata, con un solo pensamiento: Al-Saud se hallaba en Jeddah, tal y como Sara había presagiado. ¿Por qué ese miedo? ¿Por qué esa falta de control? ¿Acaso no la había seducido la idea de encontrarlo? Respiró aliviada cuando le soltó la mano y le indicó un sillón enano.
—Lamenté no encontrarme en casa al momento de su llegada —dijo, y le alcanzó un vaso con una bebida blanca medio espesa—. Pruebe, es nuestro famoso
labán.
Mauricio me había dicho que llegarían alrededor de las siete de la tarde.
—Gracias —dijo Francesca, y tomó el vaso—. El embajador decidió emprender el viaje más temprano. Llegamos alrededor de las cuatro.
La bebida, similar a un yogur agrio, le crispó el gesto. Kamal sonrió y le retiró el vaso.
—Mejor le hago traer un zumo de frutas.
Al chasquido de sus dedos, apareció una sirvienta a la que se dirigió en árabe; segundos después, la muchacha regresó con un zumo de duraznos, que le quitó la acritud del
labán.
—Sé que esta tarde le presentaron a mi madre —comentó Kamal, y se sentó frente a ella, con su rosario de abalorios que hacía juguetear entre los dedos—. Le ha causado una buena impresión, cosa difícil, le aseguro, pues se trata de una mujer especial. Mañana por la mañana la espera a desayunar en el harén.
—Su madre es muy amable, alteza, y me siento halagada por la invitación. De todos modos, debo consultarlo con el embajador; quizá mañana temprano me necesite para ir a la ciudad.
—Créame —habló Al-Saud—, Mauricio cancelaría cualquier reunión o compromiso antes de disgustar a mi madre.
Dubois y el agregado militar se presentaron en la sala, y Kamal se puso de pie para recibirlos. Les preguntó si se encontraban a gusto en sus recámaras. A continuación, abrió una puerta de dos hojas y entraron en el comedor, donde una mesa baja y angosta, de unos cinco metros de largo, los aguardaba con la cena. Se sentaron sobre almohadones y Kamal, en consideración al vestido de Francesca, le acercó un taburete. Dos jovencitas se personaron con más fuentes y sirvieron a los comensales, mientras Sadún escanciaba las copas. Francesca observó que escondían la mano izquierda detrás de la espalda y que, con gran agilidad, usaban sólo la diestra.
Dubois y Kamal tomaron la comida con los dedos; Francesca y Barrenechea cruzaron una mirada.
—Anímense-instó Al-Saud.
Barrenechea sonrió y tomó el estofado con la mano. Francesca, que no quería pasar por melindrosa, lo imitó. Hambrienta como estaba, disfrutó la comida, deleitando al príncipe que la animaba sirviéndole él mismo más
abgush, hummus, alcuzcuz,
pan de pita,
quepi
crudo o ensalada de berenjenas y castañas. Terminada la cena, cuatro muchachas provistas de pequeñas jofainas y toallas de hilo les lavaron y secaron las manos y les repartieron pétalos de rosas y jazmines que restregaron entre los dedos para quitar el vestigio de las especias.
Volvieron a la habitación que simulaba una tienda beduina donde los esperaban el café y las confituras. Pirámides de ciruelas, nísperos e higos blancos alternaban en medio de dátiles almibarados, frutas secas,
baklava, kanafi
y pastas finas. Kamal insistió a Francesca que probase el café de Moka, que definió como el mejor del mundo y, a pesar de encontrarlo espeso y fuerte, la joven aseguró que nunca lo había probado más sabroso. Al-Saud le echó un rápido vistazo y sonrió solapadamente.
Barrenechea agradeció la comida y, aduciendo cansancio, se retiró a dormir. Antes de imitarlo, Francesca preguntó a Dubois por los planes del día siguiente y se complació al saber que irían a Jeddah después del almuerzo. Kamal le indicó a una sirvienta que la acompañara hasta su dormitorio.
—¿Podrías prestarme tu estudio mañana por la mañana? —le pidió Mauricio, una vez que la joven dejó la sala—. Necesito trabajar con Francesca sobre algunos documentos.
—Te presto mi estudio —accedió Kamal—, pero no a Francesca,
Mauricio detuvo la taza de café a mitad de recorrido y lo miró.
—Mañana por la mañana, mi madre la espera en el harén para desayunar.
—¿Tu madre la invitó o tú se lo pediste? Estás loco si crees que Fadila la aceptará. Es una imprudencia.
—Fue mi madre quien la invitó. Yo no dije ni hice nada. —Después añadió de mal modo—: Estás celoso, la quieres para ti.
Mauricio se puso en pie de un salto.
—¡Otra vez con eso! Sabes que si una mujer te interesa es suficiente para que yo la vea como a una hermana. Después de tantos años, ¿por quién me tomas? ¿Por un miserable?
—Perdóname, Mauricio. Ya conoces mi endiablado temperamento.
Dubois recorrió la sala con la cabeza baja. Kamal sorbía lentamente el café y seguía sus pasos con la mirada.
—No sé adonde quieres llegar con mi secretaria —expresó Dubois—. Por tu posición, sé que no puedes tomarla en serio. Cavarías tu propia fosa si la hicieras tu mujer. Y no quiero que juegues con ella, es un ser delicado y sensible. —Reflexionó unos instantes y agregó con firmeza—: No te equivoques con Francesca, Kamal. Ya te advertí una vez: no es como las mujeres a las que estás acostumbrado.
—Lo sé —respondió Al-Saud en el mismo tono. Acto seguido cruzó la sala y alcanzó a su amigo, le puso la mano sobre el hombro y lo miró fijamente. Quizá debería contarle cuánto había hecho para tenerla cerca, lo que había sentido al verla la primera vez en la fiesta de la Independencia de Venezuela, la conmoción de su espíritu, la manera en que la había deseado. Sin embargo calló, reacio como era a desnudar los secretos de su alma.
—Esta tarde recibí telegrama de Jacques —dijo, y volvió al diván—. Llega en dos días, acompañado por Le Bon y su hija. Vienen de Jordania y terminan su viaje en Jeddah.
—Es una pena, pero ya habremos dejado tu casa para cuando lleguen. Mis asuntos aquí no me llevarán mucho tiempo.
—Pues tomarás unas pequeñas vacaciones y pasarás unos días conmigo. ¿Cuánto ha pasado desde nuestra última cabalgata por la playa? Además, en dos semanas vendrán mis abuelos al oasis y se ofenderán al saber que te has ido sin verlos.
Una sirvienta la guió por el laberíntico harén, que ya no permanecía silencioso: voces, risas, los gorgoritos de una niña al cantar, el llanto de un bebé y el chirriar de pájaros surcaban los pasillos. Frente a la puerta, los sonidos se hicieron aún más intensos. Con un sutil empujón, la sirvienta la obligó a entrar en el recinto de la piscina, donde varias muchachas se paseaban desnudas o se bañaban. Niños y niñas, desnudos también, correteaban entre las columnas. Sadún, el eunuco, trenzaba el cabello de Fátima y le susurraba. Una mujer amamantaba a su bebe, mientras una jovencita le depilaba las piernas.
Su impulso fue salir, pero la sirvienta se mantuvo firme en la puerta y le habló en árabe con dulzura. La tomó del brazo y la condujo hasta una banca llena de trajes, toallas, alhajas, potes y frascos. Nadie la miraba, como si no existiera o como si fuera una de ellas. El tenue vapor que se levantaba de la alberca, atravesado por rayos de luz que se filtraban por la bóveda, otorgaba un aspecto fantástico e irreal a la escena. No parecían perturbadas por la presencia de Sadún, que ya había abandonado a Fátima y masajeaba con aceite el vientre de una mujer embarazada. En la piscina, las muchachas se lavaban el cabello, se enjabonaban la espalda o cotilleaban apartadas en las escalinatas. El aroma del aceite mezclado con el de los jabones y champúes, se acentuaban por el calor. Peces de bronce distribuidos en el borde renovaban el agua de la alberca y producían un sonido monótono que adormilaba. A nadie le apremiaba el tiempo; retozaban o descansaban sobre el piso tibio como si fuesen dueñas de los siglos, como si los minutos equivaliesen a horas.
Francesca no prestó resistencia cuando la desnudaron entre dos sirvientas; la relajaba el contacto de esas manos sobre su piel, y la hipnotizaba la voz de una niña que entonaba una melodía cadenciosa y acompasada. La condujeron a la piscina y no se escandalizó cuando Sadún se acercó para hablarle.
—Sumérjase por completo —indicó el eunuco en un mal francés, y la animó a entrar—. Está tibia.
Caminó en el agua con lentitud, mirándose los pies y, una vez en el centro, volvió a encontrarse con el caballo alado. Cerró los ojos y permaneció algunos segundos sumergida, Al salir, mientras el agua se le escurría por el rostro y una brisa fresca le contraía los pezones, tomó conciencia de que el barullo había cesado y de que los ojos negros y profundos de las árabes se posaban en ella. Las muchachas que la habían desvestido le pidieron que se acercase a las escalinatas. Una se encargó del cabello y la otra le masajeó el cuerpo con una esponja vegetal. Entregada, sin dominio de sí, se dejó lavar, incluso las partes íntimas, que las muchachas trataban con habilidad. Había pétalos flotando en la superficie y el vapor olía a rosas. Las demás proseguían con sus faenas y ya no la miraban. No quiso preguntar por la señora Fadila, incapaz de romper el letargo que la envolvía.
La vistieron con túnicas, le pusieron sandalias de taco bajo, le remarcaron los ojos con
khol,
le pintaron los labios de rojo, la perfumaron con aceites, y Sadún le secó y trenzó el cabello.
—Mi señora Fadila desea verla ahora, señorita —indicó el eunuco, mientras le cubría el rostro con un velo de gasa.
Entró en una habitación amplia y bien iluminada, de paredes cubiertas con azulejos multicolores y piso alfombrado. En el extremo opuesto, Fadila, recostada sobre un diván, la contemplaba de arriba abajo.
—Estaba esperándote. Eres ciertamente hermosa —dijo, al desvelarle el rostro—. Sadún, sírvenos el desayuno, por favor.
Tomaron asiento cerca de la ventana que, por dar a un jardín interno del harén, no tenía rejas. Sobre una mesita circular estilo inglés, el eunuco colocó una bandeja con el servicio de té.
—Té, café o chocolate —ofreció.
—Chocolate —aceptó Francesca.
—¿Te han molestado las muchachas?—quiso saber Fadila, una vez que se quedaron a solas.
—¡Oh, no, señora! En absoluto.
—Les pedí que no lo hicieran y que te dejaran disfrutar el momento. La idea de tener a una mujer blanca en el harén las había alterado y temí que te atosigaran a preguntas, en especial mi hija Fátima, siempre ávida por saber de tu mundo. ¿Cómo te has sentido? Pensé que rechazarías la idea de tomar un baño antes de reunirte conmigo. Debes saber que para nosotras es un acto de hospitalidad.
—Lo confieso: en un principio sentí pudor y estuve a punto de marcharme, en especial al ver a Sadún.
—Comprendo. Ustedes las cristianas tienen un concepto del recato muy distinto al nuestro. Cuando yo era pequeña, un francés amigo de mi padre solía pasar algunas semanas de vacaciones en nuestro campamento con sus dos hijas, casi de mi edad. Yo no salía de mi asombro al comprobar que, pese a recibir una buena educación, las niñas ignoraban cuestiones básicas. Por ejemplo, desconocían que en algún momento les llegaría el sangrado menstrual; menos sabían acerca de lo que un marido esperaba de ellas en la cama. No sé qué historia de cigüeñas sacaban a relucir. Cuando les contaba lo que yo sabía, me miraban con ojos desorbitados y replicaban que ellas jamás harían eso. Para nosotras, las cuestiones relacionadas con el cuerpo son naturales y hablamos de ellas con nuestras madres, abuelas y tías desde que somos pequeñas. ¿Por qué sienten tanto resquemor por algo que, finalmente, vive con ustedes, algo que es parte de su naturaleza?